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“Razones para tolerar a los papistas igual que a otros”. La Iglesia Católica y el nuevo manuscrito de John Locke

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Por David Guerrero (*)

A mediados del pasado agosto pudimos conocer los detalles del descubrimiento de un texto inédito del célebre filó

Locke, que además de filósofo fue también médico, tutor, secretario y burócrata, es uno de los personajes más leídos del canon filosófico occidental -forma parte, por ejemplo, del currículo de Historia de la Filosofía en las pruebas de selectividad para acceder a la universidad en España-. Es el autor de algunos de los textos hoy considerados fundamentales para comprender la evolución de muchos elementos de uso corriente en nuestras reflexiones jurídico-políticas, como los derechos fundamentales, el derecho a la resistencia o la legitimidad de un orden constitucional.

Junto con sus Dos tratados sobre el gobierno civil, el lugar preeminente que Locke ocupa en la historia del pensamiento político se debe a su Carta sobre la tolerancia, escrita en 1685 durante su exilio en los Países Bajos. Fue publicada originalmente en latín en abril de 1689 y vertida al inglés sin su supervisión en octubre del mismo año. Existen, además, una Segunda y Tercera cartas sobre la tolerancia, de 1690 y 1692 respectivamente, en las que Locke respondía a una controversia iniciada por las críticas del clérigo anglicano JonasProast a la edición inglesa de la primera carta. Hay también una Cuarta carta sobre la tolerancia respondiendo a un último pasquín de Proast. De esta última, sin embargo, solo nos queda un borrador, pues Locke no pudo acabarla debido a su muerte en 1704.

El manuscrito recién descubierto, que también trata la tolerancia religiosa, precede a las cartas en un par de décadas. Es un legajo de apenas cuatro folios titulado "Razones para tolerar a los papistas igual que a otros", recuperado de la biblioteca del St. John'sCollege, en Maryland, EE. UU. Tras ser cotejado con otros fragmentos, el texto ha sido identificado como un borrador temprano de su menos conocido Ensayo sobre la tolerancia, escrito en 1667-1668. A diferencia de la relevancia pública que adquirieron las Cartas sobre la tolerancia, ni el Ensayo -que circuló entre sus amigos políticos- ni el nuevo manuscrito llegaron a publicarse durante la vida de Locke. Aunque estos documentos nunca formaran parte del debate público del tiempo de su autor, son verdaderamente útiles para advertir la evolución en la sensibilidad político-religiosa del joven Locke: del autoritarismo de su periodo en Oxford, donde estudiaba desde 1652, hasta el inesperado progresismo de su periodo en Londres, donde comenzó a trabajar -justo en 1667-1668, fecha atribuida al manuscrito que se acaba de recuperar- como médico de Lord Ashley (futuro fundador del partido Whig).

La constitución de la tolerancia lockeana: entre los entusiastas y los sediciosos

Es bien sabido que la defensa moderna de la tolerancia religiosa no es patrimonio exclusivo del genio lockeano. En esto precisamente no fue ni original ni radical. El protestantismo disidente de la Iglesia Anglicana llevaba largo tiempo escribiendo en defensa de la tolerancia de diferentes grupos religiosos. Casi todos los grandes panfletos británicos a favor de la tolerancia escritos por las generaciones anterior y contemporánea a Locke fueron elaborados por gentes que abogaban por su propia supervivencia fuera del anglicanismo. A Locke hemos de reconocerle el mérito intelectual de haber evolucionado a lo largo de su vida hacia posiciones cada vez más toleracionistas sin haber formado él mismo parte de ninguna secta perteneciente a la viva heterodoxia religiosa que colmaba las islas británicas. Pese a sus paulatinos apegos por el unitarismo y otras opiniones ajenas al estándar teológico anglicano, nunca se incorporó a congregación disidente alguna, a las cuales siempre observó con desconfianza. Aún en la tardía revisión para la cuarta edición de 1700 de su exitoso Ensayo sobre el entendimiento humano, Locke incluiría un capítulo contra el "entusiasmo", incorporando a su teoría del conocimiento numerosas ideas que remiten a la suspicacia contra el celo político-religioso de las múltiples sectas disidentes -sentimiento del que se jactaba ya desde su etapa de estudiante en Oxford, mofándose de los cuáqueros-.

