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Política y democracia

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Emmanuel Rodriguez

Hace apenas dos meses salía de imprenta el libro de Jose Luis Moreno Pestaña, Retorno a Grecia. La democracia como principio antioligárquico (Madrid, Siglo XXI, 2019).

Libro complejo, como podrá comprobar el lector, resultado de un esfuerzo intelectual notable y poco común en la singular esfera intelectual de este país. Libro que en realidad se bifurca en tres, y que bien podrían haberse escrito por separado. Dediquemos un pequeño comentario a cada de estas tres «tramas».

El primero de estos trabajos se despliega en tanto lectura de los años setenta en Francia, concretamente de la coyuntura específica de las culturas políticas radicales de la época, o al menos de una parte de ellas. El corazón de este trabajo gira alrededor de tres autores: Foucault, Rancière y Castoriadis, sin menospreciar tampoco referencias a los entonces jóvenes Manin y Rosanvallon. En este primer libro, el «retorno a Atenas» se emplea como un pretexto para una pregunta política mayor, que aparece trenzada -en el caso de Foucault de forma muy clara- con la consagración del filósofo que vuelve a la pregunta sobre los clásicos. La cuestión que, no obstante, quiere tratar Moreno Pestaña es la de la crisis del radicalismo, tan característico de la intelectualidad francesa de mediados de la década, cuando los efectos del '68 empiezan a agotarse, y cuando el marxismo en su revisión al tiempo original y ultra-ortodoxa del althusserismo -que se refleja muy bien en Ranciére- hace aguas, también en la cabeza de sus propios promotores. Moreno Pestaña muestra en este curso algo importante: la vuelta a Grecia es la vuelta a la pregunta por la política, irreductible en última instancia a la economía, al «gobierno de las cosas», dicho con esa expresión Saint-Simon que sirvió tanto a Engels, como sirve a la tecnocracia liberal.

En este primer libro, el centro del relato es pues el de la desventura de la intelectualidad radical en el comienzo de sus últimos momentos. Atenas se convierte en un refugio para la Francia intelectualizada que se deslizaba hacia los nuevos filósofos y al largo gobierno de Mitterrand, colapso mediante del Programa Común de la izquierda y la derrota por méritos propios del Partido Comunista francés. Atenas aparece así como una fuente de inspiración de otra política, concretamente de otro proyecto posible para la izquierda. En la constelación preferida por Moreno Pestaña, la figura de Castoriadis brilla con autoridad. El teórico y militante, o más bien el militante y el teórico de Socialismo o Barbarie, llevaba desde la década de 1950 situado en un terreno de la crítica desviado de la trayectoria de la izquierda mayoritaria francesa, también de su intelectualidad. El papel de la revista había sido crucial en la formación y el recorrido de la ola del movimiento obrero autónomo, enfrentado siempre a los aparatos burocráticos sindicales y partidarios, de matriz (igual da) socialista o comunista. En ese laboratorio político, Socialismo o Barbarie elaboró su particular crítica al marxismo y al socialismo burocrático. El salto a Grecia en el Castoriadis de los años setenta es en realidad la continuidad a un tiempo fortuita y coherente de treinta años de experiencia previa. Castoriadis, que Moreno Pestaña sitúa como el mejor lector político de la democracia ateniense, encuentra en Atenas una idea de sociedad autónoma, de sociedad consciente y practicante de su potencia autoinstituyente, consciente también de sus peligros, de modo parecido a como antes la había encontrado en las instituciones de la autonomía obrera.

