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19.7.21

¿Es ‘perfectamente legal’ que los multimillonarios eludan pagar impuestos?

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Por David Sirota (*)

Tras la reciente revelación por parte de ProPublica del modo en que los multimillonarios evitan el impuesto sobre la renta, se ha manufacturado un discurso por el que se nos dice que, si bien puede que las argucias de los magnates sean inmorales, l

Esta sabiduría convencional - descrita como hecho incuestionable en todos los medios de comunicación privados - se muestra como prueba al estilo del "odia el delito y compadece al delincuente" de que deberíamos enojarnos sólo con el sistema fiscal, pero no necesariamente con que los oligarcas se enriquezcan gracias a ello. De hecho, la la única persona a la que hasta ahora se supone digna de investigación por parte de los cuerpos de seguridad no es inguno de los multimillonarios que evaden impuestos, sino la fuente que está en el origen de la filtración del IRS [Internal Revenue Service], la Hacienda pública norteamericana.

Pero hagámonos la pregunta: ¿por qué será que se establecen esos caritativos supuestos acerca de la presunta legalidad de las tácticas fiscales de los multimillonarios? Esos supuestos reflejan, de hecho, los profundos sesgos y privilegios de quienes los establecen.

Convengamos en que buena parte de lo que es legal - agujeros fiscales, deducciones y otras turbias argucias - constituye un problema inmenso, escandaloso.

Démonos cuenta asimismo de que los multimillonarios tienen legiones de abogados y contables para concebir planes destinados a eludir impuestos que se ciñen a la letra (aunque no al espíritu) de la ley, permitiéndoles pagar una miseria en tributos comparado con las fortunas que están cosechando, tal como documentaba ProPublica.

Y es absolutamente cierto que, hasta ahora, no se ha presentado evidencia alguna de que ninguno de los multimillonarios concretos del informe de ProPublica violaran la legislación fiscal norteamericana.

Sin embargo, una adecuada presunción de inocencia legal está años luz de lo que está pasando aquí. En las últimas semanas, hemos sido testigos de una suposición general según la cual los multimillonarios jamás tratarían siquiera de forzar o violar las reglas. Se nos lleva a creer que, cuando se trata de impuestos, lo que hacen magnates, aristócratas y Señores del Universo no sólo es meramente permisible, sino perfectamente legal, como si no sólo se siguieran las reglas sino que se respetaran profundamente. 

Constituye un beneficio de la duda que nos es familiar: los multimillonarios pueden darle un montón de dinero a los políticos, pero rara vez se informa de ellos como si fueran explícitamente corruptos. Pueden recurrir a sus imperios filantrópicos para estimular sus intereses empresariales, pero casi nunca se les pinta como deshonestos. Pueden pagar un tipo fiscal más reducido que el de cualquier otro, pero rara vez se les describe en los medios de comunicación como absolutos malhechores. Por el contrario, oímos hablar mucho de que "así es como funcionan las cosas".

Entiéndase, por favor, que no estoy acusando a Jeff Bezos, Elon Musk, Warren Buffett o cualquier otro de cometer en realidad delitos: si hiciese tal cosa, ya estaría llamando a mi puerta una legión de abogados y agentes de relaciones públicas.

Estoy apuntando sencillamente a que en la misma escena política en la que se juzga y condena a los indigentes en la prensa, pocos se atreven a considerar que pudiera haber algo ligeramente tenebroso con las declaraciones de impuestos de los multimillonarios. Pocos se atreven a preguntar cuántas de estas argucias existían en una zona gris entre la elusión fiscal legal y la inadmisible evasión fiscal. Y todavía hay menos que sugieran que esos descubrimientos deberían provocar alguna clase de investigación gubernamental de las sofisticadas exenciones fiscales y las tácticas de elusión.

Esto es algo parecido a cuando Leslie Nielsen, en Agárralo como puedas [The Naked Gun, de 1988], dice: "aquí no hay nada que ver, por favor, disuélvanse" delante de un edificio ardiendo, sólo que es todavía más ridículo. Es como si un medio de noticias distribuyera un video del ardid del casino Bellagio [en la película Ocean´s Eleven, de 2001], y luego todos los políticos de Nevada y todos los reporteros de Las Vegas corrieran a insistir en que no deberíamos investigar siquiera la posibilidad de que la tropa de once hombres de Danny Ocean pudiera haber quebrantado alguna ley.

