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La hora de los hornos y de las heladeras

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Por Esteban Valenti (*)

Pino Solanas se hizo famoso en los años 60 con su película La hora de los hornos. Se estrenó en 1968 fuera de Argentina y recién en 1973 pudo proyectarse en su país de origen. Es una película del 68, por su temática, por su sensibilidad y porque retrató un continente de sangre y fuego con una visión peronista revolucionaria. Aunque para la mayoría de los uruguayos esos términos juntos suenen raro.<

Influyó en la generación del 68, tanto desde el punto de vista político como cultural. Era un tiempo de fuertes testimonios, de choques muy duros y violentos y de registros estéticos de acuerdo a esa realidad y a esa sensibilidad. En Uruguay tuvo bastante público, aunque el sesgo peronista limitó su influencia. La izquierda uruguaya y el peronismo siempre se miraron con recelo, aunque algunas posiciones tercermundistas metían todo en la misma bolsa ardiente.

Lo cierto que esa "hora" tiene muy poco que ver con esta "hora", ni en Argentina, ni en Uruguay o en general en América Latina. Las cosas se cocinan de otra manera. Por ejemplo en la Argentina el peronismo, tiene su principal expresión en el kirchnerismo, aunque vaya en fórmula con Alberto Fernández, también peronista.

El gran corte entre liberación nacional y social y todo lo demás, hoy tiene expresiones muy difíciles de reconocer. Incluso los personajes  centrales de ese documental han asumido otra imagen y otros papeles. La historia es implacable.

Esa "hora" a la uruguaya, marcó profundamente a nuestro país, pero con otra impronta y fue el preámbulo de la tragedia que vivimos durante once años, a partir de 1973. No intento hacer una reseña histórica, sino pescar en la memoria para comprar con la actualidad.

La revolución agraria y antimperialista y el socialismo, el más tradicional y mundial o el tercerista hoy, son un lejano recuerdo, que no recogen los grandes partidos progresistas o que se proclaman de izquierda. Hasta la palabra capitalismo se ha difuminado, ahora es la economía de mercado, a lo sumo.

Pero hay grandes diferencias entre esos dos electrodomésticos, los hornos y las heladeras y hasta parecen ser una descripción de las tendencias de las "horas", de los tiempos.

Los hornos cocinan, levantan las masas leudadas, hornean ideas atrevidas e hirvientes, no solo por su temperatura social y cultural, sino porque se atreven a cuestionar los grandes poderes, mundiales y locales. También es cierto que como en todas las grandes cocciones de la historia hay cosas que se queman, otras que quedan crudas y muchas cenizas, muchas de ellas muy dolorosas. Los hornos paren, las heladeras congelan, enfrían y casi todas tienden a tener las mismas formas cuadradas y angulosas.

Estos son tiempos de preservación, tiempos de centro, donde vale la pena correr la heladera, sea del modelo y la trayectoria que sea, hacia el centro del ambiente. Allí donde supuestamente están los incautos votantes esperando que los metan para adentro de un objeto que siendo más pequeño que el refrigerador, tiene su misma forma de prisma, la urna.

Todos queremos las urnas con pasión, las reclamamos durante 11 años, las reclamamos hoy libres y honestas para varios países de la región, oprimidas por dictaduras de verdaderos estúpidos, como Nicolás Maduro o Daniel Ortega. Pero eso no debe plantearnos el dilema de fondo, como hacer hornos con las urnas. ¿Se puede?

En el Uruguay creímos que sí, que se podían cocer grandes y profundos cambios, no solo en los bolsillos - siempre importantes - sino en la vida, en la convivencia, en la fraternidad, en la libertad y naturalmente en cómo se distribuyen los frijoles. Y además terminar con las mismas dinastías de siempre sentadas en los sillones y manejando los bancos. Los públicos siempre, y los privados cuando venían crisis pesadas que levantar.

Algún sabio incomprendido acuñó la famosa imagen de la heladera como capacidad ilimitada de triunfo y de substitución de los hornos. Y por esa ruta vamos.

