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Archivos espaƱoles: la dura lucha por el derecho a conocer el pasado

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Por Ángel Viñas (*)

A finales del pasado curso la prensa, escrita y en el ciberespacio, se hizo eco, aunque no con muchos detalles, de la publicación de un libro en edición digital titulado EL ACCESO A LOS ARCHIVOS EN ESPAÑA. A pesar de que cualquier ciudadano, español o extranjero, puede descargarlo, imprimirlo y leerlo a su antojo (tiene 360 páginas) me temo que hasta el m

El título, absolutamente correcto, quizá hubiera debido tener algo más de pimienta para llamar la atención. Es un reproche marginal, porque lo importante es su contenido, que no dudo de caracterizar de imprescindible. Me parece que es esencial para constatar que el derecho a conocer el pasado, establecido por las leyes y, de manera más o menos directa, por la propia Constitución Española, alabada por tantas fuerzas políticas y mediáticas amén de hacedores de opinión, está muy lejos todavía de incardinarse razonablemente en la actuación de las autoridades. Con ello constituye una llamada de atención para el futuro. Mi propósito, en estos comienzos del nuevo curso académico, es llamar la atención de los amables lectores de este blog sobre la importancia de dicho libro que puede descargarse fácilmente en las páginas de las dos Fundaciones que lo han elevado a la red: la Largo Caballero y la 1º de Mayo. Incluso hay algunas otras. Doy a continuación los vínculos correspondientes. Existen más.

http://fflc.ugt.org/Documentos%20de%20apoyo/El%20acceso%20a%20los%20Archivos%20en%20Espa%C3%B1a%20(avance).pdf

http://www.1mayo.ccoo.es/f9d833e22a0c7b5f4fc5f2dfdb44c9e9000001.pdf

https://www.bibliopos.es/el-acceso-a-los-archivos-en-espana/

https://universoabierto.org/2019/07/05/el-acceso-a-los-archivos-en-espana/

 Se trata de un proyecto que ha estado en elaboración durante varios años. Hemos participado en él más de veinte historiadores y archiveros de diversas trayectorias y escuelas. Todos españoles, salvo un extranjero. Ha sido dirigido por un técnico bien conocido (Antonio González Quintana) y dos historiadores: uno relativamente joven (Sergio Gálvez Biesca) y otro  más talludito (Luis Castro Berrojo). Todos se han hecho un nombre por sus propios esfuerzos y dedicación y por su largo quehacer en los abstrusos vericuetos que en este país dan la razón al título de una popular obra del gran historiador francés LucienFebvre: Combates por la historia.  En el libro se amplía este tipo de combates a los suscitados no solo por los de la guerra civil y el franquismo sino también por los de la recuperación de su memoria.

La combinación no gustará a numerosos periodistas de derechas; a seudohistoriadores; a historiadores profranquistas, metafranquistas y neofranquistas. Tampoco, me temo, a los responsables de varios Gobiernos y, en particular, a los que ocuparon carteras relevantes en los del Señor Rajoy. Me refiero a carteras tales como Defensa, Interior, Justicia y Presidencia. Hoy callados, afortunadamente, aunque algunos ya han aparecido en este blog por su desidia, cuentismo y galopadas escapistas.

Como muy bien señalan los presidentes de las fundaciones que han corrido con los gastos y la responsabilidad de dar a conocer al público de todo el mundo la situación en que se encuentra hoy el acceso a los archivos españoles, el libro se estructura en tres grandes partes. La primera se centra en el análisis crítico del marco normativo y regulatorio, a cargo de González Quintana y Eva Moraga; la segunda es la radiografía de una selección significativa de archivos; finalmente, una tercera cuenta las experiencias que en ellos han tenido cinco historiadores (entre ellos un servidor, acompañado de colegas y amigos como Matilde Eiroa, Juan José del Águila, Francisco Espinosa y Julián Vadillo). Cierran la obra tres anexos sobre bibliografía en torno a la conexión entre memoria histórica y acceso a archivos, un manifiesto del grupo de Archivos de la fenecida Cátedra de la Memoria Histórica del siglo XX de la Universidad Complutense, que creó y dirigió en primer lugar el añorado Julio Aróstegui, y breves semblanzas biográficas.