Un espejo negativo frente a esta radicalización democrática sugerida para Castoriadis -y por otras vías, para Rancière- se muestra en la evolución de Foucault. Moreno Pestaña recuerda con sorna al Foucault filomaoísta de principios de los años setenta, escorado hacia el más radical de los izquierdismos, que señalaba los tribunales populares de la Atenas clásica como instituciones casi pequeño burguesas. Contrasta este izquierdismo con el Foucault consagrado de finales de la década, en el que su retorno a la Antigüedad clásica pasa por los estoicos, por la idea del cuidado de sí, enclaustrada en la constitución del sujeto; lectura foucaultina que para Moreno Pestaña resulta discutible. De hecho, respecto de la democracia ateniense Foucault apenas presenta un interés superficial, que se reduce a comprenderla en una doble clave weberiana y schumpeteriana de competencia entre élites, de liderazgos carismáticos contrapuestos en la liza retórica en la asamblea, en el juego de la superioridad que tanto recuerda a las ordalías homéricas. El elogio de Foucault a este componente oligárquico de la democracia ateniense, sirve a Moreno Pestaña para sugerir otro de los caminos del izquierdismo intelectual francés, uno que parece reconciliarse con la democracia liberal, desprendiéndose de un radicalismo que apenas escondía un trasfondo sustancialmente elitista. De haberse desarrollado más este argumento, estaríamos ante una discusión crucial sobre el legado foucaultiano. Iluminación por tanto reveladora.

El segundo libro se ocupa propiamente de la Atenas clásica, de la democracia antigua. Aquí los autores referidos son apenas un pretexto para reconstruir este modelo de político. Moreno Pestaña desarrolla varias cuestiones de interés, casi siempre de la mano de Castoriadis, Rancière o Manin. La primera se concentra en los entramados institucionales del gobierno ateniense. El contraste con nuestra concepción de la democracia es inmediato. Sin embargo, en el centro de la democracia en Atenas no aparece como cabría esperar -al menos por parte de los defensores de la democracia radical- la institución de la asamblea, la ecclesía en la que todo ciudadano tenía derecho a la palabra. En el corazón de la misma democracia ateniense Moreno Pestaña sitúa otra institución poco tenida en cuenta: el sorteo. La democracia griega estaba, efectivamente, construida sobre una pléyade de instituciones colegiadas elegidas por sorteo, y es en estas donde nuestro autor muestra el verdadero sesgo democrático de la Grecia antigua.

Moreno Pestaña no niega, con Foucault, el carácter oligárquico de la asamblea, como arena en la que destacaban los mejores retóricos de la época. Antes bien destaca paradójicamente el peligroso deslizamiento elitista de esta institución para observar qué es lo que se oponía a este. Lo que caracterizaba propiamente a la democracia ateniense estaba en los órganos colegiados elegidos por sorteo, en las que de acuerdo con algunas estimaciones todo ciudadano ateniense servía -y recibía un sueldo público por ello- al menos dos o tres veces a lo largo de su vida. La asamblea estaba, en efecto, estrechamente controlada por estos órganos: el Consejo de los 500, que preparaba el orden del día de la propia asamblea; la institución de la graféparanonomon que controlaba que las propuestas estuvieran ajustadas a ley; los nomothetai, que en última instancia preparaban las leyes, etc.

Por medio de esta insistencia en la institución del sorteo, Moreno Pestaña nos introduce en el ethos y epistemología propios de la democracia antigua. En el corazón de este encuentro se aparece una suerte de soldadura entre bien individual y bien público, que en las democracias liberales casi siempre se nos aparecen escindidos. La participación política y el servicio público eran en la Atenas clásica elementos principales de reconocimiento social, con un nivel distinto y singular al del estatus derivado de la cuna y la propiedad. A su vez, el ideal democrático griego estaba inspirado en un principio anti-elitista, fundado en la «democratización» de la experiencia política a lo largo y ancho del cuerpo ciudadano. La polis acostumbrada a la responsabilidad política se realizaba en ese continuo aprendizaje en el que gobernar y ser gobernado eran posiciones intercambiables gracias la rotación en los distintos órganos colegiados y a la participación de los ciudadanos en la asamblea de la polis.

Moreno Pestaña describe así un modelo de gobierno mixto, pragmático, soportado en la distribución del poder en una multitud de instituciones elegidas por sorteo, una gran asamblea ciudadana, una serie de cargos específicos elegidos por voto para tareas concretas y algo así como un cuerpo funcionarial técnico que corresponde a los educados esclavos públicos de la Atenas de los siglos V y IV a.C. De la mano de Castoriadis, Moreno Pestaña nos muestra también la capacidad de la democracia ateniense para el autocontrol popular, especialmente en situaciones excepcionales, de crisis o guerra, en las que el gobierno democrático podía degenerar, y de hecho degeneraba, en notables excesos. La educación política ciudadana a través del ejercicio del gobierno nos muestra a su vez otra perspectiva de la cultura ateniense, en la que la tragedia enseña al pueblo que no existe tal cosa como un principio fundante de una política correcta.

