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La banana

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Por Esteban Valenti  (*)

(Del libro de cuentos "Insomnios", publicado en marzo del 2010 por Editorial Sudamericana)

Cualquier analogía con una peste, no es casual.

Los mecanismos del gigantesco telescopio funcionaban con la perfección de un reloj atómico. Luego de teclear en la computadora las coordenadas de posicionamiento, el techo corredizo de la cúpula metálica se deslizó con un leve zumbido y el enorme lente giró hasta situarse en el punto exacto.

Esa madrugada de julio del hemisferio austral, el cielo era límpido y helado en la cumbre de la montaña.

El doctor Walter Curtis se había empeñado en comprobar unas indicaciones recibidas esa noche por correo electrónico, provenientes de un colega de la Universidad de Upsala, ubicada en el otro extremo del planeta. No era la primera vez que le llegaban observaciones sobre el mismo tema.

Se había localizado un punto. Un punto en el espacio.

En la pantalla luminosa apareció la porción de espacio con gran nitidez. Curtis cuadriculó la imagen, de nuevo marcó otras coordenadas, y ese cuadrante -que antes tenía algunos centímetros en la pantalla- la ocupó enteramente. Repitió la operación y la zona a observar se hizo todavía más precisa y reducida.

Y allí estaba. Un punto oscuro, más oscuro que ese azul profundo y sin matices que tenía esa porción del espacio, resaltaba sobre el fondo.

Había otros cuerpos, pero el punto negro ahora era más visible. Le aplicó un calibre electrónico, midió sus dimensiones en la pantalla y casi simultáneamente hizo diversos cálculos automáticos y comparaciones con las indicaciones de sus colegas. Las diferencias eran mínimas, unas micras. La estimación que se tenía permitía presumir que se trataba de un asteroide de no más de 30 a 32 kilómetros de diámetro; no era por cierto un descubrimiento "celeste".

Curtis fijó todo en la memoria del sistema, anotó algunos comentarios en su bloc y se dispuso a volver a su cabaña, situada a pocos kilómetros del observatorio. La astronomía exige mucha paciencia y el profesor tenía paciencia de sobra.

Llegó a su tibia vivienda donde, antes de acostarse para completar sus horas de sueño, se preparó un té y leyó algunos diarios tempraneros que ya estaban en Internet. En la cama lo esperaba su esposa Betty, más tibia y mucho más dormida que todo el resto de la cabaña.

Una semana después, el astrofísico y astrónomo con varios doctorados en universidades de los Estados Unidos en su haber, reiteró su incursión madrugadora en el telescopio principal. Las mediciones le dieron una diferencia de apenas tres micras. Una insignificancia, pero si en una semana el punto había cambiado sus dimensiones, era notorio que se estaba acercando. También midió el desplazamiento en los cuadrantes y sin siquiera solicitarlo el programa le dio la dirección del movimiento y la distancia estimada del punto.

Todavía no era para preocuparse, pero había protocolos obligatorios que cumplir. No se contentó con registrar los datos en la planilla electrónica; además envió toda la información recabada a varias direcciones, incluyendo el origen de la observación en la universidad sueca.

Esa madrugada el sueño del profesor fue un poco menos profundo y despreocupado.

Dos meses después ya el punto tenía un número asignado, sus alternativas eran seguidas por varios observatorios y por el telescopio espacial, y se estaba constituyendo en motivo de abundante tráfico de correos electrónicos con textos e imágenes.

El acontecimiento no parecía tener nada de anormal, había sucedido en muchas otras oportunidades. Para estudiarlo se formaba simplemente una larga escalera que en todos los casos había terminado en un objeto que pasaba a varios años luz de la Tierra y se perdía en la inmensidad oscura, eterna, sin fin. ¿O tenía un fin?

