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12.10.20

Experimentación científica

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Por Luis Prieto Valiente, Jorge Gaupp (*)

No descartemos una cura todavía: algunos tratamientos en uso contra la covid-19

La urgencia del contexto actual hace que se estén usando y probando muchos medicamentos incluso antes de alcanzar la máxima evidencia científica. Algunos, con buenos resultados.

A mediados del siglo XIX ocurría un suceso dramático en una de las dos maternidades de Viena: el 13% de las mujeres moría de fiebres. En la otra, un 2%. El médico IgnazSemmelweis descubrió que el problema provenía de ellos mismos. Como no se habían descubierto aún los microorganismos, los médicos que ayudaban en partos en esa clínica no se lavaban las manos tras practicar autopsias. Semmelweiss hizo que se las lavaran, y rápidamente descendió la mortalidad, equiparándose al 2% de la otra clínica.

Pero esa evidencia empírica y estadística de Semmelweis no fue suficiente, pues contradecía la teoría científica que dominaba entonces respecto a las infecciones, según la cual se transmitían solamente a través de exhalaciones de personas enfermas (miasmas). Los superiores de Semmelweis eran especialmente afectos a esta teoría, por lo que el sagaz obstetra acabó expulsado de la clínica y, tiempo después, ingresado en un psiquiátrico. Sus hallazgos solo fueron reconocidos una década después.

Este pequeño clásico de la historia de la medicina suele ponerse de ejemplo en las facultades para defender que, dentro de la ciencia, prima la experiencia observada metódicamente sobre la teoría. Y, en el contexto pandémico actual, se usa para defender el hecho de que se estén probando y usando muchos medicamentos que aún no han alcanzado una evidencia científica de máximo nivel (algunos, con buenos resultados, como veremos).

La ivermectina está siendo ampliamente usada en varios países desde hace meses sin contar aún con resultados de ensayos clínicos controlados

Dicho de otra manera, circunstancias desesperadas requieren pruebas desesperadas, que no serían suficientes en una situación normal. Es lo que ocurrió, por ejemplo, con la penicilina, descubierta por Fleming ya desde 1928, pero que necesitó de una guerra mundial para poder usarse en la primera paciente, en 1942. Hasta entonces, se trataba de una droga oscura y experimental, cuyos resultados iniciales habían sido desiguales e incluso poco prometedores.

Eso sí, poca evidencia no es lo mismo que ninguna evidencia, y todos los medicamentos que se están probando actualmente para combatir la covid-19 tienen soporte científico preliminar de algún tipo. ¿De qué naturaleza es este soporte? ¿Cuánta esperanza podemos albergar de que llegue un tratamiento efectivo antes de una posible vacuna? No hay en este artículo espacio para demasiadas sustancias, de modo que analizaremos, de momento, tres de las más interesantes: Ivermectina, interferón y dióxido de cloro, y veremos de pasada algunas que han generado menos debate, como la dexametasona.

Ivermectina e interferón beta: los más cercanos

¿Cómo es posible que, tras más de medio año de pandemia, se hayan usado (y se sigan usando) todo tipo de medicamentos, sin que la mayoría de ellos haya demostrado el máximo nivel de evidencia contra la covid-19? Principalmente, porque este nivel de evidencia (un ensayo clínico aleatorizado, con grupo control y doble ciego, publicado en revistas revisadas por pares) requiere una gran cantidad de recursos y, sobre todo, de tiempo. Justo lo que no tenemos en una situación de pandemia, en la que casi cualquier enfermo con pronóstico complicado preferirá un tratamiento experimental a nada, especialmente si los efectos secundarios del tratamiento son leves.

¿Pero en qué se han basado los médicos a la hora de usar tratamientos experimentales como la ivermectina, hidroxicloroquina, dexametasona, plasma con anticuerpos, dióxido de cloro y un largo etcétera? Se han basado en que estas sustancias han demostrado seguridad a ciertas dosis (normalmente al usarse en otras enfermedades), y en evidencia preliminar de efectividad contra la covid-19.

¿Y qué entendemos en medicina por "evidencia preliminar? Principalmente, ensayos en laboratorio con células ("in vitro"), ensayos controlados con animales o sus embriones ("in vivo"), casos clínicos concretos y estudios de grupos de casos. Es decir, estadios medios y bajos de lo que se conoce como "pirámide de la evidencia". 

 

Pirámide de la evidencia científica. Fuente: Gilberto Vizcaíno, La estadística al alcance del médico. Análisis crítico de los ensayos clínicos, pág. 70.