El tercer libro contenido en el Retorno a Atenas nos enfrenta con la pregunta por la democracia moderna y específicamente por su crisis. Moreno Pestaña trenza entonces los dos hilos narrativos anteriores con la significación del 15M y la crisis de la democracia representativa. Este es seguramente el gran libro que el autor ha tenido en mente desde la primera hasta la última página de su trabajo. Pero es también el libro del que hay completar o imaginar; su desarrollo apenas está esbozado en el texto escrito.

Moreno Pestaña parece sugerir un 15M acontecimiento y un 15M movimiento. El primero sirve de parteaguas en la democracia española, estalla como síntoma o sarpullido de la crisis de la democracia representativa. El 15M resulta aquí como una prefiguración de una política superadora de la democracia liberal; aquella de la ilusión cientificista de la delegación en expertos, las relaciones de lealtad a los partidos, la búsqueda de beneficios personales en la participación pública y la renuencia general a la participación política. En este terreno, trae a colación algunos informes sociológicos que muestran la radical despolitización inscrita en el corazón de las democracias liberales. El 15M, sugiere, constituye una superación en acto, si bien efímera, del cinismo y el pesimismo antropológico consustancial al pensamiento liberal, que considera imposible el compromiso con los bienes públicos. En este sentido, el 15M aparece de hecho como un acto de constitución de lo común político.

En tanto experiencia y movimiento, el 15M se articuló para Moreno Pestaña en una suerte de ágora asamblearia. En congruencia con este principio y vocación asamblearia, el 15M abordó con energía los costes de transacción de una política fundada en la escucha a cualquiera, la incorporación de los muchos a la deliberación. Y, sin embargo, la historia del 15M resultó demasiado temporal. Moreno Pestaña sugiere que la suerte del movimiento se jugó en un proceso asambleario que poco a poco se fue vaciando de pueblo y vitalidad.

El resultado del 15M resulta así paradójico. No pudo evitar acabar en una versión de política autorreferencial, susceptible de caer en toda clase de sesgos de clase, género, edad. La crítica redunda en lo que se encuentra en los otros libros contenidos en el Retorno a Atenas: la disolución del izquierdismo intelectual francés y la propia lectura de la democracia clásica. La crítica de Pestaña es clara: el movimiento asambleario del mayo español tendió, como otras experiencias históricas, a generar sus propias aristocracias, no escapó al elitismo ínsito a la práctica de los partidos, pero también de los movimientos. Aquí parece residir la prueba de su fracaso.

De hecho, algunas de las expresiones de esta crítica son duras. En algún momento, el 15M se nos aparece como prueba del error consustancial a la política contemporánea, y especialmente a los movimientos de oposición, en los que, escribe: «La degradación de las élites políticas [se convierte] en vivero de psicodramas afectivos, y que tiene su momento más extremo en aquellos que persiguen el poder del amo de la horda» (p. 285). No obstante, Moreno Pestaña mantiene abierta la puerta al optimismo, se pregunta si se pudo «idear un dispositivo de sorteo de control de la agenda y los debates de las asambleas», que permitiera la «distribución, hasta donde sea posible, del capital político». En última instancia, se plantea la preocupación política fundamental de la «distribución del capital político», del poder, que es el lugar esencial de la política democrática de Moreno Pestaña.

Hasta aquí se ofrece una reseña que pretende ser más o menos fiel al contenido de este libro a la vez complejo y bien fundamentado. A partir de aquí, abro una discusión que quiere ser continuación de la que se mantuvo en este mismo medio a raíz de la publicación de otro libro, La política contra el Estado. Sobre la política de parte.