K 2341, que así había sido identificado el punto, seguía creciendo, y ahora ya sus estudiosos disponían de parámetros sobre su velocidad, su distancia con relación a la Tierra e incluso los que les posibilitaban calcular su propia estructura y composición. Esa tarde los más destacados observadores y científicos en la materia mantuvieron una teleconferencia. La principal conclusión fue la necesidad de colocar el punto en un nivel de observación permanente y de alerta 5, el más bajo.

Pero el punto allí estaba y había que atenderlo.

El observatorio que contaba con los equipos y programas más completos sobre el particular se dedicó a incorporar los datos necesarios enviados desde los diversos puntos de observación. Cuarenta días después, los científicos podían describir en detalle la composición, estructura, peso, velocidad y temperatura del punto. Era una roca de 29.740 metros de diámetro en su parte más ancha, de forma casi esférica, con un peso de tres millones doscientas mil toneladas, y estaba compuesta por una variedad de minerales y metales muy raros y pesados. Algunos todavía no habían sido identificados. La temperatura del punto era extremadamente baja: por debajo de menos cincuenta grados centígrados. Aunque en solo setenta y siete días desde que las primeras imágenes fueron captadas había subido algunos grados en su aproximación al sistema solar.

Una semana después, dos institutos, en forma simultánea -en Rusia y Estados Unidos-, calcularon que de acuerdo con la trayectoria y la velocidad existían once posibilidades en cien mil de que el punto impactara la Tierra, aunque agregaron que el K 2341 tenía en su trayectoria algunos cambios bruscos y erráticos que había que seguir muy atentamente. Esos dos institutos fueron los que un mes después anunciaron que las posibilidades de impacto habían subido al uno por ciento y que recién en unos cien días podrían tener una estimación más precisa. Los protocolos indicaban que a partir de esa probabilidad debía darse intervención a las autoridades nacionales e internacionales. Fue enviado, por parte del primer instituto que estaba a cargo de la coordinación, un escueto informe al Secretario General de las Naciones Unidas, y en cada uno de los países de la red cada observatorio hizo lo propio. Ese nivel sólo había sido utilizado hacía doce años. Los informes terminaron, en todos los casos, en la mesa de alguna secretaria que los archivó -con diversos grados de prolijidad y tecnología- entre los miles de temas pendientes de ser considerados por sus jefes.

No sucedió lo mismo cuando los dos institutos informaron que las probabilidades de impacto -por primera vez desde que existía ese tipo de observaciones- había subido al 9% y que, por la velocidad del punto, en la peor de la hipótesis el impacto se produciría en 189 a 191 días. Allí los mensajes se hicieron un poco menos escuetos y su derrotero no fue directamente al archivo; en cada país y en consonancia con los diversos potenciales tecnológicos, comenzaron a formarse grupos de trabajo con integración de especialistas y mandos militares.

En un modelo matemático de simulación, el impacto de una roca de más de un millón de toneladas y a una velocidad de decenas de miles de kilómetros no dejaba ningún lugar a dudas o especulaciones: era sencillamente el fin.

Por mucho menos habían desaparecido los dinosaurios. Con semejante golpe, los seres humanos y la propia Tierra serían parte infinitesimal de la historia del universo. 

La noticia, que al principio circulaba en los corrillos científicos y en algunos ambientes políticos y militares del más alto nivel, llegó a la prensa con el mismo impacto que produciría la propia roca sobre el planeta. Ambos impactos fueron casi simultáneos, demostrando que las filtraciones a la prensa tienen leyes matemáticas que las rigen en todos lados. La única diferencia fue la horaria.

Durante aquel domingo de Pascuas el único titular, el solo comentario en todo el planeta fue la posibilidad del impacto de la roca. No importaba dónde; al contrario, los afortunados que la recibieran sobre la cabeza serían los que menos sufrirían: pasarían del estado sólido al gaseoso en un instante. El problema sería para los demás. ¿En cuánto tiempo desaparecerían las especies? ¿Todas sucumbirían? ¿Había alguna defensa contra este hecho bíblico o coránico? ¿Morirían también las cucarachas? ¿Se podía destruir la roca mediante bombas atómicas antes de que llegara?