La ivermectina es un ejemplo de medicamento que está siendo ampliamente usado en varios países desde hace meses sin contar aún con resultados de ensayos clínicos controlados que avalen su eficacia en esta pandemia. Pero su expansión en Latinoamérica es tal que hasta el expresidente colombiano Álvaro Uribe llegó a tomarlo para tratar la covid-19.

No era más que un antiparasitario hasta que se demostró que bloqueaba en 48 horas al nuevo coronavirus en cultivos celulares en laboratorio, sin observarse toxicidad para las células. Sin embargo, replican otros científicos, las dosis usadas para lograrlo fueron muy altas, multiplicando por más de cien las aprobadas como seguras por la agencia regulatoria estadounidense FDA, que llegó a sacar una alerta en contra de su uso.

Ante la desesperación de no tener nada, la primera respuesta de los médicos ha sido probar medicamentos ya ampliamente conocidos y usados para otras enfermedades

Pese a que la ivermectina mostró ser segura en este ensayo a dosis diez veces más altas que las recomendadas por la FDA, todavía habría que aumentar la dosis otras diez veces para llegar a la cantidad que fue efectiva in vitro. Esto, argumentan los críticos, podría ser algo arriesgado si no se prueba antes en animales, pues podría generar neurotoxicidad y otros efectos secundarios. No se sabe con certeza. Hay, por ello, más de 30 ensayos clínicos en marcha que incluyen la ivermectina (habitualmente en combinación con otras sustancias) para tratar la covid-19. Entre ellos, un ensayo en fase 3 que ya está completado y cuyos resultados deberían aparecer pronto.

La ivermectina es un ejemplo paradigmático de lo que está ocurriendo en esta crisis: ante la desesperación de no tener nada, la primera respuesta de los médicos ha sido probar medicamentos ya ampliamente conocidos y usados para otras enfermedades, y que además habían comenzado a investigarse también contra la pandemia de ébola. Es lo que ocurrió con la hidroxicloroquina, un medicamento contra la malaria que, finalmente, parece no estar dando resultados esperanzadores.

Pero, a medida que pasa el tiempo, también se está recurriendo a tratamientos descubiertos más recientemente, como la inmunoterapia. En este sentido, el interferón beta por vía inhalada sí es uno de los pocos medicamentos que ya cuenta con un ensayo clínico controlado concluido con éxito, aunque aún no ha sido revisado por pares. Este ensayo, promovido por una pequeña empresa farmacéutica británica, muestra una impresionante disminución del 79% en la mortalidad y en la necesidad de intubación de los pacientes.

Los interferones son una sustancia natural que elaboran los glóbulos blancos ante el avance de un virus, pero el SARS-CoV-2 parece haber logrado defenderse de ellos inhibiendo su producción. Ahora, las empresas que investigan con interferones fabrican algunos tipos artificialmente, que después prueban a administrar por vía intravenosa o inhalada. Hay, al menos, otros 27 ensayos clínicos en marcha con interferones, que podrán corroborar (o no) estos datos.

Eso sí, contrariamente a lo que pueda pensarse, tratamientos de inmunoterapia como este también producen efectos adversos: fatiga, náuseas, pérdida de peso, toxicidad hematológica y problemas psiquiátricos como depresión, entre otros. Además, el interferón puede ser nocivo en fases avanzadas de enfermedades como la covid-19, que está mostrando peligrosas sobrerreacciones inmunitarias.

La dexametasona es precisamente un medicamento ideado para contener la mortal tormenta de citoquinas que puede generar nuestro sistema inmune en casos muy graves de covid-19. Y parece haber mostrado resultados sólidos, reduciendo hasta un tercio la mortalidad en los pacientes intubados. En cuanto a sus limitaciones, está el no haber logrado efectos positivos hasta fases graves, por lo que aquellos que lleguen a tratarse con dexametasona aún habrán sufrido una enfermedad penosa y sus secuelas.

Dióxido de cloro: el fruto de la discordia

El dióxido de cloro está usándose ampliamente en América Latina de forma más o menos clandestina contra la covid-19. Bolivia es el epicentro de su consumo, donde hasta un alcalde afirma haber librado a su ciudad de este virus gracias a él. De momento, solo ha sido autorizado formalmente en el departamento de La Paz, donde está siendo fabricado y distribuido por la Universidad Pública de El Alto.