Por avanzar el argumento de lo que sigue, de forma muy resumida: hay en Moreno Pestaña una preocupación reiterada por la distribución del capital político, que se puede fijar institucional y jurídicamente de una forma relativamente equilibrada. Pero hay también en Moreno Pestaña una desconsideración de aquello que determina la posibilidad de esa distribución del capital político. En una palabra, Pestaña cae en lo que llamo «democratismo» -tómese este término en un juego irónico respecto de la larga tradición de discusión entre las izquierdas, y no como nombre del crimen teórico al modo de la III Internacional-, que a la postre consiste en perseguir toda concentración de capital político, sin ninguna otra consideración propiamente política, específicamente aquellas que llamo «productivas» y que dependen de las dinámicas de cambio y conflicto. Explico.

El trabajo de Moreno Pestaña es doble. De un lado, es una crítica casi siempre inspirada en Bourdieu, que persigue el sesgo elitista u oligárquico detrás del radicalismo, el izquierdismo y los movimientos sociales aparentemente más asamblearios y democráticos. De otro, propone una alternativa, que encuentra en su particular retorno a Atenas y especialmente en la institución del sorteo, esta alternativa se comprende mejor como «democratización de la democracia». Sin embargo, el problema de toda apuesta democrática es de orden productivo, antes que normativo; arranca de una cuestión previa: ¿cómo luchar por y para esa distribución del poder, sin la cual el «capital político» no se distribuye? ¿Y cómo hacerlo desde una posición marginal, desventajada, caracterizada por la privación de poder, que caracteriza a toda posición dominada? En términos de Ranciére: ¿cómo los sin parte, se reivindican como parte, cómo construyen su propio poder (contrapoder)? Y en los de Castoriadis: ¿cómo se inaugura y en cierto modo se impone en un conflicto, a veces extremadamente violento entre partes, una potencia instituyente propiamente autónoma, capaz de darse su propia «ley»?

La pregunta redobla su complejidad en las sociedades de clases, en las que la política pasa por la mediación monopolista del Estado y la subjetivación no encuentra marco colectivo más allá del individualismo consumista. De forma muy resumida: el problema de la política que contrasta con la preocupación, que llamaría procedimental, de Moreno Pestaña, podría quedar así: ¿cómo en estas sociedades se construye un instrumento de los sin parte (una organización), capaz de sortear la mediación del Estado que tiende a suprimirlo (esto es, un contrapoder) y de inaugurarse como un espacio colectivo, que es siempre una comunidad en tanto construye y gestiona un común? (Desvístase el término común-comunidad de toda conceptuación modernista, como una suerte de colectividad sometida a tradición y familia, que ya Moreno Pestaña señalaba como crítica a la posición que defendía en el anterior intercambio.)

Cabe, por eso, abordar el 15M desde una perspectiva bien distinta a la de Moreno Pestaña. El problema del 15M no consistió -o al menos lo que sigue no fue su principal obstáculo- en su deriva oligárquica inscrita de algún modo en su organización asamblearia, que a la postre resultó controlada por las aristocracias militantes de turno, vaciando las asambleas. Antes bien cabría decir, al contrario, el problema del 15M-reducido-a-las-asambleas se encontró en su «democratismo», en el mismo coste de transacción que Moreno Pestaña sugería a la hora de articular una política que «no dejaba sin escuchar a cualquier persona», en la práctica reiterada del consenso para cualquier decisión, en su deriva como lugar de expresión de malestar de los cualquiera, en definitiva, en su propia improductividad como espacio de acción y decisión. Algo, que sin duda a Moreno Pestaña también preocupa, y frente a lo que presenta sus propias recetas. En cualquier caso, me atrevería decir que fue el «democratismo» del 15M, que a largo plazo derivó en su impotencia, lo que abrió el paso a un vacío político, y éste posteriormente a la nueva política (Podemos) ya sí propia y decididamente oligárquica.

No obstante, el 15M tuvo otra multitud de capas, en las que creo radicó su eficacia, al menos durante algún tiempo, como dispositivo de movilización y lucha más allá de las asambleas. La primera estaba en su dimensión insurreccional -pacífica pero insurreccional- manifiesta en la ocupación permanente de las plazas por medio de los campamentos y manifestaciones masivas y continuas que se extendieron durante meses. Esta capa fue la propia de la multiplicación del acontecimiento y de su contagio en un sentido fuerte. Otra segunda, se reconoce en lo que entonces se llamó «tecnopolítica», y que pienso tuvo una función de organización más intensa y decisiva que las propias asambleas. Esta obró un uso virtuoso de las redes sociales, y en cierto modo actualizó la promesa libertaria del primer Internet. El 15M en la red se construyó como una suerte ágora de deliberación permanente, en la que la decisión se tomaba por aclamación, esto es, por una suerte de convencimiento y auto-convencimiento ante la presencia y discusión de múltiples opciones, en la que los focos de aportación y decisión eran móviles, erráticos y por ende poco susceptibles de derivar en esas aristocracias militantes improductivas de las que habla Moreno Pestaña.