Todos los especialistas fueron consultados por gobiernos, organismos internacionales y por la prensa. Fue una Torre de Babel de opiniones técnicas y teológicas. Las religiones, cada una a su manera, se aprestaron a elaborar su propia explicación y a ofrecer sus servicios. Hubo una corriente mística que sacudió el mundo en pocos días. Cientos de millones de nuevos devotos se sumaron a diversos cultos.

Se consultaron todas las bibliotecas de papel y electrónicas, con miles de años de conocimientos acumulados por los seres humanos, para buscar respuestas en alguna de las muchas disciplinas, corrientes filosóficas, sectas o religiones. Era una busca frenética. Seis meses pasan en un suspiro.

En otros ámbitos, los mayores expertos en las fuerzas misilísticas de todos los países que estaban dotados de esas tecnologías, pero sobre todo los expertos de Estados Unidos, Rusia y China se pusieron a cooperar febrilmente. Intercambiaban mensajes e información como nunca antes. El objetivo primero y básico: ver si alguna de las armas súper sofisticadas que se habían construido para destruir el planeta podían servir para salvarlo.

La clave era que los misiles más potentes pudieran ser apuntados hacia el espacio y alcanzar una altura suficiente para explotar lejos de la Tierra y destruir el punto, la roca. Los fabricantes, los programadores, los científicos se pusieron a trabajar en forma coordinada y a un ritmo desconocido hasta ese momento. La solución no se presentaba fácil. El problema era el alcance de los cohetes: estaban hechos para combatir según las dimensiones de la Tierra.

Algunos sistemas de armas muy sofisticados y desconocidos hasta ese momento salieron a relucir, pero todos tenían la misma limitación: estaban destinados a matar gente, con mayor o menor daño hacia las cosas. Pero ese no era el problema, la roca se encargaría de la matanza con mucha eficiencia; ahora se trataba de destruir un objeto inanimado, oscuro, inerte y pesado que se aproximaba velozmente y que subía de temperatura cada día. El sol generoso le proporcionaba su tibieza. Los nuevos cálculos estimaban que, entre el impacto en la atmósfera y su pasaje relativamente cercano al sol, su composición determinaría que al llegar a la superficie de la Tierra se encontraría entre los 900º y los 2.200º centígrados. En algunos días los cálculos podrían ser más precisos. Nadie se preocupó mucho por esas variaciones térmicas. Los especialistas del calentamiento global estaban en ese momento ocupados en otras disciplinas.

Se convocó de apuro una conferencia entre los más importantes científicos de todas las disciplinas, a llevarse a cabo en Nueva York por la variedad y cantidad de traductores y restaurantes disponibles. Mientras el cónclave de sabios analizaba todas las alternativas y posibilidades, otros se concentraban en ver nuevamente todas las películas que sobre ese tema y otras variantes se habían producido, para entender si había alguna idea útil y posible.

En la gran sala de la Asamblea General de las Naciones Unidas reinaba un clima muy diferente del de los miles de sesiones anteriores. Otras eran las urgencias; menos los discursos y las metas milenarias. Por el contrario, muchas eran las computadoras, los cálculos y sobre todo las propuestas e ideas. Algunas algo locas.

Algunos tuvieron la mala idea de invitar a ciertos filósofos que cada tanto se sucedían en la tribuna para formular nuevas preguntas, citar autores pretéritos y convocar toda la sabiduría acumulada por la humanidad.

Los traductores tenían serias dificultades: acostumbrados al lenguaje repetitivo y específico de diplomáticos y funcionarios internacionales, no lograban percibir los matices de los discursos de esos desprolijos personajes que hablaban de la materia, la cultura, la energía y sus contrarios. Y, para colmo, parloteaban sobre las dudas existenciales y definitivas de la humanidad.

Las traducciones fueron pálidos reflejos del filosofar acumulado en ese instante por las sociedades modernas, o post modernas, o como se las comenzaba a llamar desde hacía algunos días: las sociedades finales.