Este escepticismo contra el "entusiasmo" religioso no solo tiene una dimensión epistemológica: es también un ataque contra aquellos que arguyen en política con la intransigencia propia de quien se cree inspirado por la revelación divina, contra quienes creen en la posibilidad de una autoridad infalible que no atienda a razones públicamente cotejables. Este es uno de los caminos que portan hacia las fronteras de la tolerancia lockeana, que, como veremos, tiene múltiples aduanas.

Pese a todos los cambios que podamos encontrar entre ese joven Locke -miembro de Oxford y partidario de la autoridad- y ese "otro" Locke maduro -secretario del whig Ashley y partidario prudente de la libertad-, hay otra constante teológico-política que se mantuvo durante toda su vida y que determinó desde muy pronto uno de los núcleos de su teoría de la tolerancia. La desconfianza contra los protestantes "entusiastas" solo es superada por la desconfianza contra los "sediciosos" católicos, a los que Locke mantuvo siempre en el lindero de lo tolerable.

Hay dos fábulas extendidas alrededor de este tema lockeano. Una es fraudulenta: ignora o directamente omite la existencia de excepciones en la tolerancia religiosa de Locke. La otra está mejor informada: reconoce las restricciones de su teoría de la tolerancia, pero las piensa como un mero prejuicio religioso del autor, arrinconando por completo cualquier interés normativo que pudieran despertar. En ambos casos, sin embargo, Locke es visto como un escalón más en la gradual eliminación de la intervención estatal sobre la esfera pública, es decir, en la historia de la tolerancia contada como la historia de la autolimitación del Estado en materia confesional. En este tipo de narraciones se interpretan sus textos a través de una idea preconcebida (y abstracta y anacrónica) de qué significa la tolerancia religiosa; después se coteja, según gustos, cuán cerca estuvo Locke de ese ideal: su filosofía representaría un estadio de la tolerancia más o menos perfecto, más o menos moderno, más o menos "liberal", más o menos aprovechable, etc.

No obstante, hay múltiples pruebas de que la tolerancia lockeana no apuntó en ningún caso hacia un laissez-faire religioso (también excluía, por cierto, a los ateos). Otras evidencias textuales indican, además, que la intolerancia contra los católicos no está justificada doctrinalmente, es decir, que no es debido a su fe por lo que Locke no les incluyó bajo el paraguas de la tolerancia.

En su famosa Carta de 1689 leemos que una iglesia es intolerable si está "constituida sobre tal fundamento que todos los que entran en ella se entregan ipso facto a la protección y servicio de otro príncipe"[1] . Nótese que, aunque este principio se puede aplicar a cualquier iglesia o asociación, sin mencionarlo explícitamente, Locke se está refiriendo al principio católico de la supremacía papal. La autoridad suprema del Papa sobre el resto de poderes terrenales había sido esgrimida contra los monarcas ingleses protestantes para justificar su destitución tras ser excomulgados. Catolicismo o "papismo" eran, en la Inglaterra de Locke, sinónimos de socavamiento de la soberanía nacional, actos terroristas, persecución religiosa y contubernios jesuitas para deponer reyes; más durante la crisis de la exclusión (1678-1681) y la subida al trono del católico Jacobo II en 1685 -razón del exilio de Locke que, bajo las órdenes de Ashley, había trabajado infructuosamente para excluir a los católicos de puestos en el Estado (entre ellos, a Jacobo del trono, tratando de someter la sucesión a la autoridad del parlamento)-. Además de las guerras de religión y la persecución de protestantes en el continente, que animaron otras teorías de la tolerancia como las de Bayle o Spinoza, la específica paranoia inglesa contra el catolicismo es parte necesaria del contexto del que brotan las cavilaciones lockeanas: desde las persecuciones de María I hasta la conspiración de la pólvora contra Jacobo I, pasando por la rivalidad geopolítica contra el Imperio español o la sanguinaria conquista de Irlanda.