Los archivos examinados son los más importantes al respecto: el Centro Documental de la Memoria Histórica de Salamanca, el Archivo General de la Administración de Alcalá de Henares, los archivos militares, los de las Fuerzas del Orden Público, los penitenciarios, los fondos de los Gobiernos Civiles, el archivo del MAEC, los fondos referidos a las colonias africanas, los de las organizaciones políticas y sindicales y los cinematográficos. Dos historiadores, en primer lugar el francés François Godicheau, se pregunta acerca de la misteriosa volatilización de los archivos de la policía española y seguidamente Luis Castro se interroga en general acerca de los fondos públicos desaparecidos, destruídos o privatizados.

El libro en cuestión es el resultado de un proyecto que se ideó en los tiempos de Aróstegui. Como recuerda Matilde Eiroa, él consiguió que en el año 2010 el Ministerio de la Presidencia se mostrara favorable a la realización de un proyecto que tenía como título Judicatura, Investigación y Penitencia (el orden político y los instrumentos de la represión en el período 1939-1962). La fecha de autorización del proyecto indica que tuvo lugar durante el segundo gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, quien pocos años antes había logrado la aprobación de la Ley 52/2007, de 26 de diciembre, en contra de los alaridos combinados del PP y de la mayor parte de los medios de expresión de derecha y de extrema derecha. En aquellos años servidor daba clases en la Facultad de Geografía e Historia los martes y miércoles, compartía un exiguo despacho con Aróstegui y me hablaba muy ilusionado de su proyecto.

La profesora Eiroa, miembro de aquel equipo, cuenta con cierto detalle (pp. 281s) cómo los objetivos exigían consultar, lógicamente, fondos del Ministerio del Interior, del Archivo Central de la Policía, del AGA, del AHN y del Archivo General e Histórico de la Defensa. Todos ellos los visitaron participantes en el proyecto (entre los que figuraban, lo escribo claro y terminantemente, varios amigos y colegas míos de credenciales técnicas más que probadas). Se determinó que los fondos claves se encontraban, no es de extrañar, en el Archivo General del Ministerio del Interior. Pero, ¡ay!, pronto se puso de relieve la imposibilidad de acceder a los mismos por diversos motivos: cautelas legales, carencias de inventario, disposiciones políticas, normativas restrictivas, etc. En conclusión, el proyecto no llegó a realizarse. Me gustaría saber si algún proyecto de este tipo habrá sido saboteado recientemente por las autoridades respectivas en países tales como Portugal, Francia, Bélgica, Holanda o Italia. Si algún lector tiene noticias, me alegraría mucho que me contactara.

Hago esta sugerencia porque puedo equivocarme. Cuando se combina la experiencia que relata Matilde Eiroa con la comparativa general con otros países y las aventuras personales de François Godichot (pp. 173-184) en busca de documentación sobre el pasado de la política de orden público en España, para mí no es difícil llegar a la conclusión (más bien perogrullada) de que el lema favorito del gran ministro de (Des)información y Turismo, y eminentísimo darling de la derecha española, Manuel Fraga Iribarne puede aplicarse en buena medida a la situación actual: España, por desgracia, sigue siendo diferente.

Un ejemplo reciente. Hace poco la prensa se hizo eco de la reclamación de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH) para que el Gobierno desclasifique toda una serie de documentos en los que se reflejan ciertas relaciones entre el franquismo y el nazismo. Personalmente me apresuré a subirla a mi página de Facebook. Puede encontrarse con facilidad en el siguiente enlace: https://diario16.com/piden-que-el-gobierno-desclasifique-documentos-que-relacionan-el-franquismo-y-el-nazismo/?fbclid=IwAR1JCXg6OBuvjx0GuLYDWL5ZLyTkxQdV03x5RfFSik35FpfdxU73P4Nv87k.