Había de todo en ese ambiente de fin de una época, o mejor dicho, de caída del Imperio romano, pero en esta vuelta de la historia, con toda la población incluida, en manos de los hunos y los ostrogodos embriagados y furiosos, encarnados en la roca navegante.

Los más libidinosos dieron rienda suelta a sus más bajos instintos y encontraron a sus contrapartes tan o más entusiasmadas que ellos. Se conocieron los casos de incestos y de violaciones voluntarias más escandalosos de la historia. Al menos de la que era consultable en esas circunstancias.

Los museos abrieron sus puertas gratuitamente a todos los visitantes para que pudieran apreciar por última vez toda la belleza y todos los misterios de la creación de varios milenios de civilizaciones. En poco tiempo se agotó el entusiasmo.

Comerciantes e industriales inescrupulosos se abocaron a vender refugios de última generación con garantía de resistir el impacto. No resistían si este era directo, en un radio de cien kilómetros a la redonda. Pero fuera de esta pequeña porción de territorio, ofrecían seguridad para familias de hasta diez personas. Se vendieron como pan caliente, incluyendo grandes depósitos de agua, recicladores de los fluidos humanos y enormes cantidades de alimentos.

Los compradores en todo el mundo no se preocuparon de leer los informes en los cuales se anunciaba que el cambio climático producido por el desplazamiento de la órbita terrestre consumiría toda forma de vida conocida, en el plazo de algunas semanas. Los aparatos de aire acondicionado que acompañaban los refugios difícilmente podrían soportar un aumento de entre 100 y 200 grados y en ascenso constante. Pero el mercado era el mercado, y los inventores, productores y vendedores, en los más diversos países, de los refugios -algunos comercializados con nombres bíblicos tan creativos como "El arca", o "El nuevo Noé"- se hicieron multimillonarios. No se conoce hasta el momento si alguno de los involucrados en el negocio instaló para sí mismo y su prole este tipo de mercancía. La mayoría se dedicó a gastar el dinero frenéticamente.

En la tercera serie de mediciones de aquel día de febrero las alarmas sonaron con mucha más fuerza. La roca había trazado una ruta constante y ahora las posibilidades eran de que se produjera un impacto el 22 de junio, a las 14 horas y 37 minutos, a una velocidad de 6.000 kilómetros por hora, en una determinada zona del océano Pacífico. Ahora con un índice de probabilidades del 88%.

En pocas horas la noticia circuló por todo el orbe. Incluso los más empedernidos optimistas, los que se habían tomado los anteriores anuncios a la chacota, cambiaron de humor.

En todas las latitudes la gente calculaba minuto a minuto qué harían con su tiempo hasta el momento final. En Broadway, en Piccadilly Circus, en la Plaza Roja, en los Campos Eliseos y sobre el Coliseo se colocaron impresionantes relojes que marcaban la cuenta regresiva. Al principio corrían a la velocidad de centésimas de segundo, luego todos comprendieron que era mejor enlentecer la cosa, así que cambiaban cada hora. Fueron esponsorizados por una famosa marca de relojes japoneses. Con excepción del que se instaló en medio del lago Lemán, frente a la ciudad de Ginebra, con sus diversas sedes de organismos internacionales. Ese era suizo.

Las religiones tradicionales y monoteístas se vieron amenazadas por una invasión de sectas e incluso por la reaparición de religiones antiguas y desaparecidas. Dioses como Amón, Atón, Júpiter convocaron como antaño a hordas de seguidores. Las divinidades eran idolatradas junto con todo el panteón de sus acompañantes.  

La apariencia de que el mundo seguía normal a pesar de ser una ruta de colisión con la roca se hacía cada día más difícil de sustentar. Las empresas continuaban sus actividades pero con cada vez menos personas, así que las calificadoras de riesgo introdujeron un nuevo indicador en sus definitivas e inapelables sentencias: porcentaje de trabajadores en activo voluntario. Las acciones en Wall Street comenzaron a caer estrepitosamente, aunque el rito seguía y cinco días por semana a la misma hora sonaba la campana y con un entusiasmo decreciente los operadores ponían en venta y compraban todo. Como es fácilmente comprensible, había empresas en baja y otras en alta. Las empresas de seguro se precipitaron en caída libre, mientras las pompas fúnebres escalaron la estratosfera bursátil.