Pero todavía existió otra tercera capa que podríamos llamar sindical, que a mi entender consistió en la posibilidad de una verdadera organización-contrapoder, capaz de matizar los sesgos de experticia y clase que preocupan a nuestro autor. Este espacio no se construyó propiamente como 15M, sino como una suerte de vía paralela, de carácter sindical que tomó cuerpo principalmente (pero no solo) en el movimiento de vivienda. Si hubo un espacio intenso de cooperación interclase y de auspicio de una institucionalidad autónoma este estuvo en las PAHs y en los grupos de Stop Desahucios. No es el caso aquí analizar en detalle la deriva posterior del movimiento de vivienda, y cómo éste fue efectivamente también un laboratorio en la constitución de nuevas élites políticas. (El argumento se desarrolla con detalle en otro texto propio: La política en el ocaso de la clase media. El ciclo 15M-Podemos). Lo que se quiere es señalar un problema nuclear de la política, que sirve a la discusión con Moreno Pestaña.

En el 15M-asamblea el problema mayor no estuvo en la redistribución de capital político, sino en su propia incapacidad para generar decisión, conflicto y otras formas de comunidad y vida más allá de la propia existencia de los campamentos y las asambleas. Seguramente aquí coincidamos con Moreno Pestaña en que una organización más afilada, mejor diseñada con elementos de sorteo, rotación, decisión, etc., podría haber empujado al movimiento más allá. Pero no creo que nos topemos aquí con los límites fundamentales a los que se enfrentó el 15M. Dejados a un lado los sesgos propios de la composición del movimiento concentrado en una franja etaria determinada y en una condición social también muy determinada (que podríamos llamar postuniversitaria, y por ende de clase media), lo que en cierto modo careció el movimiento es de una capacidad instituyente o autoinstituyente suficiente. Dicho de otro modo, no se trataba -al menos no solo- de imaginar la democracia perfecta tal y como se hizo en las plazas, sino de las formas de democracia inmediata que podían servir al conflicto, y pervivir en él. Esto es lo que en buena medida logró el movimiento de vivienda, con una organización particular hecha con una mezcla de activistas y de figuras sociales periféricas (concretamente el o la desahuciada) a lo que constituye la nación política de nuestras democracias: la clase media. La organización de este movimiento resultó sustancialmente más popular, más estable y más capaz de obtener una distribución real de otro tipo de bien, la vivienda, en una forma particularmente conflictiva hecha de negociaciones, paralizaciones de desahucios y ocupaciones de bloques.

Obviamente aquí no se trata de contraponer 15M-asamblea al movimiento de vivienda, en un juego de «qué fue mejor y más popular», sino de reconocer que todo movimiento democratizante se enfrenta a problemas sustanciales que van más allá de la mayor o menor perfección de su arquitectura interna (democrática) y de la mayor o menor imaginación de las claves institucionales con las que piensa la sociedad futura. Estos problemas son los de su capacidad propiamente instituyente, que en nuestras condiciones reside en la potencia del conflicto generado y del poder-organización creado. El 15M padeció su propia idea de la política como un juego de consenso que presuponía ya estaba socialmente producido en la oposición entre la inmensa mayoría (el 99%) y una exigua minoría (el 1%). Bastaba por eso con imponer las razones de una democracia ideal por la vía del convencimiento, antes que del conflicto.

