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19.10.20

Cambio y continuidad en el proceso de cambio boliviano

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Por Carlos Heras Rodríguez (*)

Tras casi un año de gobierno de facto encabezado por la exsenadora Jeanine Áñez, Bolivia elegirá por fin su próximo presidente el 18 de octubre. Nada bueno se puede decir de estos meses, que la derecha ha querido caracterizar como de recuperación de la democracia.

A la mancha de origen de la intervención del alto mando militar en los sucesos que llevaron a Áñez a la presidencia se debe añadir la persecución arbitraria de sus oponentes políticos, las violaciones de derechos humanos en la represión de la contestación pública a su gobierno, una gestión autoritaria, errática e ineficaz de la pandemia, casos de corrupción e intentos de cambiar políticas de Estado más allá de su mandato de convocar nuevas elecciones, que incluyen las relaciones exteriores o la política sobre el cultivo de hoja de coca.

Dos meses después de asumir la presidencia interina, Áñez anunció -en contra de una promesa previa- su candidatura a las siguientes elecciones. Carlos Mesa, segundo en 2019 y segundo en todos los sondeos para los próximos comicios,escribió entonces que esa decisión avalaba la tesis del golpe de Estado, que él mismo negaba. En los meses siguientes, la llegada del COVID-19 a Bolivia presentó la excusa para una gestión de gobierno aún más autoritaria y las crisis sucesivas del gabinete de ministros -la presidenta cambió a 17 en diez meses- dibujaron un gobierno compuesto por la maltrecha élite política opositora y representantes destacados de la élite económica de Santa Cruz, que había permanecido apartada del poder político nacional desde 2003.

De los dos partidos representados en el gobierno, uno -Demócratas- sacó un 4% en las elecciones anuladas de 2019 y otro -Unidad Nacional- ni siquiera presentó candidatura. Toda su legitimidad consistía en haber sacado a Evo Morales y al Movimiento Al Socialismo (MAS) del gobierno. A eso logro se añadía la promesa de "reestablecer el orden" y convocar nuevas elecciones, que aplazaron en varias ocasiones -primero a mayo, después a septiembre, finalmente a octubre- con el argumento de la crisis sanitaria. Las amenazas, estigmatización y persecución al MAS, sus dirigentes y los movimientos sociales afines (y no tan afines, pero identificados con el indigenismo, el sindicalismo campesino y la ciudad de El Alto) fueron una constante.

Los principales líderes de la antigua oposición, la gran mayoría de la prensa y amplios sectores de la sociedad justificaron esa línea dura contra el anterior bloque gobernante, amparados en la narrativa del supuesto fraude electoral en octubre de 2019. A pesar de todo ello, los pronósticos electorales son alentadores para el MAS y la candidatura de Luis Arce para presidente y David Choquehuanca para vicepresidente. Las encuestas más serias dan una victoria de Arce en primera vuelta o le dejan cerca. Para evitar un balotaje que no le favorecería, la dupla necesita alcanzar el 40% de los votos y una ventaja de 10 puntos sobre el segundo el día 18.

Tras la retirada de la presidenta, que iba cuarta en los sondeos, la elección es cosa de tres. Hay pocas dudas de que el MAS va a ganar la primera vuelta y obtendrá cerca de la mitad de los asientos de la Cámara de Diputados y el Senado. Mesa, la opción más moderada de la derecha, va segundo. Luis Fernando Camacho, líder de las protestas contra el supuesto fraude en Santa Cruz y representante de la derecha más radical, va tercero. No tiene opciones de ganar, pero sí de conseguir una bancada legislativa importante y asentarse como opción de futuro, aunque eso allane el camino a Arce. La aritmética electoral sólo arroja, por tanto, dos resultados posibles: un gobierno del MAS con una mayoría legislativa más débil que las que tuvo Morales desde 2009 o un gobierno de Mesa en minoría.

