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Refugios del miedo: el oro y el papel higiénico

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Por Andy Robinson (*)

El oro plasma los temores más conservadores de quienes - eternamente preocupados por la inflación que no existe y la hiperinflación que nunca vendrá- odian las últimas medidas de los bancos centrales de expandir hasta el límite la oferta monetaria.

Impulsado por una avalancha de la demanda, el precio de la onza troy de oro se ha disparado hasta los casi 1.700 dólares, muy próximo al precio récord de casi 1.900 dólares alcanzado en septiembre del 2011, durante aquella terrorífica crisis financiera y, concretamente, frente a la posibilidad de que todos los ahorros en euros se desvanecieran en el aire por la implosión de la unión monetaria.

Ahora el microscópico Covid-19 está sembrando un miedo aún más apocalíptico que el que infundieron los brokers de Wall Street y la City. Esta frase de un comerciante de lingotes de oro radicado en la ciudad británica de Birmingham, y citado en un artículo del Financial Times titulado Gold bars in short supply due to coronavirus disruptión, tal vez nos permita penetrar en la psicología del miedo de la pandemia: "Básicamente estamos vendiendo todo en el instante en el que vemos existencias ... pero no llega lo suficiente.. es un poco como el papel higiénico", explica el director de Birmingham Bullion.

Es la paradoja del metal precioso más codiciado y el producto utilitario más banal. Desde un punto de vista psicoanalítico, el oro y el papel higiénico parecen jugar el mismo papel en tiempos de pánico como estos. Son un refugio del caos. Y por supuesto es un refugio escatológico, anal en el sentido freudiano, de quienes buscan el sosiego y la seguridad.

Es más, el oro plasma los miedos más conservadores de quienes - eternamente preocupados por  la inflación que no existe y la hiperinflación que nunca vendrá- odian las últimas medidas de los bancos centrales de expandir hasta el límite la oferta monetaria y monetizar la deuda. Para  los conservadores gold bugs -bichos de oro- salvar el mundo así  es demasiado fácil, como tomar un prozac para quitar  la angustia que da sentido a sus vidas.

El negocio del oro mundial, tal y como explica Mark Pieth en su excelente libro Gold Laundering, the dirty secrets of the gold trade (Thema, 2019), es uno de los más turbios. Vincula los infiernos de los ríos de la Amazonia, donde millones de desesperados mineros artesanales batean en el barro en busca de una pepita con consecuencias catastróficas para los habitantes de la selva, hasta las refinerías suizas que procesan el 70% del oro mundial -y ayudan al crimen organizado a blanquear millones de euros-. Sin olvidar a los inversores neuróticos por el metal amarillo. Y los lubricantes del mercado son la ostentación y el miedo.

Voy a permitirme el lujo de citar una sección relativamente larga de mi nuevo libro Oro, petróleo y aguacate, concretamente el capítulo sobre el oro titulado El dorado en Salt Lake City. La excusa de esta descarada autopromoción: el libro salió a la venta en marzo, cuatro días antes del cierre de todas las librerías.

 

Si estos fragmentos despiertan la curiosidad del lector, puede comprar el libro aquí. Tal vez le sirva para matar  las largas horas de la cuarentena a la vez que  proporciona unos consejos útiles para quienes pueden estar interesados en comprar unos lingotes:

"En  los países del norte global, el oro se perseguía en una búsqueda neuro´tica de seguridad financiera y psicológica.  (...) Quizá´ la fascinación conservadora por el oro tiene que ver con la solidez del metal más denso. Freud achacaba el fetiche del oro a la neurosis y a la fijación anal. Si para los mayas de Mesoame´rica, grandes artistas de la orfebreri´a, el oro era el excremento del adorado dios Sol, para los gold bugs de la poscrisis el metal se habi´a convertido en el excremento so´lido del buen cristiano consevador, intelectualmente estren~ido y en busca de una inversio´n segura.

(...) El oro resulto´ terape´utico tambie´n para los nosta´lgicos defensores del brexit, muchos de ellos gold bugs, que el voto a favor de salir del club europeo provocara, adema´s del colapso de la libra, una subida del 219% de la demanda brita´nica de oro. Eran tiempos de delirios y el oro fue un ba´lsamo. En las calles de las ciudades ricas y pobres, junto a los predicadores evange´licos que vaticinaban el Armagedo´n, circulaban hombres de gesto humillado con carteles que deci´an: 'We buy gold'.

El oro estaba perfectamente hecho a la medida del llamado movimiento End Times (fin de los tiempos). Las milicias catastrofistas del survivalism de Idaho y Texas aconsejaban llevar unos lingotes junto con la ametralladora en el kit de supervivencia para el postapocalipsis (...)

Y al igual que otros objetos de lujo, el oro se incorporo´ al decadente mundo del arte contempora´neo, superando al bronce como material predilecto de artistas de marca global como Damien Hirst, cuyo esqueleto de mamut Gone but not forgotten de oro puro se vendio´ por quince millones de do´lares, o Marc Quinn, creador de una escultura en oro de la modelo Kate Moss adquirida por el Museo Brita´nico por dos millones de do´lares. Sin olvidar el va´ter hecho de oro de dieciocho quilates del artista Maurizio Cattelan que el Guggenheim de Nueva York quiso regalar a Trump para el cuarto de ban~o de la Casa Blanca en sustitucio´n del Van Gogh que el presidente habi´a exigido al museo neoyorquino".

¿Quién sabe  por cuánto se podría  vender el water de oro de Cattelan que atiende las necesidades actuales tanto del gold bug como del desesperado acaparador de papel higiénico y que está en estos momentos instalado en el Palacio de Blenheim en Inglaterra, donde nació Winston Churchill?

(*) Andy Robinson. Es licenciado por la London School of Economics en Ciencias Económicas y Sociología y en Periodismo por El País UAM. Fue corresponsal de 'La Vanguardia' en Nueva York y hoy ejerce como enviado especial para este periódico. Su último libro es 'Off the Road. Miedo, asco y esperanza en América' (Editorial Ariel, 2016).


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