En el análisis de Moreno Pestaña, esta concentración en la dimensión procedimental, se muestra también en su lectura de la democracia ateniense orientada a las grandes reformas, los legisladores y las instituciones, pero apenas a los conflictos subyacentes a este largo proceso de democratización de la polis griega. En cierto modo, nos encontramos con un análisis de la política ateniense que prescinde de su propia política y por lo tanto de una perspectiva propiamente histórica. Cabe mencionar, en este sentido, el cambio de eje que se produce al leer alguno de los libros sobre los que Moreno Pestaña escribe su libro. Es el caso, por ejemplo, del Nacimiento de la política de M. I. Finley, en la que la política griega se describe básicamente como el conflicto, reglado y no, entre grupos sociales, entre ricos y pobres, propietarios y no propietarios, conflicto siempre cerca de desbordar los marcos institucionales y que está en la base de la propia definición aristotélica de la democracia como gobierno de los pobres. O también el libro no citado por Moreno Pestaña, pero también clásico, Theclassstruggle in theAncientGreekWorld (publicado en su momento por Crítica, pero hoy inencontrable), de Ste. Croix. En ambos, la historia de la democracia ateniense no resulta en el logro de un régimen mixto, pragmático y equilibrado, inclinado a la democracia por la pericia del legislador, y la belleza y pragmatismo de su arquitectura institucional, sino un espacio turbulento y conflictivo, en el que los pobres obtienen conquistas políticas concretas y en las que la pauta democrática viene caracterizada por la continua irrupción popular.

Cabría recordar, en este sentido, también la historia de las contrademocracias subalternas que se han hecho carne en la historia moderna, y que deben su existencia a la organización de un poder popular, capaz de organizar una parte de la vida social al margen del Estado (monopolista de lo político) y de una economía capitalista igualmente tendente a su aniquilación. Este es, por ejemplo, el caso del sindicalismo revolucionario y el anarcosindicalismo histórico, en donde la cuestión de la concentración del poder en la organización era un problema explícito, tratado con una particular metodología federal, que hacía residir la decisión en las unidades mínimas de la organización, y en la que la autonomía y el poder de los órganos confederales resultaban mínimos.

Es también el caso de las democracias comunitarias indígenas de buena parte de América. Se trata de una historia política por descubrir, pero que poco a poco nos va mostrando un rico elenco de variantes institucionales, que propiamente deberíamos llamar democráticas, a la vez que divergentes de la democracia liberal. Resulta particularmente interesante, en algunas de estas experiencias de gobierno comunal, que su radicalización, o lo que propiamente deberíamos llamar su democratización, son resultado del conflicto con el Estado liberal (y las lógicas históricas del extractivismo colonial y postcolonial). Es lo que muestra el caso, por ejemplo, de las comunidades aymaras, que se destutelaron de los sistemas de cacicazgo, al tiempo que introdujeron mecanismos de rotación de cargos, «democratizándose» por así decir, a partir de las revueltas antiborbónicas de Tupac Katari (1780-1781), en el marco del pasaje que llega hasta la Bolivia de hoy en día (véase Sinclair Thomson, Cuando sólo reinasen los indios. La política aymara en la era de la insurgencia, México, Libertad bajo palabra / SOCEE, 2017). Otro ejemplo se puede encontrar en el trabajo de la académica indígena Gladys TzulTzul sobre su Totonicapán natal (Guatemala), que muestra como el complejo sistema de gobierno comunal, evoluciona en los conflictos con el Estado de un modo en el que a la vez se sofistica y se democratiza, en claves parecidas a las de los ayllus quechuas y aymaras (véase  Sistemas de gobierno comunal indígena. Mujeres y tramas de parentesco en Chuimeq'ena, México, Libertad bajo palabra / InstiutoAmaq, 2018).

Lo que enseñan estas contrademocracias es que estas no están arraigadas ni en el Estado ni en el derecho, que sistemáticamente se les opone, sino en la construcción de un común-comunidad hecho de recursos materiales e inmateriales, de instituciones complejas y de una historia dinámica en la que juega un papel central la organización para el conflicto sobre la base de la defensa de la propia autonomía. Es el conflicto -al menos en algunas circunstancias históricas- lo que radicaliza su democracia interna, y lo que anula los elementos más obvios de concentración oligárquica.