Es un tema que me ha interesado desde la mitad de los años setenta del pasado siglo. Las concomitancias entre ambas dictaduras se han examinado en el plano ideológico, cultural, de relaciones bilaterales, de ayuda franquista a los huídos del Tercer Reich tras el hundimiento de la dictadura hitleriana, etc. Pero subsisten numerosas lagunas.  En mi libro SOBORNOS clamé porque se diera a conocer la documentación relativa a la gestión del tan alabado ministro de Asuntos Exteriores, Ramón Serrano Suñer, entre 1941 y 1943. Todavía hoy alabadísimo en ciertos medios. Pues bien, ya en los años lejanos de la Transición el profesor Antonio Marquina, de la Universidad Complutense, llamó repetidamente la atención sobre su insólita desaparición. Como se lee. Mis investigaciones en los fondos del Palacio de Santa Cruz la confirmaron tiempo después. Aunque los lectores puedan pensar que "me paso", lo que está fuera de toda duda es que "alguien" SAQUEÓ la documentación del Ministerio y que hasta ahora la Administración -bajo el signo de los gobiernos de UCD, PSOE y PP de turno- se ha mostrado incapaz de recuperarla. Marquina y servidor hemos dado pistas. Con cierta claridad servidor lo hizo en SOBORNOS.  No se nos ha hecho el menor caso.

Se trata, sin embargo,  de un expolio, latrocinio -o como los amables lectores quieran denominarlo- que no tiene precedentes en la historia de la política exterior española. Tampoco conozco otro caso similar en ningún país en el que he trabajado y son más de media docena. Ciertamente nada hace pensar que un hueco de tamaña magnitud y de tan larga duración (dos años en medio de una guerra mundial) se haya producido en las antiguas dictaduras de derechas europeas ni, por lo que he leído, en el caso de la extinta Unión Soviética. La aplicabilidad a nuestro país de la máxima fragairibarnesca no es un producto de mi imaginación. Si algún historiador de derechas, franquista o neofranquista tiene detalles, me alegraría conocer su interpretación.

II

Quisiera, ante todo, pedir disculpas a aquellos amables lectores que hayan podido haberse sentido molestos por mi empleo de la máxima turística del nunca olvidado ministro de (Des)Información y Turismo de la España franquista en sus años de gloria. En un plano rigurosamente político e institucional no es aplicable, pero ¿cómo expresar en una sola y rotunda afirmación que, en materia de acceso a archivos, España no es como la mayor parte de los países europeos de nuestro entorno? Y si no es como ellos, algo la diferenciará. Lo cual sirve para introducir la cuestión del porqué. Tiene múltiples respuestas (lo que no significa que todas sean iguales). Depende del nivel de profundidad al que se busquen. En el plano estricto de la actividad archivística me parece que hay que distinguir tres: a) la legislativa, b) la de dispersión de repositorios, c) la falta de recursos materiales y humanos. Por encima de ellas, existen otras.

En el volumen que aquí nos ocupa el primer nivel se analiza en las aportaciones de Antonio González Quintana y de Eva Moraga. Hubo un comienzo relativamente prometedor (la aparición en la CE del artículo 105b), en cuya incorporación creo que tuvimos algo que ver cuatro personas. A pie de obra el profesor Juan Marichal y servidor. Como correa transmisora el diputado por el PSOE Enrique Barón. Finalmente, como impulsor decidido el también diputado socialista Gregorio Peces-Barba, miembro de la ponencia constitucional. González Quintana recoge que el principio de la Constitución de que "la ley regulará el acceso de los ciudadanos a los archivos y registros administrativos, salvo en lo que afecte a la seguridad y defensa del Estado, la averiguación de los delitos y la intimidad de las personas" se interpretó como un derecho plenamente reconocido y que con él España se sumaba a los países que lo plasmaban en su texto legal del mayor nivel jerárquico posible. No puede por menos de aplaudirse tal coincidencia.