Lo que nos importa ahora, es que los hornos se duerman, se entibien apenas y por otro lado que las refulgentes heladeras ocupen su lugar en el poder y si fuera posible para siempre. Por ese camino vamos en Montevideo, 30 años y por la mitad a nivel nacional.

El palacio desde el que se gobierna actualmente es perfectamente una enorme heladera de cemento y cristal y allí se preservan al fresco las vituallas del poder y poco más.

Los pobres y los indigentes son menos, nadie lo niega, pero están peor y mucho más lejos y cuando una parte de ellos cruza la zanja, es para disputarnos a punta de pistola o de cuchillo nuestras vidas y nuestras propiedades. Y en la heladera hacemos sociología, ponemos mucha plata en la seguridad  y a los malos los encerramos por miles en la cubetera a la espera de un milagro, que se rediman.

Le dimos más plata que en cualquier otra época a la educación, creamos grupos de estudiantes muchos menos numerosos, edificamos liceos, escuelas, facultades, le dimos computadoras gratis y hasta cometimos el sacrilegio de formar otra universidad y las cifras cantan, pero apagamos el fuego sagrado de una pedagogía que era parte fundamental de nuestros hornos, porque la cultura, la educación eran liberación, eran audacia, eran cocinar la principal herramienta del futuro. Ahora no son ni siquiera conservación.

El horno de la política, tenía sus programas, su épica, su estética y naturalmente su ética y ardía a fuego vivo. Tenía y construía a diario su relato, sus historias, sus fraternidades y ¿por qué no? sus enemigos y sus odios.

Ahora la heladera se tragó la política y la transformó en sillón, con un tornillo helado que nos recuerda que el poder desgasta, al que no lo tiene, y esta máxima está escrita junto a la marca del refrigerador. El máximo riesgo no es dejar de cocinar, de pensar, de osar, de poner en discusión el orden injusto, ahora en el temblor del refrigerador lo más temido es perder la huevera, la mantequera y tener que salir a la calle a las 8 horas, o incluso a las 6 horas cada día más de moda. Es que el trabajo, la palabra original que dio nacimiento al horno, se ha transformado en un eufemismo.

Lo que hay que tener en la heladera, bien al fresco es un empleo, pero eso no necesariamente -en particular en el Estado - quiere decir tener un trabajo. Y así explotaron las enfermedades profesionales congeladas, las pensiones por enfermedad y todos los atajos posibles para alejarnos del calor del horno de la producción y el esfuerzo. Y si en algún frío anaquel algún heladero se queda con lo ajeno, o lo malgasta, o miente sobre sus etiquetas, el frio es tan poderoso que todo lo perdona, a lo sumo suspende, pero nunca enseña, ejemplariza.

La ética de la política se transforma en una mercancía en disputa y que se juega en el mercado de las comparaciones, cuanto más lejos del fuego abrasador de la crítica. Lo mismo con los acomodos y el clientelismo. ¿Quién dijo que estaba prohibido? Eso era para los otros, para los nuestros es un frio derecho.

Para estar frescos en el poder es que luchamos, nos sacrificamos y ahora lo gozamos. Igual que ellos, que los otros, que esos que pretendíamos rostizar en el horno de la historia.

El daño mayor, el que necesita un profundo revolcón de humildad y de crítica y nadie tiene la garantía que nos salvará del congelador, es en las ideas, en los cuestionamientos, en la capacidad de imaginarnos un mundo diferente. En la heladera lo decoramos.

Y el daño es a nivel masivo, social pero también en lo individual, porque difundimos que se puede, mejor dicho se debe, acostumbrarse a las bajas temperaturas mentales e ideológicas y que todo se arregla con cantarolas y nostalgias.

Mientras el mundo se consume en nuevas temperaturas tecnológicas, climáticas, políticas y xenófobas a nosotros nos queda siempre el consuelo de conseguirnos una cómoda y espaciosa heladera de última generación, hasta con dispensador de hielo.

 

(*) Periodista, escritor, director de Uypress y Bitácora. Uruguay


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