Conviene que pensemos la posibilidad democrática a partir de estas claves, más aún en el mundo que viene, hecho de instancias parasoberanas en discordia, de estados reducidos a funciones policiales y militares, empresas y acuerdos empresariales con capacidad jurídica y entidades territoriales con amplios márgenes de autonomía respecto de sus Estados. En la nueva poliarquía no parece que vaya a ser la unidad del derecho y la belleza procedimental la que ofrezca el marco para la participación política popular. La hipótesis del contrapoder se cifra justamente en este terreno.

Dicho esto, no creo que nada anime más este tipo de discusiones que la lectura del valioso libro de José Luis Moreno Pestaña.

 

El principio antioligárquico de la democracia ateniense

 José Luis Moreno Pestaña

 Emmanuel Rodríguez (ER) propone una profunda lectura de mi libro que considera un compendio de tres obras, dos (relativamente) conseguidas y una interesante pero apenas esbozada. En su comentario propone una discusión política del conjunto, continuando un muy provechoso intercambio que ya tuvimos en Sin Permiso.

Comienzo con las valoraciones más polémicas de una reseña que he leído con la alegría de tener un lector tan inteligente como bien dispuesto hacia lo que escribo. ER es exigente, también lo es con mi libro y me parece bien. Para empezar, y de manera anecdótica, señala de soslayo que es complejo. Puede ser. He intentado desgranar con claridad los textos que leo, los contextos en los que se escribieron y las opiniones que expongo. Tal vez no le he logrado, o no completamente, pero incluso si lo he hecho no dejaré satisfecho a ninguna lectura que no sea paciente, que no me reconozca el derecho a administrar con cuidado la prueba de las tesis que sostengo. Espero que mi libro no se parezca en nada a esta suerte de escritura que muchas veces se lee y se cita como chillout, como música de fondo que arropa posicionamientos diversos aunque sin estar muy claro exactamente para qué. Los ejemplos no faltan.

No comparto el despiece que hace ER de mi libro (la idea de tres libros en uno), y no lo hago porque defiendo un proyecto consciente en mi modelo de filosofía política. Ese modelo procede de una larga elaboración sobre la historicidad del pensamiento, algo que ocupó mis trabajos anteriores y que se encuentra presente en este. Es muy sencillo renegar de la historia intelectual tradicional -esbozada a partir del comentario de autores- pero es más difícil enfrentarse prácticamente a ella. Sobre todo porque ese tipo de historia introduce muchos sesgos y proyecta en los autores leídos elementos del propio contexto del lector, dando lugar a inadvertencias a ratos anacrónicas, en ocasiones cómicas y siempre molestas. Mi modelo al respecto surge del Ortega de La idea de principio en Leibniz y los orígenes de la teoría deductiva, aunque completado con otros clásicos de la sociología del conocimiento. Efectivamente, ni Emmanuel ni yo ni nadie retornamos a Atenas -ni a ningún lado- a cuerpo gallardo de lector. Lo hacemos con mediadores, que en mi libro se nuclean fundamentalmente en torno a tres. Debemos reconstruir el espacio de elecciones de Foucault, Castoriadis y Rancière que no son las nuestras. No podemos proyectar las nuestras en las suyas porque nos quedamos con sus frases sin comprender bien la lengua en la que nos hablan. Para poner en práctica tales recomendaciones no se me ocurre otro procedimiento que el que esbozo: leer contextualmente a lectores que, a su vez, leían una experiencia pasada. 

Los leo, ciertamente, en medio de una crisis de la democracia representativa. Esa crisis de la democracia representativa me importa como ciudadano y como estudioso. Pero, obviamente, no quería escribir un libro sobre el 15M, no quería escribir el libro que ER ha escrito muy bien. Tenía otra historia que contar, aunque el deseo por contarla estuviera fuertemente conectado con mi experiencia durante esta década que se cierra. Me refiero al 15M al comienzo para que se entienda que me tomo el ejemplo ateniense en serio, como algo de lo que podemos sacar lecciones prácticas. Luego el editor de este libro, que es más que un editor (es un lector concienzudo e inteligente), me ha animado a escribir una coda de pocas páginas sobre el 15M. ¿Con qué? Con los principios que extraigo de mi lectura de la democracia ateniense, que son tres y que presento en la introducción[1].  