Marichal y servidor habíamos espoleado el tema a raiz de una serie de conferencias en la Fundación Pablo Iglesias en la que participamos. Si no recuerdo mal, le había confesado mi frustración por los vacíos en la documentación del Ministerio de Asuntos Exteriores en el que estaba iniciando una investigación sobre la política comercial exterior durante la República, la guerra civil y el franquismo (el libro, obra que dirigí al frente de un equipo de entusiastas economistas -Senén Florensa, Julio Viñuela, Fernando Eguidazu y Carlos Fernández Pulgar-, se publicó en 1979). Ya ha llovido desde entonces. La idea que pasamos a Enrique Barón era que nos parecía intolerable que los ministros y altos cargos se llevaran a sus casas los papeles tras sus respectivos ceses. Después, la negociación en la ponencia constitucional fue por sus propios caminos y de ellos no supe nunca una palabra.

Pero si el resultado fue relativamente aceptable, su regulación por disposiciones inferiores al nivel constitucional fue una desilusión, para mí y para Marichal. González Quintana ha esquematizado el trayecto desde sus inicios hasta prácticamente la actualidad. El derecho de acceso fue cortocircuitado. Papeles fundamentales que incluso ví personalmente en aquellos años han desaparecido (el ejemplo que siempre cito es un discurso todavía desconocido de Franco en una de las primeras reuniones de la Comisión Delegada del Gobierno para Asuntos Económicos en marzo/abril de 1957 y en el que expuso sus ideas sobre la política económica española - resumible en tres palabras:  autarquía pura y dura). Así se salva la reputación, totalmente inmerecida, del "genio de la modernización económica de España".

¿Resultado? España se ha ido alejando, y se mantiene alejada, de varias de las recomendaciones internacionales en materia de acceso a archivos e incluso de la legislación internacional al respecto, en la medida en que  ha chocado con el derecho interno o preocupaciones políticas más o menos inconfesables. Desde la ley de secretos oficiales franquista de 1968 a la ley de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno Eva Moraga hace un relato muy  completo de esta descorazonante travesía.

Parece indiferente, a decir verdad irrealista desde el punto de vista del Gobierno/Administración, que a lo largo de tal travesía las quejas de los historiadores, de las asociaciones memorialistas, de sectores de algunos partidos políticos y, no en último término, de los funcionarios y archiveros que han de lidiar con la realidad diaria, hayan seguido un curso exponencial. El desprecio del que han hecho gala algunos ministros, como el siempre mal recordado Excmo. Sr. Don Pedro Morenés, titular de Defensa, se ha saltado a la torera toda argumentación lógica y técnica fundamentada. No hablemos de su sucesora, la no menos Excma. Sra. Dolores de Cospedal, alma del PP durante largo tiempo.  En este Departamento y en el del Interior, en particular, la aplicación exhaustiva del equivalente al clásico njetsoviético ha triunfado clamorosamente. La situación recuerda la que describían fuera de la URSS disidentes en relación con dosieres, papeles y documentos "cerrados para siempre" en los archivos (chranitjvetschno), por utilizar la terminología popularizada por Lev Kópelev. En el Ministerio de Interior debemos incluso reconocer que uno de sus titulares, estudioso de las apariciones y milagros de la Virgen, no debió de tener la fortuna de que esta última le aconsejara que "la verdad hace libres", según el precepto evangélico.

¿Exagero? Solo hay que echar un vistazo a los testimonios de historiadores que se han enfrentado con las dificultades (a veces suavizadas por funcionarios que han cerrado un ojo) a la hora de entrar en cierto sarchivos. Sobre todo en aquellos en los que ha recalado -en la medida en que lo ha hecho- la documentación relacionada con las tareas de represión en caliente e incluso en menos caliente por los sublevados del 18 de julio. Francisco Espinosa, en su contribución al libro de que me ocupo (pp. 298-333), ha recogido datos y experiencias absolutamente abracadabrantes.  Expone, claro está, que se ha progresado mucho desde los años setenta y ochenta del pasado siglo (¡faltaría más!), pero que aun queda mucho por hacer en lo que se han denominado los "archivos del terror", fondos todavía hoy no accesibles del Ejército, de la Guardia Civil y de la Policía, de los que muchos todavía se ignora dónde están y/o qué ha sido de ellos.