Es una presunción de inocencia que nunca se le permite a los pobres acusados de robos menores, una presunción de que la gente muy rica no podría actuar de modo tan burdo como para violar a sabiendas la ley al servicio de su autoenriquecimiento.

Y lo que resulta llamativo es en qué medida esta suposición va en contra de extensas pruebas de que las leyes fiscales norteamericanas - aun siendo tan endebles como son - están siendo sistemáticamente desobedecidas por los opulentos.

***

En la última década, ha habido notorios casos que han llevado el centro de atención a una verdadera oleada de delitos de cuello blanco entre los opulentos, y en las inimitables palabras del Walter Sobchak de El gran Lebowski [The Big Lebowski, de 1998], buena parte de lo que ha ido pasando legal tampoco es.

Así, por ejemplo, después de recurrir a obsequiar con matrículas académicas  gratuitas a fin de generar titulares positivos sobre su persona, Robert Smith, el multimillonario de Vista Equity Partners, llegó a un acuerdo judicial el año pasado en un cuantioso caso penal por evasión fiscal.

De manera semejante, UBSCredit SuisseHSBC y KPMG han pagado multas para solventar casos del Departamento de Justicia que ponían al descubierto su papel en una desenfrenada evasión fiscal, y en ese proceso algunas de ellos han confesado comportamientos delictivos. Estos planes no constituían incidentes aislados: tal como hicieron notar los fiscales del emblemático caso del Credit Suisse, el banco "intencionada y voluntariamente ayudó y prestó asistencia a miles de clientes norteamericanos para abrir y mantener cuentas no declaradas y ocultar sus activos fuera del país a la Hacienda pública".

Estos casos proporcionan un contexto importante para encuadrar tres informes del último año que muestran el volumen de lo que puede etiquetarse de modo preciso de oleada de delitos fiscales que se han desarrollado como precedentes de la filtración de declaraciones de la renta de ProPublica.

El primer análisis, que provenía de la Oficina Presupuestaria del Congreso, demostró que unos 380.000 millones de impuestos debidos quedan sin pagar todos los años.

Luego apareció un informe de investigadores de la Universidad de Harvard que mostraba que cerca de tres cuartas partes de esa brecha fiscal provienen de la insuficiente aportación del 1% más rico.

Y después se conoció un estudio del Centro para un Crecimiento Equitativo [Center for Equitable Growth] que descubría que más de una quinta parte de los ingresos de 1% superior no se denuncia a las autoridades fiscales.

Moraleja: 1,6 millones de los hogares más ricos está hurtando una cifra entre  175.000 millones de dólares y un cuarto de billón de dólares de impuestos debidos pero impagados cada año, y tal parece que quebrantan la ley para poder hacerlo.

***

A la luz de todo esto, ¿por qué una filtración como la de ProPublica todavía provoca socialmente una presunción de inocencia? Una cosa es beneficiarse de esa presunción ante un tribunal de justicia, algo que todo el mundo merece. Pero, ¿por qué culturalmente - en la imaginación pública - se nos lleva justo a asumir que los magnates deben estar siguiendo todas las reglas cuando evitan pagar miles de millones en impuestos? 

En cuatro palabras: por prejuicios de clase. Y se encuentran tanto en el gobierno como en los medios de comunicación. Los funcionarios públicos llevan decenas de años dándole la matraca a la clase trabajadora con la contundencia contra la delincuencia, a la vez que ayudaban a los opulentos a engañar al sistema, un mensaje que insinúa que las tramas de los magnates para estafar al país deben permitirse todas de acuerdo con la ley.

George W. Bush le dio un buen tajo a las unidades de la Hacienda pública que auditaban a los opulentos, y declaró luego que "la mayoría de la gente de Norteamérica comprende que los ricos contratan a buenos contables e idean formas de no pagar necesariamente todos los impuestos", esperando que todo el mundo sea demasiado imbécil como para darse cuenta de la ligazón entre los recortes en Hacienda y el robo fiscal.  

Donald Trump vociferaba una y otra vez sobre "ley y orden" , a la vez que  destripaba el presupuesto ejecutivo de la Hacienda pública y trataba de proteger a las grandes empresas de las consecuencias de violar leyes extranjeras.