Debilidad y resiliencia del Movimiento al Socialismo

¿Cómo explicar la fortaleza del MAS, que parece aumentar su intención de voto desde hace semanas y llena sus actos de campaña por todo el país? El desastre del gobierno de Áñez y la dispersión de las alternativas no son las únicas razones. Quiero referirme a otras dos. Primero, el MAS es con mucho el partido más fuerte de Bolivia. Los partidos tradicionales, que dominaron entre 1985 y 2001, quedaron relegados a la marginalidad antes de la primera victoria presidencial de Morales en 2005. El MAS se convirtió en la única organización política con presencia en todo el país gracias a la fuerza de los sindicatos campesinos que lo construyeron como instrumento electoral y una política de alianzas por arriba con organizaciones vecinales, sindicales y gremiales. Incluso tras la pérdida de los recursos del Estado y el exilio y la detención de los principales dirigentes del gobierno, el MAS tiene mejores cuadros, más militancia y más organización territorial que cualquier otra organización.

La segunda razón, a modo de hipótesis, es la reactivación política durante los meses fuera del gobierno y una renovación incipiente de la dirigencia y el discurso del partido. Las bases fueron perdiendo autonomía respecto al gobierno a lo largo de los años y en la crisis postelectoral de 2019 no fueron capaces de reaccionar a las protestas que tomaron las principales ciudades del país. Sin embargo, después del golpe militar contra Morales y especialmente tras el último aplazamiento de las elecciones -que debían haberse celebrado el 6 de septiembre-, el bloque social que parecía derrotado recuperó el pulso y acabó asegurando una nueva fecha electoral inamovible tras demostrar que podía bloquear las principales carreteras del país durante doce días. A algunos les costó órdenes de arresto.

¿Cómo llegó Bolivia a la situación anómala que vive desde hace un año? Creo necesario complejizar la narrativa que dibuja un golpe de Estado promocionado por Estados Unidos con el fin de asegurar el control sobre los recursos naturales del país. Se debe entender que el golpe de Estado -protagonizado por actores internos- sólo fue posible por un deterioro dramático de las relaciones de fuerza entre el gobierno y las fuerzas que se le oponían durante el último mandato presidencial de Morales (2014-2019), que se expresó en una pérdida de legitimidad democrática y un estrechamiento de su base social. En la medida que un motín policial y un pronunciamiento del alto mando militar precipitaron la dimisión de Morales y el vicepresidente Álvaro García Linera después de tres semanas de movilizaciones masivas y, en los últimos días, episodios de violencia contra dirigentes del gobierno, su patrimonio y sus familias, es correcto hablar de golpe, pero hay que hacer un esfuerzo en comprender las causas.

Los algo más de tres años que van desde la primera victoria electoral del MAS en 2005 hasta la promulgación de la nueva Constitución Política del Estado en 2009 fueron convulsos. A pesar de lograr la primera victoria electoral por mayoría absoluta desde la restauración de la democracia en 1982, el MAS tuvo una oposición formidable en las regiones del oriente -especialmente Santa Cruz, sede de la élite empresarial con base en el agronegocio- y encontró importantes resistencias en los sectores desplazados en el resto del país. La Asamblea Constituyente y el movimiento autonomista -una suerte de constituyente conservadora paralela- tensionaron a menudo las normas procedimentales de la democracia y desbordaron los cauces de la política institucional, pero siempre se legitimaron por amplias mayorías electorales en referéndums y elecciones nacionales y subnacionales, respectivamente. El plebiscito -lo digo sin carga peyorativa- se volvió el principal mecanismo de legitimación en la democracia boliviana.