Para aquéllos amables lectores que crean que no tengo razón al utilizar la máxima fragairibarnesca les sugiero que echen un vistazo a las peripecias de Espinosa para acceder a los "fondos especiales" del Tribunal de Cuentas o a los "10.000 documentos" del Ministerio de Defensa, mediante los oportunos recursos administrativos y demás fórmulas previstas en la legislación de la democracia española.

En fecha reciente se ha publicado un libro sobre los más o menos trescientos campos de concentración franquistas. Su autor es un investigador y periodista: Carlos Hernández de Miguel.  Cuenta con un preámbulo muy personal en el que narra cómo la EGB, el BUP y el COU le fallaron miserablemente a la hora de proporcionarle un conocimiento mínimo sobre la República, la guerra civil y la dictadura. No fue un caso único.  Si esto ocurrió en su generación, ¡imagine el lector lo que podemos decir quienes somos ya, por desgracia, algo más talluditos!. El relato de Hernández de Miguel es, aparte de su interés intrínseco, una buena muestra de las dificultades de todo tipo que hay que sobrepasar para poder escribir, aunque no sea exhaustivamente, sobre los hechos negros de nuestra historia. Una historia que es negra para una gran parte de la población que desde julio de 1936 empezó a sufrir las consecuencias de un GMN ("Glorioso Movimiento Nacional") en tanto que respuesta "ineludible" a las violencias de la democracia republicana (como si la derecha no hubiese contribuído a ellas). Eso sí, el franquismo tejió al respecto una densa red de mentiras y mitos que, alimentados por una publicística poco proclive a la investigación en los "archivos del terror", continúa esparciéndola hasta nuestros días.

¿Resultado? A la afirmación, un tanto grotesca, de Ricardo de la Cierva del "no nos robarán la Historia" (por supuesto, por los historiadores no pro-franquistas) hay que oponer la otra, tan querida de aquel autor, de que aquí, y ahora, se sigue "legitimando la dictadura e incluso justificando sus crímenes" (Hernández de Miguel dixit). En esto los responsables de tal desastre, o sus sucesores, siguieron el ejemplo nazi: el despliegue de grandes esfuerzos para destruir todos los documentos que pudieran ser "inconvenientes", ya fuese por el agua, el fuego, los traperos o la trituradora. Lo importante era que las huellas desaparecieran. Los franquistas de buena ley, y los eclesiásticos que los cubrieron, jamás quisieron que sus papeles se conservaran para siempre.

III

No quisiera que se malinterpretasen las afirmaciones con las que cerré el punto anterior. En los regímenes dictatoriales europeos ha sido muy frecuente que al iniciarse los correspondientes procesos de transición hacia otras formas de organización política y social se eliminaran documentos "molestos" generados en las épocas anteriores. Estoy algo familiarizado con varios casos, en parte por haber indagado en los archivos correspondientes o por conocer algo de la literatura al respecto. Cada caso tiene sus peculiaridades. No todos los que ordenaron la destrucción de los papeles de los años del franquismo tenían proclividades nazis (a partir de los primeros años cincuenta hay que buscar con lupa para encontrar a quienes las hubieran profesado, aunque no faltaron -véase el ejemplo del famoso CEDADE). Pero sí siguieron una tónica relativamente similar: lo que puede incomodar del pasado, mejor es que no aparezca.