Usado previamente para potabilizar agua, ahora está siendo ingerido disuelto en agua y con el nombre de CDS (ChlorineDioxideSolution). Se trata, con diferencia, de la sustancia más polémica, la que lleva más esfuerzo investigar y más espacio explicar. Porque hay un debate tan fuerte y enconado que es casi imposible basarse en fuentes secundarias fiables, y muy difícil tratar el tema con rigor.

Por un lado, lo defiende una amalgama muy heterogénea de gente, desde personajes del famoseo y políticos, a reputados científicos y médicos en primera línea de covid. Por otro lado, lo ataca fervientemente otra amalgama variada, desde youtubers y agencias verificadoras, a ilustres profesores. Es habitual desconfiar de los personajes mediáticos sin cualificación. Pero lo cierto es que ninguno de los detractores o defensores actuales es especialista en metodología de la investigación médica, por mucho que los títulos en ciencias naturales suelan impresionar a quienes no los tienen.

La mayoría de los estudios se refieren al poder biocida del dióxido de cloro en superficies, sin importar el efecto tóxico que tenga en las células que lo albergan

Ambos mezclan argumentos científicos con lugares comunes. Quedémonos, pues, con lo mejor de cada bando, y no con anécdotas sensacionalistas de curación o intoxicación. ¿Cuál es la evidencia que aportan? Por un lado, los detractores suelen remitir a los comunicados emitidos contra el producto por las agencias regulatorias, especialmente la FDA estadounidense, que alerta de graves riesgos por su consumo.

Los defensores responden que estas agencias no aportan estudios científicos que avalen la toxicidad del dióxido de cloro a las dosis y concentraciones que lo toman (hasta 2mg. de dióxido de cloro en un vaso de agua en diez tomas diarias), y en eso tienen razón. La FDA y las demás agencias sanitarias no citan estudios ni especifican las dosis tóxicas.

Pero la EPA sí lo hace aquí (pág. 2), y no recomienda al público una dosis mayor que la usada para potabilizar agua (en torno a 0,018 mg. por kg. de peso corporal al día), a partir de más de 25 estudios realizados en ratones, ratas, monos y humanos para comprobar la seguridad del dióxido de cloro por vía oral.

Ahora, replican los defensores, la propia EPA reconoce, en ese mismo estudio, que no se detectó ningún efecto adverso hasta que no se alcanzó una dosis de 6mg. por kg. de peso corporal al día. Incluso habla de una dosis NOAEL (sin ningún efecto adverso observado) de 3mg. por kg. de peso al día. Y los protocolos que difunden los consumidores de dióxido de cloro no llaman a tomar más de 1 mg. por kg. de peso al día, diluido en agua.

También arguyen los defensores que este ensayo clínico controlado avala la seguridad del clorito sódico (el producto base del dióxido de cloro) en humanos con dosis aún más altas (de hasta 120 mg. en media hora por vía intravenosa). Este ensayo clínico que citan también es real y de alta calidad, y explicaría la miríada de testimonios de gente que lo consume sin reportar los terribles efectos que anuncia la FDA.

Es habitual que muchas personas den propiedades curativas a productos inocuos, pero es mucho más raro que lo hagan con productos que realmente sean tóxicos. Por ello, estos comunicados alarmistas y poco fundamentados de las agencias regulatorias provocan, lamentablemente, un gran descreimiento hacia ellas en el entorno de consumo del CDS, contribuyendo a alimentar todo tipo de teorías conspirativas.

Así, muchos defensores del CDS pasan a creer que, en realidad, se trata de un medicamento ya ampliamente estudiado pero oscuramente silenciado, que garantiza la curación de casi cualquier enfermedad, lo que no es cierto. Y comparten largas listas de artículos científicos que mencionan el producto, a menudo sin leerlos (los detractores tampoco lo hacen).

Nosotros sí hemos leído prácticamente toda la literatura científica seria al respecto y hemos explicado en este documento los artículos relevantes. Resumiendo mucho, esto es lo que hemos encontrado sobre las posibilidades curativas del CDS (siempre sin salir de la mencionada pirámide de evidencia médica):

Por un lado, la mayoría de los estudios se refieren al poder biocida del dióxido de cloro en superficies, sin importar el efecto tóxico que tenga en las células que lo albergan. Pero la profesora Karina Acevedo muestra aquí los resultados de un reciente estudio in vivo que acaban de terminar en la Universidad Autónoma de Querétaro. En él, el dióxido de cloro a dosis bajas redujo en un 60% la mortalidad de embriones de pollo inoculados con coronavirus aviar respecto al grupo control. 