Al perder un referéndum para habilitar una nueva candidatura presidencial de su líder en 2016 y no aceptar el resultado, el MAS rompió la norma de la validación electoral. La búsqueda a toda costa de una fórmula legal para habilitar la candidatura a la tercera reelección contribuyó a legitimar la narrativa del fraude electoral, cuya supuesta evidencia recabada por la Organización de Estados Americanos (OEA) está hoy ampliamente refutada. El fraude no se probó por otros medios, a pesar de la renovación del órgano electoral y el ejecutivo nacional, pero sigue siendo una verdad incuestionada para buena parte del público y los medios de comunicación.

Hay que entender que la narrativa del fraude no sólo tenía su base lo que pasó durante las elecciones, sino también en los precedentes: una crisis del órgano electoral -con la renuncia de su presidenta y dos vocales en torno a las fechas de aprobación del reglamento electoral en 2018-, la desconfianza en el procesoalentada por los líderes opositores en una suerte de profecía autocumplida y, lo más importante, la percepción extendida de que la candidatura de Morales era ilegítima en primer lugar. El resto lo hizo la diferencia mucho más estrecha que en comicios anteriores y una gestión sospechosa y todavía no aclarada de la transmisión de datos de conteo rápido, que se paró durante casi 24 horascuando el resultado aún arrojaba una segunda vuelta.

Más allá de la coyuntura del proceso electoral y el error estratégico de la apuesta por la reelección, el MAS había perdido apoyo social en tres ámbitos, fruto de contradicciones y problemas propios de la gestión gubernamental. Primero, perdió -donde lo llegó a tener- el favor electoral de los sectores urbanos. Basta observar que, después de ganar las elecciones presidenciales en 2014 con el 61% de los votos, el año siguiente la oposición se impuso en las alcaldías de Santa Cruz, El Alto, La Paz y Cochabamba, todas las ciudades del país con más de medio millón de habitantes. En segundo lugar, a partir del segundo gobierno de Morales (2009-2014) comenzaron a darse rupturas de diversa índole entre el gobierno sus bases indígenas campesinas, que se manifestaron en protestas específicas, la ruptura de algunas organizaciones y el surgimiento de plataformas electorales alternativas al MAS desde esas mismas bases.

Un tercer estrechamiento del apoyo social del MAS fue el debilitamiento de otro tipo de alianzas menos orgánicas con sindicatos, juntas vecinales y gremiales que habían apoyado al gobierno en el pasado sin ser parte del núcleo duro del proyecto. La suma de estas tres tendencias llevó a un retroceso electoral no catastrófico, pero suficiente para dar una oportunidad a la oposición, que concentró su voto en Mesa a pesar de que no hubo una confluencia de los principales partidos en su candidatura. Al contrario, el candidato trató de aparecer como una oferta diferente con un nuevo partido (Comunidad Ciudadana), a pesar de que fue el último vicepresidente electo antes de la primera victoria de Morales y presidente tras la dimisión y huida a Estados Unidos de Gonzalo Sánchez de Lozada en 2003.

Por último, aunque no se puede englobar propiamente en el contexto de deterioro de las relaciones de fuerza entre el gobierno y la oposición, cabe señalar la muy baja institucionalización de esta última. Como escribí más arriba, la oposición al proceso de cambio no tuvo partidos nacionales fuertes y los que hubo tuvieron poco reconocimiento del gobierno como interlocutores políticos. Como consecuencia, los partidos de la oposición ni quisieron ni pudieron mediar en el conflicto postelectoral y se impuso la agenda más radical de las protestas, que abogaba por la deposición de Morales. De haber podido imponerse, otros sectores más moderados podrían -nunca lo sabremos- haber aceptado la propuesta de nuevas elecciones con órgano electoral renovado y nuevos actores políticos que hizo Morales un día antes de dimitir y partir al exilio.