Corresponde a Luis Castro Berrojo haber logrado, en una acertada síntesis, resumir las líneas esenciales de lo que conocemos acerca de la política (sí, política) de destrucción de documentación de la época franquista. Creo que la exposición de dicho autor permite dístinguir tres períodos. El primero lo denominaré "de dejadez relativa" y se extiende desde finales de la guerra civil hasta principios de los años sesenta. Estuvo presidido por la escasez: es decir, la falta de papel -una de las muchas carencias de la desaforada autarquía que impuso el régimen. Esta escasez llevó a la reutilización de masas inmensas de documentos para ser transformados en pasta. Afectó a la documentación propia y también a la de antes y de la guerra civil, salvo la que pudiera utilizarse con fines procesales y punitivos.

El segundo período podríamos situarlo en los años sesenta, cuando empezó a plantearse la cuestión del después de Franco, ¿qué?. Es un período oscuro en el que en algunos de los archivos en que he trabajado figuran listas muy someras de categorías de documentos destinados a su destrucción. Las motivaciones podían no ser exclusivamente las relacionadas con la conveniencia de hacer desaparecer fondos comprometedores. Hay otras que también están documentadas o que se han conocido por transmisión oral: la muy prosaica, por ejemplo, de hacer espacio.

Esto, que puede parecer una bobada, no lo fue en ciertos casos. Mencionaré uno de mi propia experiencia. A mitad de los años setenta empecé a trabajar, como ya he indicado,  en la reconstrucción de la política económica exterior del franquismo (incluída guerra civil). El Ministerio de Comercio y el Instituto Español de Moneda Extranjera (que dependía del primero y que era, por así decir, la autoridad monetaria exterior) tenían en la madrileña calle de Bravo Murillo un almacén en el que se habían depositado, sin orden ni concierto, documentos relacionados con la actividad comercial y monetaria del régimen durante la guerra y la larga postguerra. Hacia 1973 uno de mis compañeros -cuyo nombre me reservo- concluyó que en aquel almacén ya no cabían más papeles y dio órdenes para que se procediera a una limpia del material más antiguo.  En consecuencia fueron a parar a la trituradora o a las calderas (no lo sé exactamente) masas ingentes de papel. Junto con expedientes sin importancia histórica pudieron destruirse otros que sí la hubiesen tenido. Puedo hacer tal afirmación porque en el almacén encontré libros de la contabilidad del IEME y los balances de la posición de divisas del "glorioso régimen" durante los años cuarenta y cincuenta. No es exagerado pensar que probablemente habría habido muchos otros más.

Sin excluir tal tipo de necesidades bastante pedestres, también las hubo que lo fueron menos. Y es en estas en las que Luis Castro pone el énfasis: los papeles de la represión violenta, organizada, tuvieron otra motivación para explicar su desaparición.  Las autoridades franquistas no se comportaron como parece que lo hicieron las soviéticas -conservando papeles para la eternidad- sino que procedieron más a la manera nazi. ¿La idea? De lo que quede, podemos arrepentirnos. Si desaparece, no habrá ni dios que nos achaque nada. Sobre lo que se haya desvanecido en humo o convertido en basura o en pasta de papel es imposible hacer la menor afirmación.

Es el tercer período en el que el artículo de Luis Castro -basado en una impresionante bibliografía- resulta más apasionante. Sobre la Transición se ha escrito mucho y, naturalmente, se escribirá todavía más. No es preciso tener una concepción optimista de la historia para pensar que el paso de una situación de coacción (vulgo dictadura) a otra de libertad despierta un interés para unos y otros por motivos muy variados. Para algunos por la "necesidad" de eliminar pruebas de la variada gama de instrumentos puestos en práctica para aniquilar, reducir y amedrentar a los "súbditos" discrepantes. Para otros, para estudiarlos y detallar todas las maldades que se derivaron de su aplicación. En cualquier caso, para difuminar responsabilidades.

En las páginas del artículo de Luis Castro aparecen así ordenantes (actores, sujetos con capacidad de decisión) que decidieron que la máxima inglesa del let sleeping dogs lie sería muy adecuada para "encarar" el futuro: destruyamos todo lo que podamos de los documentos del pasado y así nos evitaremos tener que ocuparnos de él y que nos echen en cara lo ocurrido. Ilustres políticos de la Transición como el ministro Rodolfo Martín Villa o el gobernador civil de Barcelona y luego también ministro Salvador Sánchez-Terán dejaron su nombre inscrito en las instrucciones cursadas para eliminar documentación. Hay otros ejemplos.