Se basa, a su vez, en varios estudios in vitro que detectan un poder antiviral del dióxido de cloro sin dañar a las células, como este y este. ¿Y cómo es que un desinfectante a ciertas dosis no daña las células? La hipótesis que plantean este y este estudio es que las células, por su tamaño y composición, tienen mucha mayor cantidad de ciertos antioxidantes (como el glutatión) que permiten paliar el estrés oxidativo que produce el ClO2, mientras que los virus y bacterias no pueden defenderse y perecen en segundos.

Ahora bien, pese a lo que afirman ciertos defensores del CDS, aún no hay ningún ensayo clínico en humanos con grupo control que avale la eficacia del dióxido de cloro. Aunque sí hay un estudio de casos clínicos no controlado (parte media de la pirámide de evidencia) con 104 pacientes, que remitieron sus síntomas de COVID tras 3 o 4 días de consumo de CDS.

Y también están apareciendo cada vez más reportes de casos clínicos que dan cuenta de su posible eficacia contra la COVID-19. Por ejemplo, los que muestra la Dra. Rita Denegri de administración de CDS por vía oral, o los de pacientes más graves tratados por el Dr. Sandro Moncada por vía intravenosa. También hemos podido acceder a las historias clínicas, análisis y tomografías de dos casos tratados por el Dr. Manuel Aparicio.

Por último, el TCDO, uno de los desinfectantes a partir de las cuales se produce dióxido de cloro, ha sido probado como medicamento en varios ensayos clínicos controlados y aleatorizados, mostrando eficacia como inmunomodulador en casos de SIDA y cistitis hemorrágica, por ejemplo.

En definitiva, no hay una evidencia definitiva de la eficacia del dióxido de cloro, pero sí cierta evidencia preliminar y prometedora, al igual que ocurre con muchas de las sustancias que se están probando y usando contra la covid-19. Entonces, ¿por qué en este caso hay un debate tan enconado?

Más allá de la evidencia, ambos grupos tienen importantes argumentos. A los defensores les enfada que, en situación de emergencia sanitaria, en muchos países se prohíba su uso compasivo y se pongan trabas a la investigación (solo en Bolivia se están autorizando ensayos clínicos, que se sepa). A los detractores les causa desconfianza el hecho de que se trate de un desinfectante, que se diga que cura muchas patologías distintas, y que una parte de sus defensores aprovechen el producto para promocionar todo tipo de teorías.

En base a este tipo de argumentos, seductores pero no basados en ensayos científicos, los detractores han incluido al CDS en el campo de las pseudoterapias, quizá apresuradamente. En medio, los científicos y médicos que defienden la realización de investigaciones para salir de dudas, reciben fuego cruzado.

Merece la pena, en esta línea, escuchar de nuevo a Karina Acevedo, catedrática de virología y doctora en ecología molecular por la universidad de Cambridge, hablando del dióxido de cloro: "Tratemos de mantener una actitud abierta y lo más neutral que se pueda en términos de elaboración de la literatura científica. Sé que va a haber gente que va a ser super difícil sacarlos de la postura y están más bien en un aspecto de fe. Fe y ciencia son dos áreas completamente distintas, no hay manera de discutir una con la otra."

Unos tienen fe en su propia experiencia, otros tienen fe en lo que dicen las agencias reguladoras. La experimentación científica no ha logrado en varios siglos acabar con la fe, ni tampoco está libre de dogmas teóricos como el que condenó a las parturientas de Semmelweis. Pero es la única que podrá ofrecer, si hay suerte, una cura para la covid-19.

 

(*) Luis Prieto Valiente es doctor en medicina (bioestadística) por la Universidad de Oxford. Ha sido profesor de bioestadística aplicada a la investigación médica en instituciones como la Universidad Complutense de Madrid, la Universidad Autónoma de Madrid o el Instituto Carlos III. Es fundador del primer Servicio de Bioestadística Médica de un hospital español y cuenta con más de 200 aportaciones científicas en revistas y congresos médicos. Actualmente es catedrático de metodología de la investigación en la UCAM.

 

(*) Jorge Gaupp es doctor en filosofía y letras hispánicas por la Universidad de Princeton. Su tesis doctoral estudia la divulgación y discusión científica y filosófica llevada a cabo por el movimiento libertario a inicios del siglo XX en España.


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