Continuidad del proceso de cambio

Demasiado a menudo se ha asumido que la salida del gobierno del partido de izquierda equivale a perder todos los avances históricos de los gobiernos progresistas. Esta lógica, que encuentra importantes argumentos de apoyo en las experiencias de Brasil y Ecuador y un contraejemplo en Argentina, es parte del deterioro de la situación en Venezuela e instaló dinámicas muy negativas en Bolivia. Hoy, de modo discreto y siempre insuficiente para los que se oponen al proceso de cambio boliviano desde que existe, los candidatos del MAS y el vicepresidenciable Choquehuanca en particular han expresado autocríticas necesarias y prometido una renovación generacional en su hipotético gobierno.

Haya un presidente del MAS o no después de las próximas elecciones, desmontar el legado de catorce años de transformación política no va a ser fácil. El consenso a favor de los ejes programáticos del proceso de cambio -control de los recursos estratégicos, redistribución de la renta y afirmación identitaria de lo indígena- es más amplio que el voto al MAS, que aparentemente va a estar entre el 40% y el 45%. Aunque representa un proyecto republicano y liberal, Mesa no ha querido o no ha podido pronunciarse en contra del sistema de nacionalización de los beneficios del gas natural, el reparto de bonos sociales o la plurinacionalidad del Estado. Camacho representaría un viraje mayor, pero no tiene opciones reales de ganar esta vez.

Aun perdiendo la presidencia, el MAS mantendría la primera bancada de la Asamblea Legislativa Plurinacional, quizás con la mitad de los escaños en una o las dos cámaras. Esto haría casi imposible que quien llegue pueda sacar adelante una agenda legislativa sin la participación del MAS, y sería posible que una presidencia de Mesa acabara -como le acusan por adelantado sus rivales por la derecha y como ya sucedió entre 2003 y 2005- aliada más o menos explícitamente con su rival. Se mantendrá también la Constitución -imposible de modificar con los equilibrios parlamentarios esperado-, que blinda la nacionalización de los hidrocarburos, la estructura institucional del Estado y la posibilidad de desarrollo de las autonomías indígenas y otras previsiones del Estado Plurinacional, todavía muy incipiente en la práctica.

En el mejor de los casos, un MAS renovado recuperará el gobierno y recibirá una nueva inyección de legitimidad, aunque necesitará establecer alianzas para garantizar la gobernabilidad en un contexto económico adverso que contrasta con el de la última década. En el peor, enfrentará un gobierno de derecha moderada con minoría parlamentaria y será clave para cualquier transformación importante que siga los cauces democráticos. Si el partido se mantiene unido ­-cosa que, con su líder histórico en el exilio y sin el pegamento del poder, no estaría totalmente asegurada-, continuará siendo la principal fuerza nacional, podrá avanzar posiciones en la política regional y municipal en las elecciones subnacionales del próximo año y, en caso de perder ahora, disputar la presidencia en el siguiente ciclo electoral.

Con gobierno del MAS o sin él, propongo que la continuidad del proceso de cambio habrá de valorarse a la luz de tres indicadores. Primero, la permanencia del modelo de nacionalización de los hidrocarburos y la institucionalización de una forma similar del reparto de las ganancias de explotación del litio, si se llega a viabilizar durante los próximos cinco años. Segundo, la vigencia de las políticas redistributivas -alzas salariales y transferencias de renta- en un contexto de crisis económica. Tercero, el desarrollo del Estado Plurinacional mediante los procesos de autonomía indígena, la representatividad de los pueblos indígenas originarios campesinos en las instituciones políticas y el reconocimiento político-cultural. Si en la próxima gestión presidencial no se observan retrocesos significativos en ninguno de los tres ámbitos, sabremos que el proceso de cambio habrá sobrevivido a su primer líder, a una alternancia democrática o a ambas cosas. Podremos afirmar que el cambio político iniciado en Bolivia en 2005 se volvió irreversible.

 

(*) Carlos Heras Rodríguez trabajó como periodista en Bolivia entre 2015 y 2017 y estudia una maestría en Ciencia Política en El Colegio de México, donde investiga los partidos de oposición a Evo Morales.

Fuente: Sin Permiso, 11 de octubre 2020


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