Como se sabe, en la Carta de 1689 Locke se opone a que el Estado esté a cargo del "cuidado de las almas": se opone a que las vías de salvación espiritual puedan ser determinadas por el poder civil (o por un poder espiritual comisionado por este). Pero ahí no termina la cosa. Por las mismas razones, Locke se opone también al "dominio eclesiástico": para acabar con él se debe confinar a la autoridad religiosa "dentro de los límites de la Iglesia y que de ningún modo sea extendida a los asuntos civiles"[2], llegando a argüir obligaciones públicas de los eclesiásticos como, por ejemplo, predicar la tolerancia y el respeto.

Esta idea, que se ha dejado al margen de algunas reconstrucciones folclóricas del filósofo, es importantísima: las limitaciones del Estado en materia espiritual no socavan en ningún caso su supremacía sobre cualquier organización religiosa, todo lo que está prohibido por ley tampoco está permitido a las iglesias bajo pretexto de religión. Si bien es cierto que, según el propio Locke, estas prescripciones afectan sobre todo a la Iglesia Católica, no se deben a las ideas o al culto católicos por sí mismos: "Las doctrinas especulativas y los artículos de fe (tal y como se les llama), los cuales sólo requieren ser creídos, no pueden ser impuestos a ninguna iglesia". Las opiniones teológicas "no tienen relación alguna con los derechos civiles de los súbditos":

Si un católico romano cree realmente que lo que otro llama pan es el cuerpo de cristo, con ello no hace daño a su vecino (...) no es asunto de las leyes mantener la verdad de las opiniones[3].

La tolerancia va más allá de las opiniones religiosas

El problema, piensa Locke, surge con las "doctrinas de orden práctico" mezcladas con la fe: "cuando los hombres se arrogan para sí mismos y aquellos de su propia secta alguna prerrogativa peculiar, cubierta con una fachada especiosa de capciosas palabras, pero opuesta al derecho civil de la comunidad"[4]. Las creencias o la fe por sí solas no son materia de censura pública; sí lo son cuando, al ser llevadas a cabo, tienen consecuencias prácticas contra el bien común o minan la fiabilidad de quienes las sostienen -como es el caso de los ateos que, según Locke, no seríamos capaces de mantener nuestras promesas-. Un espacio público tolerante se forja contra sus enemigos latentes: contra quienes por la puesta en práctica de sus principios religiosos o por su poder son capaces de porfiar el espacio público imponiéndose sobre la legítima supremacía del poder civil[5].

El potencial civilizatorio de la idea anterior va mucho más allá de las instituciones religiosas. La deseabilidad de la supremacía civil sobre las iglesias es igualmente aplicable a cualquier otra acumulación de poder privado -Locke compara a las iglesias con "compañías de comercio" y "clubes de debate"-. Esto es porque, como hemos visto, el mantenimiento de la supremacía civil no se juega tanto en un plano ideológico como en un plano fáctico. No son sus ideas, sus opiniones teológicas o su modo de rezar, sino sus características político-económicas e históricas las que hacen que el catolicismo quede fuera del ámbito de la tolerancia. Este punto es revelador, porque significa que su teorización de la esfera religiosa -y de la esfera pública en general- es sensible, no solo a las ideas que se intercambien en ella, sino al poder que las respalda. En el Ensayo de 1667 dejó esta intuición claramente expresada:

no son santos todos los que fingen tener conciencia, creo que no ofenderé a nadie si digo que la mayoría de los hombres, al menos facciones de hombres, cuando tienen poder suficiente, hacen uso de él, de buena o mala manera, en ventaja propia y para establecerse a sí mismos como autoridad; pocos se abstienen de tomar el dominio si disponen del poder para hacerse con él y mantenerlo. Por tanto, cuando los hombres se reúnen en asociaciones que se distinguen del público y tienen una confederación más estrecha con los de su propia denominación y partido que con el resto de los súbditos (que esta separación sea religiosa o por motivos absurdos no importa, aunque las vinculaciones religiosas son más fuertes, con pretensiones de consciencia más atractivas y aptas para atraer partidarios, y por ello más sospechosas y más susceptibles de ser vigiladas); cuando, como digo, crece cualquier partido así, o crece tanto que le parece peligroso al magistrado, y se considera que amenaza visiblemente la paz del Estado, el magistrado puede y debe usar todas las vías políticas o coercitivas que sean convenientes para debilitar, romper o suprimir al partido[6].

