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30.11.20

¿Libertadores de qué? A propósito de "Malditos libertadores" de Augusto Zamora

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Por Roberto Álava (*)

Reseña de Zamora, Augusto. Malditos libertadores. Madrid: Siglo XXI, 2020, 320 pp.

A comienzos de 2020 vio la luz el nuevo libro del experto en geopolítica Augusto Zamora, cuya segunda edición ha aparecido este verano. El autor reconoce que se ha peleado con esta obra durante tres décadas, lo cual es totalmente comprensible por el tema que trata. Malditos libertadores no es un libro que simplemente pretenda señalar cierta sucesión de acontecimientos pasados de la historia de Latinoamérica. Se trata de un alegato político contra un fenómeno histórico, las independencias, y su legado, los estados subdesarrollados actuales.

No obstante, este libro llega en momento oportuno. Con exigencias a España de petición de perdón a los pueblos precolombinos; con extraños sentimientos de culpabilidad por un lado e intentos de blanqueamiento de la leyenda negra española en clave chauvinista imperialista, por otro; con modas antiilustradas y destrucción de estatuas históricas; por no hablar de la apropiación de la izquierda del siglo XXI de las figuras de los «libertadores», conviene aclarar una parte de la historia de América Latina que ha sido distorsionada de manera interesada.

Malditos libertadores, debe advertirse, no es una defensa del imperialismo español y las colonias americanas. Su tesis central consiste en que las independencias lideradas por oligarcas criollos vendieron a bajo coste sus países al imperialismo inglés y después estadounidense -«del bombín británico al sombrero tejano»-, con la intención de mantener sus privilegios de castas parasitarias frente a la reforma liberal que se comenzaba a dar en la metrópoli. Esos «iluminados aventureros», aprovechando la inestabilidad que sufría España tras la invasión napoleónica, se enzarzaron en guerras civiles, primero contra realistas -con ayuda financiera y militar anglosajona- y después entre distintos grupos dominantes locales por la rapiña de los restos del imperio colonial español. Quedaron, pues, estados débiles y étnico-socialmente segregados, en manos de una elite acomplejada, sumisa a los poderes extranjeros, profundamente racista con negros esclavizados e indígenas -víctimas éstos dos últimos de una cruel política expoliadora y de limpieza étnica- y con una política económica extractiva pasiva, sin ningún interés por el progreso industrial y la autosuficiencia económica, sin contar la pérdida de territorios frente a Brasil o Estados Unidos. Los distintos grupos étnico-sociales que se sumaron a los ejércitos libertadores no encontraron con su triunfo ninguna libertad; se mantuvieron sometidos a la tiranía de las castas terratenientes, teniendo que vender su fuerza de trabajo mediante una esclavitud encubierta. Estados y dirigentes, en definitiva, que se doblegaban ante una empresa hortofrutícola gringa.

Dos excepciones cabría señalar, según el autor: Cuba y Puerto Rico. Debido a su permanencia bajo control español, disfrutaron más tiempo de estabilidad y cierto progreso, antes de la invasión de EE UU. Augusto Zamora recalca importantes diferencias entre el gobierno español y los gobiernos de las nuevas repúblicas. El interés por la ciencia, la formación y el progreso industrial que cada vez estaban más presentes en las colonias españolas desaparecieron en los nuevos estados. A ojos del autor, los más perjudicados por las independencias no fueron los peninsulares sino los propios pueblos americanos fragmentados. La América española está marcada por enormes azotes de muerte -la mayoría por enfermedades y no por asesinatos, como muchas veces se piensa- e injusticias sociales y económicas de mano de los conquistadores. No es necesario recordar las infames acciones de otros imperios contemporáneos y posteriores o las mismas repúblicas latinoamericanas; del repudio moral pocos se escapan, y los que suelen atacar historiográficamente al imperio español no pertenecen a familias políticas más respetables. Sin embargo, el periodo colonial español dio también la Escuela de Salamanca, creadora del derecho internacional moderno, precisamente en un contexto de debate sobre el trato a los indígenas y el papel de España en América. Significativo es que frente a los expolios de la oligarquía contrarrevolucionaria tras las independencias, los pueblos indígenas desenterraran las leyes reales coloniales para reivindicar el control y uso de sus tierras tradicionales.

Además de la revisión histórica, para la cual el autor aporta suficientes datos que sustentan su versión, el libro tiene un fuerte componente propositivo. El retrato de la abyecta oligarquía latinoamericana terrateniente y su cobarde proyecto político debería servir para diseñar y acometer un cambio de rumbo drástico. Los países latinoamericanos necesitan coordinación a nivel continental para llevar a cabo una remodelación del sistema económico-social: transitar de la exportación de materias primas a la elaboración de productos con valor añadido, impulso de la investigación científico-técnica (evitando así también la fuga de cerebros), acondicionamiento con buenas infraestructuras de transporte (la ausencia de ferrocarril fue determinante para el subdesarrollo) y una revolución agraria que reparta la tierra y modernice su trabajo. Esta es una tarea que a ojos del autor solo puede emprender una izquierda del siglo XXI consciente de su pasado y apoyándose en estados robustos.

