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31.8.20

Los cimientos del régimen de Lukashenko se tambalean

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Por Ruth Ferrero-Turrión (*)

La ciudadanía bielorrusa quiere cambios, elecciones libres y competitivas, libertad de prensa, de expresión y de manifestación.

Nuevos vientos soplan en Bielorrusia. Al igual que antes en otros países la población ha decidido que el régimen no democrático tiene que llegar a su fin. Es el mayor desafío al que se enfrenta Lukashenko desde su llegada al poder en 1994. Aunque en 2011 ya hubo atisbos de movilización, es esta la primera vez que se observan protestas masivas por todo el territorio y una importante pérdida de legitimidad del régimen, lo que podría hacerlo caer en el medio plazo.

La pandemia de la covid-19 o, mejor dicho, su gestión, está acelerando las protestas contra regímenes que no pueden ser calificados como democráticos. En el caso de Serbia o de Rusia se trata de autoritarismos electorales, donde el partido en el gobierno tiene capturado al Estado, controla todos los poderes, limita las libertades y donde la figura del líder (Vucic y Putin respectivamente) se identifica con el Estado, pero donde todavía existen fuerzas políticas y sociales que pelean por revertir la situación y mantienen representación en los parlamentos. Sin embargo, en Bielorrusia lo que está vigente es un régimen autoritario de manual, en el que las últimas elecciones competitivas tuvieron lugar en 1994, donde la oposición no tiene ni un solo escaño en la Asamblea Nacional y todavía está vigente la pena de muerte.

Pero ¿cómo es posible que un régimen de estas características haya sobrevivido a todos los cambios políticos, económicos y sociales que han acontecido en la región desde la disolución de la URSS en 1991? La respuesta se encuentra en la política económica y la habilidad política de Lukashenko. Durante años el país se ha sostenido sobre la continuidad del modelo de economía dirigida y centralizada subsidiada por Rusia. De este modo, durante los años 90 el país no tuvo que atravesar el proceso de transición económica hacia la economía de mercado que tan dura fue en muchos de los países exsoviéticos. Gracias al mantenimiento del modelo industrializador estalinista, en el que tres cuartas partes de la economía dependen del sector público, especialmente de las industrias pesadas heredadas del periodo soviético, subsidiadas, ineficientes, no competitivas y altamente dependientes del mercado ruso, fue posible el mantenimiento del pleno empleo y la estabilidad económica, lo que favoreció el liderazgo de Lukashenko y la implantación sin resistencia del modelo autoritario actual.

La crisis económica por la que atravesó el país en 2011 podría ser considerada como el principio del fin. En un afán por mantener su imagen de 'padre del pueblo', Lukashenko promovió el establecimiento de un salario mínimo de 500 dólares que llevó al país a una inflación de 109%, y que le hizo tener que recurrir a un aumento de las ayudas económicas rusas y, por lo tanto, a un incremento de su dependencia económica desde entonces.

El proceso de deterioro de las relaciones entre Moscú y Minsk, por el rechazo de este último a integrarse en la Federación Rusa y la percepción de Putin de falta de lealtad desde 2014 han hecho que Rusia comenzara a recortar las ayudas económicas y, en febrero de 2020, las subvenciones al petróleo. Esto hizo que los ingresos que obtenía el Estado procedentes de la reventa de petróleo ruso, así como la caída del precio del crudo durante la pandemia se redujeran de manera sustantiva. La ausencia de una economía competitiva y no dependiente forzó a Lukashenko a buscar nuevos aliados en China, la UE e, incluso EE.UU., si bien esas ayudas nunca han alcanzado a las rusas. Esto, junto a la mala gestión de la pandemia, ha puesto de manifiesto las enormes vulnerabilidades de un sistema insostenible que ha impactado de manera traumática en salarios y empleos.

Por tanto, el clima que se respiraba durante las fechas previas a la consulta electoral del 9 de agosto no era el más propicio al presidente Lukashenko, con una disputa abierta con Moscú, su mayor valedor históricamente. Tampoco ha ayudado la política de encarcelamiento de los líderes opositores. Estas elecciones, además, se presentaban como las más complicadas en años, ya que las distintas encuestas no oficiales mostraban una tendencia que no se había visto antes: la oposición subía de manera considerable a medida que la campaña electoral iba a avanzando. La labor de unificación de las fuerzas opositoras realizada por Svetlana Tijanovskaya, esposa de uno de los líderes encarcelados, es quizás, uno de los hechos distintivos que han favorecido la debilitación del régimen y, sobre todo, su pérdida de legitimidad.

Hay que tener en cuenta que la naturaleza de las protestas en Bielorrusia es diferente a la de otros países post-soviéticos. Se trata de una sociedad en la que no se encuentra pobreza extrema ni una desigualdad social extrema, tampoco existe un nacionalismo anti-ruso, ni divisiones étnico-nacionales que operen como catalizadores de la movilización.  En caso de una caída del régimen, la alternativa sería alguien con espíritu reformista como el opositor Babaryka, el mejor colocado en las encuestas antes de ser encarcelado y CEO de Belgazprombank, filial de Gazprom, o quizás alguien más pro-ruso.

En este escenario no parece factible una intervención rusa en el territorio; de hecho, cualquier movimiento en este sentido iría en su contra, ya que el 70% de la sociedad bielorrusa es favorable al formato actual de las relaciones entre ambos países. No estamos, en ningún caso, ante una situación similar al escenario ucraniano donde Moscú se arriesgaba a perder su influencia. Si de alguno, los escenarios de Armenia y Kirguistán serían los más próximos, y en ambos casos, Moscú se posicionó del lado ganador de la revuelta. Bielorrusia es un territorio que se encuentra dentro de la esfera cultural rusa y no hay nadie que ponga esto en cuestión. Por lo tanto, Rusia, sólo tiene que esperar y ver.

En cuanto a la UE, por el momento, no se ha visto ninguna estrategia específica en relación con Bielorrusia, más allá de la imposición de sanciones y el no reconocimiento del resultado electoral. Unas sanciones que ya fueron impuestas en 2010 por el encarcelamiento de opositores, y, una parte de ellas, levantadas en 2016, tras la colaboración demostrada por Lukashenko en la consecución de los Acuerdos de Minsk.  Este sería un buen momento para que la UE se replanteara su estrategia oriental en términos diferentes a los aplicados hasta la fecha, puesto que su objetivo de  alcanzar la estabilidad en la vecindad está lejos de conseguirse. La presión ejercida por parte de algunos de los Estados miembros, como Lituania, Suecia o Polonia, para una intervención política en Bielorrusia solo iría en su contra, y probablemente tampoco se alcanzarían los objetivos geoeconómicos perseguidos por estos Estados de ocupar el vacío potencialmente dejado por Rusia.

Bielorrusia sin duda se encuentra ante uno de sus mayores desafíos: poner en marcha un proceso de cambio político acorde con los tiempos y abandonar a viejos dinosaurios procedentes de lógicas políticas que ya no existen y que son incapaces de comprender la realidad que les rodea. Más allá de las razones geopolíticas, la ciudadanía bielorrusa quiere cambios, elecciones libres y competitivas, quiere libertad de prensa, de expresión y de manifestación y esto es algo que el régimen de Lukashenko no puede ofrecerle.

 

(*) Ruth Ferrero Turrión es profesora de Política Europea y Política Comparada de la UCM.Política e Investigadora Adscrita al ICEI (Instituto Complutense de Estudios Internacionales).


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