El anterior fragmento trata un tema clásico en la tradición republicana: el peligro de las facciones (grupos de poder privado capaces de corromper las instituciones de la república en su favor, cuando no de sobrepasarlas). Locke apela a la constitución de una sociedad civil plural, no en abstracto, sino informado por una gran sensibilidad institucional y político-económica. Piensa una neutralidad religiosa en la que las iglesias son igualmente consideradas según sus opiniones teológicas -pues el magistrado no tiene la autorización de la comunidad para decidir sobre la salvación espiritual-, pero desigualmente consideradas desde el punto de vista de las consecuencias prácticas de esas ideas y su capacidad de dominio -pues no puede haber ninguna que compita con el poder civil-. Locke estima igual de absurda y peligrosa la irreverencia cuáquera contra toda autoridad que las jerarquías católicas que refuerzan el dogmatismo. Pero lo relevante desde el punto de vista de la tolerancia es el dominio -la acumulación de poder privado- que cuáqueros y católicos ostentan, medido, por ejemplo, en la capacidad que tienen para utilizar las instituciones públicas a su favor contra las libertades de todos y contra el bien común[7].

En el Ensayo de 1667, el texto más político del corpus toleracionista de Locke, leemos que el caso de los católicos es "bien distinto", que hay que "compadecerse menos de ellos que de otros, ya que no reciben un trato distinto del que por la crueldad de sus propios principios y prácticas es sabido que merecen"[8]. Para el Locke del Ensayo, a diferencia de las sectas protestantes, el catolicismo se habría granjeado a sus fieles mediante dominación y persecución. Los católicos no habrían sido convencidos por sus sacerdotes, sino subyugados por su Iglesia: convertidos en gentes supersticiosas, dogmáticas e intransigentes. La única forma de traerlos al redil de la tolerancia sería entonces, no mediante el convencimiento (como todavía podría ser el caso para los disidentes del anglicanismo), tampoco mediante la represión (puesto que es imposible forzar una creencia), sino desactivando primeramente todos aquellos dispositivos de dominación de los que el catolicismo hasta ahora habría gozado. A pesar de que los ataques explícitos contra el "papismo" desaparecen casi por completo en la Carta, la misma intuición del Ensayo permanece en la forma de una imponente observación epistémica: si bien es cierto que la verdad "no necesita de la fuerza para entrar en la mente de los hombres", no hay que olvidar, en cambio, que "los errores, de hecho, prevalecen mediante la asistencia de apoyos extraños y ajenos"[9].

En el Ensayo se expone el caso de Japón, donde desde principios del XVII cientos de misionarios jesuitas habían sido torturados y asesinados junto a muchos más de la población autóctona que los cobijaba (tal y como ha mostrado Scorsese en la reciente película Silencio). Locke no recomienda semejante violencia a quienes pretenden acabar con las sectas o los católicos en Inglaterra. La lección nipona, dice Locke, no se encuentra en la uniformidad religiosa, ya que los japoneses "toleran siete u ocho sectas [no cristianas], muy distintas entre ellas (...) y el magistrado no es para nada curioso o inquisitivo sobre a qué secta pertenecen sus súbditos y ni siquiera les fuerza a que sean de su religión". Como habría que suponerle a Locke, tampoco tuvieron los japoneses "ninguna aversión por el cristianismo". Lo que sí que tuvieron, como también tuvo Locke, fue una fantástica lucidez empírica. La persecución japonesa contra católicos se habría debido a motivos puramente civiles: "la doctrina de los curas papistas les hizo sospechar que la religión no era sino una excusa para un proyecto de imperio, y les hizo temer por la subversión de su Estado, sospecha que sus propios sacerdotes aprovecharon todo lo que pudieron para extirpar esa religión creciente"[10].

