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Virus y hegemonía. Las lecciones de Wuhan

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Por Mike Davis (The Nation) (*)

Si no empezamos ya a debatir una respuesta democrática a la pandemia, nos arriesgamos a ceder el liderazgo a los tiranos.

Un nuevo artículo de la revista Infection analiza las razones que están detrás del aparente éxito de China a la hora de sofocar la primera oleada de la COVID-19. La draconiana cuarentena de Wuhan y las ciudades vecinas, junto con las restricciones para viajar dentro del país, frenaron drásticamente la transmisión al resto del territorio. Esto permitió que miles de médicos, enfermeros y personal de emergencia de toda China se desplazaran hasta Hubei, donde encontraron la cantidad necesaria de test de prueba, respiradores, equipo de protección y camas que les permitió atender al gran número de casos críticos.

Cuando reconozcamos los logros de China deberíamos evitar aprender la lección equivocada: la capacidad del Estado para actuar de manera contundente en caso de emergencia no requiere eliminar la democracia

Según los informes chinos, que ha corroborado la OMS, el número de casos no ha superado el millón del total de 57 millones de personas que habitan en Hubei: una tasa de morbilidad de solo el 2%, muy inferior a la que se esperaba. Por el contrario, el gobernador de California, Gavin Newsom, acaba de escribir al presidente Trump para informarle de que los expertos de su estado prevén una tasa de infección del 56% (25,5 millones de casos) durante las próximas ocho semanas.

Lógicamente, podría pasar que China relaje la cuarentena y envíe a sus trabajadores de vuelta a las fábricas y la infección regrese con toda la fuerza, en ausencia de una vacuna. De hecho, ya hay indicios de que esto podría estar pasando, puesto que los ciudadanos chinos están trayendo la infección de vuelta al país de lugares como Italia y otros. Los tres países asiáticos que, al igual que China, contuvieron los brotes locales (Taiwán, Singapur y Corea del Sur) se enfrentan ahora a la misma amenaza inminente. Pero al haberse ganado la confianza pública, lo más probable es que las medidas para controlar la segunda oleada sean mucho más agresivas, aunque tengan un altísimo coste económico.

El espectacular éxito de China, aunque sea temporal, ha sido atribuido por muchos periodistas occidentales y funcionarios estatales al hecho de que es un estado de vigilancia cuasitotalitario. La mejor prueba está en la temprana reacción de los burócratas municipales para ocultar datos clave y silenciar a la prensa. Pero eso no refleja ni mucho menos el panorama completo.

Como destacó hace unos días el senador republicano de Luisiana, Bill Cassidy, un gastroenterólogo con una larga trayectoria, los científicos médicos chinos se han mostrado brillantes a la hora de compartir rápidamente con el resto de la comunidad médica internacional toda la información crucial. De hecho, el flujo constante de informes y estadísticas se ha convertido en la base informativa que guía la lucha contra el virus en casi todo el mundo. Puedes visitar la página de los Institutos Nacionales de la Salud, sección COVID, y verlo por ti mismo.

Al mismo tiempo, China y Cuba son los dos únicos países que están demostrando estar a la altura de las circunstancias y están proporcionando una considerable ayuda médica a los países más pobres. Los médicos internacionalistas de Cuba llevan décadas siendo los primeros en llegar a los lugares del tercer mundo donde ha habido peligrosos brotes, y hasta sufrieron numerosas bajas en las recientes batallas contra el ébola en África occidental. Ellos son una fiable fuerza de choque y los chinos aportan la artillería pesada: una ristra de expertos médicos, test de prueba, equipos de protección, etc.

Mientras las naciones europeas hermanas de Italia, en lo que podría suponer el golpe final al proyecto europeo, han cerrado sus fronteras y rechazado compartir sus suministros médicos, China está preparando una impresionante operación de rescate, vagamente coordinada con Rusia.

Resulta evidente que Pekín está jugando a la hegemonía política y lavando su imagen en un momento en el que Washington ha colgado en la Estatua de la Libertad el cartel de "manténganse lejos y no llamen", y la Organización Mundial de la Salud está paralizada por la falta de acción de los gobiernos occidentales. Para un granjero liberiano o para una madre keniata, y también para una persona mayor italiana que esté encerrada en un piso, lo que importa no son las promesas sino las mascarillas, la medicina y el mayor número de médicos sobre el terreno.

Sin embargo, cuando reconozcamos los logros de China deberíamos evitar aprender la lección equivocada: la capacidad del Estado para actuar de manera contundente en caso de emergencia no requiere eliminar la democracia. A pesar de lo que afirman numerosos bustos parlantes, meter a un millón de uigures en campos de reeducación no era una condición previa necesaria para sofocar el coronavirus en Hubei, ni tampoco demostró ser decisiva la práctica de vigilar a todos los peatones no obedientes en las ciudades chinas para puntuar su "crédito social" durante la cuarentena nacional.

Aun así, es inevitable que los líderes de derechas de la Casa Blanca, Downing Street, Beit Aghion y demás lugares aprovechen la ocasión, igual que hicieron con el 11-S, para arrogarse nuevos poderes autoritarios, explotando las consecuencias de su propia falta de acción y su desastroso liderazgo, con el objetivo de asentar nuevos precedentes que les permitan cerrar espacios públicos, prohibir reuniones y hasta suspender elecciones.

Por ese motivo necesitamos debatir posibles modelos democráticos que nos permitan ofrecer una respuesta eficaz a las plagas presentes y futuras, unos modelos que movilicen el valor popular, que otorguen el mando a la ciencia y que utilicen los recursos de un sistema integral de cobertura médica universal y medicina pública. De lo contrario, les estaremos cediendo el liderazgo en esta época de constantes emergencias a nuestros tiranos.

 

Este artículo se publicó en The Nation.

(*) Mike Davis, redactor de The Nation, es escritor, historiador y activista político. Su próximo libro, Set the Night on Fire: L.A. in the Sixties, coescrito junto a Jon Wiener, se publicará en abril.

Traducción de Álvaro San José.


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