Es aquí donde afloran algunas fallas en su comprensión del capitalismo y, por tanto, de las posibles estrategias políticas. Zamora parece entender por momentos el capitalismo como democracia más espíritu emprendedor. Gracias a la revolución industrial, cuya aparición parece deberse solo a un cambio de mentalidad repentino, se cambia el foco de la producción, de la agricultura a la manufactura, y, voilà, capitalismo. En realidad, la revolución industrial es más consecuencia que causa del capitalismo, el cual empieza a ver la luz a raíz de cambios y conflictos sociopolíticos antes de aquélla. Y es precisamente este el error. El autor reprocha a unas débiles castas latifundistas el no convertirse en capitalistas. Más bien, el no convertir a sus repúblicas en países capitalistas y mantenerlas -insiste a lo largo del texto- precapitalistas. Como si el capitalismo no fuera otra cosa que progreso tecnológico, que emigración del campo a la ciudad, que producción industrial.

El mérito de esta obra, su denuncia de la falsificación histórica de los procesos de independencia, queda tocado por la asunción de una historiografía liberal -la misma, por cierto, que sostiene la «mitología» denunciada en el libro que se comenta- que ve la revolución francesa como una revolución liberal y el capitalismo como un «espíritu» emprendedor aparejado a la democracia. No es así. El capitalismo se ha llevado siempre muy mal con la democracia, para empezar. De hecho, solo convergen en algunos países y ya habiéndose consolidado el capitalismo como modo de producción global. Por otro lado, el capitalismo persiste a pesar de la democracia moderna, artefacto elaborado por el movimiento obrero. La fricción entre ambos no cesa, tal y como refleja el contexto de crisis política actual. El capitalismo, en realidad, parte -en pocas palabras- de la apropiación de unos pocos, y consecuentemente la privación de la mayoría, de los medios de subsistencia, haciendo del trabajo asalariado una obligación física. La producción, bajo estas condiciones, se guía por la competencia en la acumulación de capital, y esto se lleva por delante la dignidad humana y el medioambiente. Conviene que aparezca esta matraca marxista para poder entender mejor cómo se puede salir del subdesarrollo.

El libro sigue una visión demasiado geopolítica y hace falta que entre la cuestión de clase para aclarar algo más la cuestión. Los oligarcas no vendieron sus países a Inglaterra; vendieron sus países a la clase dominante inglesa, al capital inglés. Es importante tenerlo en cuenta para que a la hora de pensar la estrategia política no caigamos en confusiones. Por mucho proteccionismo comercial, apoyo estatal inmenso, financiación científico-técnica, etc., que desarrollen los estados latinoamericanos, no podrán erguirse como las potencias europeas hicieron durante los últimos siglos. Para que haya capitalismo se requiere de la explotación y sometimiento de grandes conjuntos de tierras y población humana. Si los estados latinoamericanos quieren convertirse en potencias capitalistas, deberán hacerlo en otro planeta. Además, quienes exprimen Latinoamérica no van a renunciar a ese pedazo de tierra y manos, pues su riqueza depende de ella. Para que haya un norte global o un centro rico y hegemónico ha de existir un sur global o una periferia subalterna, (por utilizar una terminología de autores que, por cierto, también extravían la cuestión de la clase en sus análisis).

Es cierto que el autor no pretende una vuelta al capitalismo europeo decimonónico para América Latina. Más bien aconseja seguir la estela de las economías emergentes asiáticas, en sintonía con la fascinación actual por la inminente hegemonía mundial china. Demasiado geopolítico. Pero no es posible tampoco. El desarrollo de países como China responde a una coyuntura mundial específica, y su papel en la economía mundial ha sido funcional -salvífico- a la dinámica de acumulación capitalista. Esto no quita que la autosuficiencia alimentaria y la modernización tecnológica sean indispensables para el progreso del subcontinente americano. Sin embargo, fuera de un camino socialista global, es iluso pensar en progreso latinoamericano. Ni África, ni Latinoamérica, ni la gran parte de Asia llegarán nunca a algo parecido a lo que ha llegado Europa. Simplemente, bajo condiciones capitalistas, no hay pastel para todos.

Malditos libertadores no solo nos recuerda los genocidios de indígenas perpetrados por los criollos tras las independencias y sus guerras, el deliberado atraso científico-tecnológico (total, las clases dominantes latinoamericanas siempre estudiarán en el extranjero), la sumisión política y económica a los imperios inglés y yankee, la emigración o la corrupción endémica, todo ello bien documentado con datos, discursos, etc. Sobre todo advierte de que la estructura económico-social de América Latina, diseñada y nacida en las independencias, lleva a perpetuar ad infinitum el subdesarrollo. Debemos enterrar a nuestros libertadores.

 

(*) Roberto Álava. Graduado en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid

Fuente: www.sinpermiso.info, 22-11-2020


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