A primera vista, la frialdad argumentativa ante la ejecución sistemática de jesuitas y católicos conversos en Japón podría ser un indicio de una verdadera inquina anticatólica enterrada en lo más profundo de la psicología del filósofo: los papistas serían como "las serpientes, a las que no se puede convencer de buena manera para que dejen de usar su veneno"[11]. Aquí es donde entra en juego la "novedad" del manuscrito recientemente recuperado. Es el único texto en el que Locke considera sistemáticamente "razones para tolerar a los papistas": todas ellas cuestiones prácticas o de conveniencia para el magistrado (por ejemplo, no desperdiciar el potencial talento de los católicos, no empeorar la situación de los protestantes en países católicos, etc.). Luego pasa a enumerar las ya conocidas razones para no tolerarlos. Prueba de su honestidad intelectual o de su diligencia con los encargos políticos de Lord Ashley, este manuscrito nos permite leer una versión temprana y explícita del que será el núcleo normativo de la tolerancia lockeana. El problema con los católicos

no es su diferencia en opiniones religiosas, o en sus ceremonias cuando rezan; son sus principios peligrosos y facciosos en relación con el Estado (los cuales están mezclados con, y son parte de, su religión) lo que les excluye del beneficio de la tolerancia. ¿Quién podría considerar adecuado tolerar a los presbiterianos o a los independientes [puritanos] si hicieran parte de su religión el someterse implícitamente a un poder extranjero infalible?[12]

Aun suponiendo que las conclusiones de Locke hubieran estado originariamente animadas por una arraigada paranoia anticatólica, su manera de constituir la tolerancia es públicamente disputable: si se mostrase que los católicos podían renunciar a sus opiniones sediciosas sin renunciar a sus artículos de fe y su culto, estos serían tolerados; es decir, que la experiencia empírica podría mostrar a Locke que su juicio, siempre circunstancial, andaba errado. Esto es bien distinto que justificar la intolerancia contra un grupo particular alegando que son "herejes" o inexorablemente sediciosos, por ejemplo[13]. Más interesante aún: la frontera de esa tolerancia se vertebra sobre un principio general, que se aplica a cualquier grupo privado, sea iglesia o no, que pudiera socavar la supremacía civil; por eso para Toni Domènech "conquistar la tolerancia significó (...) acabar con la Iglesia como potencia feudal, como esfera gigantesca de poder privado capacitada para disputar con éxito a las autoridades públicas el derecho a definir la utilidad pública"[14].

Seamos más tolerantes

Celebrando la recuperación de este manuscrito, me es inevitable recordar dos noticias que, ironías del destino, aparecieron durante la misma semana que se hizo público este texto de la inmatriculación de más de 30.000 propiedades por parte de la Iglesia Católica en España en menos de veinte años -es decir, la inscripción por primera vez en el Registro de la Propiedad de esos bienes (como suyos, claro)-; la otra, que esa misma Iglesia Católica recauda 335 millones de euros al año en donativos sin control fiscal.

El dato de las inmatriculaciones proviene de un informe que el gobierno recibió el año pasado y que todavía no ha hecho público. Este se comenzó a elaborar a raíz de una proposición no de ley de abril de 2017 y, en el verano de ese mismo año, con miedo de que tanta transparencia repentina descubriera todas las vergüenzas apostólicas y romanas, alguien de la casa incluso se aventuró a hablar de "desamortización encubierta". Este curso, entonces, aquellos clérigos tan preocupados por lo terrenal deben hallarse asustadísimos: no vaya a ser que, a raíz del manuscrito y lo de la tumba de Franco (y lo de la Mezquita de Córdoba, y lo de los colegios concertados religiosos y lo de los casos de pedofilia...), Locke se ponga ahora de moda entre los estudiantes de selectividad y comiencen a pedir a la Iglesia Católica que rinda cuentas sobre toda esa excepcionalidad públicamente injustificable que la rodea.

