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22.3.21

SemprĂșn: el teatro de la memoria

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Por Gutmaro Gómez Bravo (*)

Las cinco piezas dramáticas que acaban de publicarse en castellano son muy representativas del significado del exilio y de su evolución, sus planteamientos, reflexiones y obsesiones profundas.

Jorge Semprún, superviviente de Buchenwald, escribió su memoria de las etapas del viaje al sistema concentracionario alemán (El largo viaje), y muchos años después volvió al problema de no olvidar y de hacer frente a la amnesia que se extendía por Europa. La escritura o la vida fue el resultado de su reflexión para volver atrás en el tiempo, e ir de la memoria a la historia vivida, del recuerdo a la propia historia escrita a lo largo de una vida marcada por los episodios fundamentales del siglo XX. Sale ahora en castellano su teatro completo, edición al cuidado de Manuel Aznar y de Felipe Nieto, historiadores de su obra y de su trayectoria, que cuenta además con sendos estudios críticos de Luisa García-Manso y de Antonia Amo-Sánchez. Un conjunto de cinco piezas muy representativas del significado del exilio y de su evolución, sus planteamientos, reflexiones y obsesiones profundas, tanto como sus relaciones con el interior de España y su distancia con la realidad europea. Elementos que siempre han estado presentes en su novela, sobre todo, para quien esto escribe, en La escritura o la vida, donde resuena el tono alcanzado en su obra teatral a partir de los años 90.

El teatro completo aquí recopilado es un torrente de lucidez, un ventanal que permite ver la huella de los acontecimientos vitales, políticos y culturales que marcaron y definieron la condición humana del autor, y nutrieron siempre su capacidad literaria e intelectual. En esa conexión personal y universal se encuentra el teatro de Semprún, político y de memoria, o una memoria política si se quiere, pero nunca un artificio de escape o un panegírico de superioridad moral por encima de los mortales. Un punto que demuestra por qué su obra goza de buena salud con el paso de los años y que enlaza con el fondo de una cuestión que parece resolver en dos tiempos, como los grandes porteros de fútbol: el problema de bajar o no el nivel de los textos para su adaptación y divulgación en la sociedad actual, que sigue siendo esencialmente un problema de nuestro tiempo. Semprún mantiene, por un lado, la presencia y la necesidad de un teatro culto pero abierto al gran público. Una dificultad que puede resolverse atendiendo a un contexto o puesta en escena que sirva de puerta de entrada a la realidad o la problemática social del momento. Pero se niega a aceptar cualquier formato, por ejemplo, las normas de la televisión o de la prensa en la difusión sensacionalista del Holocausto. Su universo literario recuerda constantemente el paisaje, la nieve, los bosques, el entorno del campo de concentración. Aquella integración del horror en la normalidad de los que lograron sobrevivir no interesa y pasa desapercibida en el relato visual que mezcla cadenas de coincidencias y excepciones por igual en una entrevista o en un documental, aunque tenga apariencia de total seriedad.

Semprún se niega a aceptar las normas en la difusión sensacionalista del Holocausto. Su universo literario recuerda constantemente el paisaje, el entorno del campo de concentración

Su capacidad para no ser reducido ni quedar encasillado se muestra en estas piezas teatrales de toda una vida. Empiezan en 1947, con Soledad, ambientada en la primera huelga tras la guerra civil, la de Vizcaya y terminan en el año 2000, con Leonor hija de Carlos Marx, judía, una obra inédita hasta 2014. Libertad para las 34 de Barcelona corresponde también al periodo de máxima militancia comunista de Semprún, que pronto actuaría en la clandestinidad como 'Federico Sánchez'. Una obra corta, no llega a veinte páginas, que representaba con toda su dureza el ambiente y la violencia del entramado represivo franquista en la Barcelona de comienzos de los años cincuenta y que, aunque solo tuvo una pequeña tirada en el exilio, consiguió hacer la suficiente presión internacional para que López Raimundo no fuera condenado a muerte.

El regreso de Carola Neher supone un salto cualitativo importante. Estrenada en 1995 en el cementerio militar soviético de la ciudad de Weimar, a 10 kilómetros del campo de Buchenwald en el que ingresó Georges Semprún, español detenido por la Gestapo, inicia el camino de su reflexión sobre la desmemoria en Europa. A través de una actriz que huía de los nazis en 1936, recordada por Brecht y por Margaret Buber, con la que compartió el trágico destino del gulag soviético (la describe en sus memorias como "el ángel rubio del ánimo y la esperanza"), Semprún realiza un profundo análisis del totalitarismo, de sus raíces, métodos y anhelos que convergen y difieren tanto como la propia historia de Europa. Cierra ese círculo con Gurs: una tragedia europea, estrenada en París, en 2006, en el que los personajes recrean a todos los actores implicados en la gestión de los campos de concentración franceses del exilio español pero también de la deportación judía. Teatro y vida que siguió atormentando al superviviente de aquel largo viaje que escuchara agonizar en yiddish y en todas las lenguas europeas, que volvió a la reflexión sobre la identidad judía y las contradicciones de los propios términos de marxismo y feminismo en la obra en Yo Leonor, hija de Carlos Marx, judía.

La utilización de recursos de anticipación, de ida y vuelta en la narración, le permiten explotar las diferencias entre recuerdo y memoria a partir de los matices

Medio siglo de producción teatral que no se explican sin su narrativa, claro está, sin su vida y sin la propia historia tantas veces señalada. La de la tragedia española sí, pero la de la Guerra Fría, y la del desplazamiento de los intelectuales de la esfera pública hacia lugares más cálidos también. Procesos de conversión, de liquidez acelerada, en los que su concepción del deber de memoria cobra fuerza por encima de cualquiera de los referentes de ficción del presente. En primer lugar, por su manejo del tiempo. La utilización de recursos de anticipación, de ida y vuelta en la narración, le permiten explotar las diferencias entre recuerdo y memoria a partir de los matices, de los lugares del pesimismo, en lugar de la teoría pura. En segundo lugar, porque aunque introduce personajes célebres y conocidos para jugar con esa contradicción y tiempos diferentes, la hija de Marx, Leom Blum, Goethe o Bernard Shaw, sus obras tienen gente, personajes colectivos rostros anónimos que no hicieron la historia pero la sufrieron: la pareja de españoles en Gurs, Carola, la actriz, el jefe, la representante humanitaria protestante, y, sobre todo, los sepultureros, dos figuras de "musulmanes", así es como eran llamados en los campos aquellos que al limite de sus fuerzas se dejaban morir y deambulaban fuera ya del mundo de los vivos. Sus diálogos secos, brutales sobre la omnipresencia de la muerte destrozan el camino lógico por el que discurre la conversación de Goethe con Blum. Mientras discuten sobre si fue Versalles (la revancha imperial) o la arrogancia de la modernidad técnica y militarista, los factores desencadenantes del auge del Partido nazi en Alemania, los sepultureros esperan instrucciones y hablan de la imposible resurrección de las cenizas esparcidas por Polonia. Por último, su teatro conecta con su vivencia, con él mismo, con el "superviviente" de Buchenwald que aparece en todas las obras y en las que llega a escribir, "porque hoy es mi último día y necesito convocar a todos mis fantasmas". Recordar.

 

(*) Gutmaro Gómez Bravo es profesor de Historia Contemporánea en la  Universidad Complutense.


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