Es la misma dinámica dentro de las agencias que han de aplicar la ley: en los casos de evasión fiscal más recientes, al multimillonario Robert Smith se le otorgó un acuerdo de no enjuiciamiento, concediéndole a su empresa la cobertura necesaria para seguir gestionando fondos de trabajadores. A los bancos y firmas contables en los casos de evasión antes mencionados se les concedieron acuerdos de enjuiciamiento aplazado. Tanto al Credit Suisse como al UBS se les otorgaron dispensas gubernamentales de leyes que podían haberles prohibido gestionar fondos de jubilados.

Estas cartas para librarse de la cárcel ehan sido todas ejemplos microcósmicos de un sesgo de clase mayor: la Hacienda pública audita a beneficiarios del crédito tributario por ingresos del trabajo [earned income tax credit - EITC, programa federal para gente de escasos ingresos] a un ritmo que es el doble del registrado a la hora de auditar a grandes empresas, se ha desplomado el índice de auditorías de Hacienda a quienes ganan más de 1 millón de dólares y la agencia ha ido dando cuenta de una cifra históricamente baja de casos sometidos a persecución penal, de acuerdo con los datos más recientes.

El sesgo está claro: en un país en el que casi nunca se persiguen los delitos de cuello blanco, la delincuencia aparece a ojos del gobierno como algo perpetrado sólo por los pobres. A través de este prisma, el latrocinio de los aristócratas se entiende como algo que no es más que astuta contabilidad, en lugar de quebrantamiento de la ley. 

Esta percepción se ve reforzada por los miembros de la prensa que operan con sus propias preocupaciones de clase. Medios de noticias que se apresuran a condenar a los pobres mediante titulares sensacionalistas se muestran titubeantes a la hora de hacer lo mismo con multimillonarios que pueden convertir en un arma las leyes sobre los medios... y que financian el ecosistema político y mediático mismo. Esos multimillonarios son propietarios de emisoras de televisión y de diarios. Son benefactores de "thinktanks" y universidades que dan empleo a la clase de los expertos. Pagan a bustos parlantes para pronunciar discursos. Pueden llevar casos a los tribunales con recursos ilimitados y llevar a la bancarrota a los medios de comunicación que se les crucen en su camino. Son donantes que financian a los políticos en torno a los que giran las noticias, recaudadores de fondos que se hacen a si mismos favores legislativos y celebran luego galas en bodegas con líderes del Congreso y candidatos presidenciales.

Los superricos, en resumen, suministran el maná financiero del que depende la clase política y mediática para sobrevivir. Y así, entre sus artículos aduladores de la sección de estilo y sus perfiles en revistas de lustre, puede que se retrate ocasionalmente a los multimillonarios como gente un poquito demasiado poderosa y codiciosa, pero rara vez se les presenta con maneras que pudieran permitir al público considerar la posibilidad de que sean magnates mangantes, oligarcas o delincuentes sin más, aunque vayan conduciendo coches a la fuga llenos de guita. Son villanos solamente en las películas.

No se trata con esto de un argumento en favor de una presunción reflexiva de culpa de los multimillonarios. Por el contrario, se trata de un caso en el que hay que reconocer que opera una profunda programación ideológica.

Las revelaciones fiscales de ProPublica arrojan luz sin duda sobre la necesidad de que los legisladores pongan remedio a un sistema fiscal amañado y de que el Congreso fortalezca la capacidad ejecutiva de la Hacienda pública a la larga. Pero ilustran asimismo la necesidad de que los funcionarios de las agencias del Estado investiguen los complejos sistemas fiscales que utilizan los multimillonarios para enriquecerse aquí y ahora. Al fin y al cabo, se trata de un caso de misterio que se despliega dentro de una oleada mayor de delitos fiscales, y hay una pistola humeante de declaraciones de la Hacienda pública que muestra que los multimillonarios guardan a escondidas montañas de dinero.   

Contemplar esa clase de saqueo y declarar después simplemente que todo debe de ser "perfectamente legal" antes de que tenga lugar una investigación no tiene mucho sentido.

Si esto fuera un policiaco para la televisión, el público vería esa confusión  deliberada como lo que es: encubrimiento.

 

(*) David Sirota, columnista del diario The Guardian en los EEUU, es director auxiliar de la revista Jacobin, y fundador del Daily Poster. Trabajó en la campaña presidencial de Bernie Sanders como redactor de discursos.

Fuente: The Guardian, 23/06/2012

Traducción: Lucas Antón


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