El mercado a futuro de Chicago y de Londres tuvo una leve alteración, las cotizaciones eran todas por entregas hasta el 21 de junio; los más arriesgados incluían algunas horas matinales del 22 de junio.

Se desplomó el precio del petróleo: desde sus trescientos treinta dólares el barril de antes de la crisis -o de "la roca" como todos llamaban a aquel acontecimiento-, pasó a comercializarse a 30 dólares el barril. No todo era para mal, al menos el espectro del agotamiento de los yacimientos de crudo no era ya un problema. Lo mismo exactamente sucedió con las propiedades situadas muy cerca del mar, que en los últimos años habían experimentado un lento e inexorable declive en su valor de tasación ante la posibilidad -ya concretada en algunas zonas- de que el ascenso de los mares las invadiera. El lento calentamiento global, los protocolos de Kioto y de Poznan eran un vago y lejano recuerdo. Ahora el mundo entero echaba humo por la velocidad a la que marchaba hacia el desastre y la improbable salvación.

Una expedición espeleológica en las profundidades de Alaska descubrió una caverna muy profunda y decidió difundir la información. En pocos días las carreteras se atascaron por el tráfico que desde todos los Estados Unidos y Canadá se dirigía hacia el helado punto cercano al estrecho de Bering. Todos los viajeros llevaban abundantes provisiones y abrigos.

En Hollywood se firmaron dos contratos para realizar y distribuir dos súper producciones de cine "catástrofe", que buscaban reflejar la enormidad de lo que se aproximaba, para que millones de espectadores no perdieran de vista una visión global del tema y no quedara todo reducido al impacto personal y familiar. Los dos equipos de producción se pusieron a trabajar febrilmente. El asunto era poner las películas en los cines en tiempo récord. Tenían una ventaja: todas las distribuidoras se concentrarían y competirían solo por esas dos películas. En la India decidieron no quedarse atrás y lanzaron su propio filme sobre la inminente catástrofe.

Cuando faltaban todavía algo más de treinta días para el impacto -que ahora tenía un nivel de probabilidades del 99,8%- y hasta las casas de apuestas en todo el mundo habían dejado de levantar jugadas a favor de la roca, al alcanzar una desproporcionada relación de una ganancia de un dólar por cada millón apostado, sucedió algo inesperado. Algo que -precisamente por ser inesperado- no había sido previsto por ninguno de los especialistas, ni los astrofísicos, ni los políticos o los militares, o los comentaristas y analistas, y ni siquiera por la inmensa mayoría de los filósofos.

Se paralizó el mercado.

Así de simple. No solo coincidió con que Wall Street dejó de funcionar ese mismo día, sino que todas las transacciones electrónicas y hasta las más elementales se paralizaron. Ni siquiera el trueque vino a sustituir esa enormidad. Así que tres semanas antes de que la roca, en una de sus caprichosas volteretas, doblara en ángulo recto para dirigirse hacia la oscuridad infinita del universo y se alejara de la Tierra, el daño ya estaba hecho y era irreparable. El mercado explotó por los cuatro costados y en todo el planeta, y en solo siete días se devoró a todos los habitantes humanos de la Tierra. Así que los animales y las plantas siguieron tan campantes ignaros del peligro que los había amenazado e invadiéndolo todo: grandes y pequeñas ciudades, vías del ferrocarril, aeropuertos, cines, museos y prostíbulos.

Y no quedó nadie para relatar el reinicio de todo a partir de un mono, que tuvo la genial idea de intercambiar una banana por una caricia. Entre monos.

 

(*) Periodista, escritor, director de UYPRESS.NET y de BITACORA.COM.UY. Uruguay


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