Clamando tolerancia, estos estudiantes podrían preguntarse, como hizo muy razonablemente Locke, ¿de qué modo ayuda la posesión de bienes mundanos a la salvación espiritual? Y tras hallar la más que obvia respuesta, podrían concluir, como hizo el inglés, que en las asociaciones religiosas "no debe ni puede haber transacciones concernientes a la posesión de bienes civiles y mundanos", que "la posesión de todos los bienes externos está sujeta a la jurisdicción del magistrado civil"[15]. Y hallarían, en el contenido de otro de sus exámenes -el de Historia de España- abundantes motivos sociohistóricos para respaldar su conclusión, como también los halló tres siglos antes el profundamente religioso Locke: "cuán fácilmente el pretexto de la religión y del cuidado de las almas sirve como tapadera de la codicia, la rapiña y la ambición" (16) .

Notas:

 

[1] John Locke, A Letter Concerning Toleration, en A Letter Concerning Toleration and Other Writings, ed. Mark Goldie, LibertyFund, Indianápolis, 2010, p. 52. Esta posición, con honrosas excepciones, fue común a casi todo el protestantismo inglés; era aceptada por Locke al menos desde 1659, véase su borrador de "Carta a S.H. (Henry Stubbe)" en John Locke, TwoTractsonGovernment, ed. Philip Abrams, Cambridge University Press, 1967, apéndice I, p. 243.

[2] A Letter Concerning Toleration, op. cit., p. 24.

[3] Ibíd., pp. 44-45.

[4] Ibíd., p. 50.

[5] Nótese que pese a todas las buenas intuiciones con las que la tolerancia lockeana puede fertilizar nuestras reflexiones sobre la esfera pública, sus preceptos son precarios en lo que respecta a nuestras convicciones sobre la libertad de expresión o de pensamiento. Es cierto que Locke distingue, a veces incoherentemente, entre creencias per se y creencias que tienen consecuencias para la comunidad (porque impelen a acciones públicamente perjudiciales). Es decir, que Locke asume que ciertas creencias necesariamente quiebran la honestidad y la capacidad para vivir en comunidad de quienes las sostienen: ese es llamativamente el caso contra los ateos. La primacía de las obligaciones con Dios -las vías para la salvación- son en Locke un límite del Estado, pero también un requisito indispensable de este: si, como hacemos los ateos, no se cree en esas obligaciones con Dios, no se pueden adquirir honestamente otras. Por lo demás, Locke otorga al magistrado un grado -hoy inaceptable- de discrecionalidad para determinar qué ideas, si llevadas a la práctica, socavan la civilidad y los derechos de la comunidad. Esta faceta filoautoritaria se tamiza cuando leemos sus textos toleracionistas en el conjunto de sus textos políticos, especialmente el Segundo tratado sobre el gobierno civil.

[6] An Essay Concerning Toleration, op. cit., p. 118.

[7] En la Carta de 1689 leemos sobre "los jefes y líderes de la iglesia, movidos por la avaricia y por un insaciable deseo de dominio", quienes han "utilizado la inmoderada ambición de los magistrados, y la crédula superstición de la multitud embelesada", A LetterConcerningToleration, op. cit., p. 60.

[8] An Essay Concerning Toleration, op. cit., p. 123.

[9] A Letter Concerning Toleration, op. cit., p. 45.

[10] An Essay Concerning Toleration, op. cit., p. 131.

[11] John Locke, An Essay Concerning Toleration, en op. cit., p. 123.

[12] John Locke, "Reasons for tolerating papists equally with others", transcripciónen J. C. Walmsley y F. Waldman, "John Locke and the toleration of Catholics: a new manuscript", The Historical Journal, 2019, p. 23.

[13] Véase John Rawls, A Theory of Justice, Oxford University Press, 1973, p. 215-216.

[14] Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad, Akal, Madrid, 2019, p. 313.

[15] A Letter Concerning Toleration, op. cit., p. 18.

[16] Ibíd., p. 40.

 

Daniel Raventós y Julio Martínez-Cava han leído, comentado o corregido amablemente versiones previas de este texto.

 

(*) David Guerrero. Miembro del comité de redacción de Sin Permiso, es doctorando en Sociología en la Universidad de Barcelona.

Fuente:www.sinpermiso.info, 5 de octubre 2019


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