Respecto a la historia intelectual francesa, y a pesar de una valoración positiva, ER lamenta que no haya sido más contundente respecto de mi evaluación de Foucault. No lo he sido porque me sucede lo mismo que con Rancière. Encuentro elementos de primer orden en su trabajo unidos a otros de enorme oscuridad y que juegan con demasiados implícitos. La reconstrucción que hace Foucault de la noción de individuo en el estoicismo imperial me parece asombrosa. El modo en que se acerca a Atenas me resulta brillantemente sesgado. Las dos cosas: brillante y sesgado. Brillante porque nos muestra a la democracia de nombre desestabilizada por las relaciones materiales de fuerza. Sesgado porque ignora los mecanismos de control de esas derivas y, en su visión de conjunto, repite bastante de la visión tradicional y demófoba sobre Atenas. Como Castoriadis escribía a la vez, disponemos casi de una situación experimental sobre dos filósofos leyendo un legado común a unas cuantas calles de distancia. La comparación entre ambos ayuda a calibrar qué decía cada uno y qué pudieron decir. ER lleva razón en que prefiero a Castoriadis, pero creo que el programa weberiano -que, si no me equivoco, Foucault recoge de Paul Veyne-, tiene mucho que enseñarnos: no es pensable la práctica democrática sin mecanismos que corrijan el amateurismo, lo que llamamos "costos transactivos" de la participación.

Ciertamente el Foucault que sale de este libro no es un radical, aunque sí un filósofo enormemente perspicaz. Que sea leído como un radical -y recupero lo que antes señalé-, depende de lecturas que ignoran los desafíos a los que se enfrentó cuando escribía sobre la democracia ateniense y las opciones específicas que tomó. En su época se valorizó el mercado y se criticó el estalinismo, pero Foucault lo hizo con una perspectiva disímil a la de Castoriadis: en un espacio de posibles Foucault resaltó lo que le interesaba y escondió bajo la mesa, conscientemente o no, lo que le molestaba o le resultaba poco significativo de un debate -el del mercado y la autogestión- que aún era de espíritu anticapitalista (por cierto, ello me lleva a corregir lo que había dicho en un libro anterior). Al ignorar ese contexto, cada uno proyecta en él, por decirlo con Ortega, su alquimia particular y nos puede salir un Foucault revolucionario. Por eso la insistencia en los tres tiempos no es el resultado de un libro fallido ni un barroquismo baladí: hay que leer históricamente a los demás, a quienes leen los demás y a uno mismo.

El segundo filete del despiece que me hace ER tiene que ver con mi lectura de la democracia ateniense. Intento medir las lecturas de Foucault, Castoriadis y Rancière con los materiales de los que disponían y que de hecho utilizaron. Lo contrario hubiera sido un anacronismo, exigiéndoles que supieran lo que no podrían saber -y adoptando además la ridícula posición de alguien que pretende dar lecciones. Por lo demás, incluso con lecturas discutibles, se puede producir filosofía interesante sobre la democracia  antigua o sobre la democracia en general. Rancière capta aspectos importantísimos sobre la transformación de la experiencia sensible en la democracia, aunque su lectura filosófica del sorteo me resulta insostenible y resultado de la lectura muy parcial de una fuente a la que se refiere (Los principios del gobierno representativo de Bernard Manin). ER lamenta que no haya insistido más en la lucha de clases interna a la polis. Lo hago constantemente en mi discusión sobre el salario, en mi crítica a la influyente lectura arendtiana de la política griega, en la reivindicación de la lectura de Marx (véase la coda sobre Abensour y Marx) y, para ponerla en la situación más violenta posible, presento a la democracia en la guerra en el breve capítulo donde releo -con Castoriadis- el episodio de Mitilene a la luz de la experiencia estalinista. Pero insisto siempre en algo: incluso en las situaciones más críticas la existencia de reglas democráticas, cuando estas se toman en serio, impide determinadas derivas y sobre todo caer en el mito de que la eficacia requiere saltarse la democracia[2]

Es posible que mi lectura de Atenas tenga deficiencias, errores y descuidos. No soy helenista y espero no haber metido la pata más de lo que permita que mi libro funcione. A vec


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