¿Resultado? Entre 1965 y, digamos, 1980 se destruyeron enormes masas de papel. Podemos tener la absoluta certidumbre de que entre ellas abundaron no solo las de mera gestión -que también- sino las de reflexión y concepción de las políticas de machacamiento sistemático de cualquier síntoma de disidencia. A ello se añadirían, como colofón, las dificultades legales, administrativas, técnicas que ulteriormente se pusieron en práctica para reducir la funesta manía de los historiadores, periodistas, ciudadanos de a pié y grupos sociales inquietos por el "embellecimiento" de un pasado de "extraordinaria placidez", como lo caracterizó un político del PP hoy muy callado.

Luis Castro hace un repaso exhaustivo de los casos y ejemplos conocidos en que documentación relevante para alumbrar los recovecos más sombríos de la dictadura se ha imposibilitado o entorpecido. Su lectura es instructiva. Es precisamente esta actitud de las autoridades, civiles y militares, lo que en cierta medida une la experiencia española con las de las autoridades nazi-fascistas, en el bien entendido que estas últimas la ejemplificaron ocupándose de la destrucción masiva de documentos comprometedores antes de pasar a la historia. Con todo, la destrucción continuó, en ciertos casos, bajo la responsabilidad de las autoridades de la República Federal. Incluso en ámbitos tan poco atractivos como la documentación del Ministerio de Finanzas del Tercer Reich, aspecto denunciado por varios investigadores.

Ahora bien, cuarenta años de dictadura son muchos. La Administración o el Ejército o la policía del régimen de Franco nunca fueron equivalentes a las de una tribu africana, como bien señaló Herbert R. Southworth, uno de sus más eminentes críticos. Dejaron tras de sí toneladas y toneladas de documentación. Mucha ya abierta. Otra parte, todavía cerrada. Mucha en repositorios públicos. Otra en manos privadas. Lo que está al alcance de todos dará trabajo a un par de generaciones de historiadores. Lo que aún no está al alcance, y es -en mi modesta opinión- una pequeña lacra que aún no lo esté, podría aumentar el número.

De aquí que una de las grandes aportaciones del libro en cuestión estribe en la descripción pormenorizada del tipo de documentación cuya índole ya es susceptible de investigación y en las hipótesis establecidas por más de una decena de expertos e investigadores en relación con los archivos en los que han desarrollado hasta ahora su trabajo de hormiga en busca de vetas oscurecidas del pasado y para hacer frente a la grotesca campaña de diseminación, en papel y digital, de las "bondades" del pasado régimen y las "maldades" de sus enemigos. Campaña que reverdece periódicamente como algunas malas flores de nuestros jardines.  Ahora atravesamos por una de ellas.

Los lectores harán bien en consultar los capítulos dedicados a cada uno de los archivos contemplados en este libro por dos razones: en primer lugar, les darán una idea de la índole de la documentación en ellos conservada; en segundo, por las reflexiones que los esmaltan, propias de investigadores que han pasado tiempo trabajando en ellos.

Que no se diga que los historiadores españoles genuinos no aportan su granito de arena al esclarecimiento del pasado en base a evidencias primarias relevantes de época. Las más amplias posibles. Y que no se quejan y lamentan de que no todas sean todavía accesible. ¿Conocen los lectores algunas tomas de posición de eminentes historiadores de derechas, españoles y extranjeros, que hayan clamado al cielo en favor de mayores aperturas? ¿O que hayan ilustrado sus esfuerzos, si es que han existido, por promoverlas? Como algunos de entre ellos son de habla inglesa terminaré esta referencia a los archivos españoles con una expresión que les es familiar: Mum´stheword.

 

(*) Ángel Viñas Historiador, economista, diplomático. Es catedrático emérito de la UCM.

Fuente: http://www.angelvinas.es


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