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Por una cinefilia renovada

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Por Vicente Monroy

¿Qué es el cine? Ni lo que ha sido, ni lo que va a ser, sino la reiteración constante de la pregunta, sin esperar una respuesta.

1. En 1955, Éric Rohmer publicó en la revista Cahiers du Cinéma un importante ensayo en cinco partes, Le celluloïd et le marbre (El celuloide y el mármol), en el que acometía una curiosa empresa: interrogar desde el punto de vista de la cinefilia al resto de las artes (la novela, la pintura, la poesía, la música y la arquitectura). Una tarea ambiciosa, que enfrentaba el lenguaje todavía en formación de la teoría del cine con otras teorías que contaban con siglos de desarrollo. Pero, en cierto modo, era también una venganza contra un gusto intelectual que, durante las primeras décadas del siglo XX, había negado sistemáticamente que hubiera un lugar para el cine entre las artes. 

Más bien en las antípodas del arte, el cine había nacido como una curiosidad técnica, una atracción de barraca de feria, y de esta fama no se deshizo fácilmente. Siempre comparado y siempre menor, este invento sin porvenir, como se cuenta que lo definió el propio Louis Lumière, uno de los inventores del cinematógrafo, no lo tuvo fácil para alcanzar la elogiosa categoría de séptimo arte. Escritores como Georges Duhamel lo habían despreciado como un "divertimento de ilotas, pasatiempo de analfabetos y de criaturas miserables". Frente a palabras tan duras, la revancha de Rohmer parece comprensible. En El celuloide y el mármol no establecía una posición de igualdad, sino quizás incluso de superioridad jerárquica del cine. Se atrevía a pensar que, en una época en que el resto de las artes parecían a punto de morir, el cine no había hecho todavía más que comenzar una prometedora andadura. Era un arte lleno de porvenir.

CUALQUIER MITO DE ORIGEN NO ES MÁS QUE UNA FORMA UN TANTO TORPE DE CONVOCAR LA INEXISTENTE INTEGRIDAD Y PUREZA DEL CINE

Podemos reconocer que a aquel viejo escepticismo aristócrata, aunque profundamente elitista, no le faltaba un poso de razón. Desde sus orígenes, el cine siempre se encontró más cómodo en un universo lúdico y popular, mientras que, a comienzos de siglo, las otras artes se lanzaban sin resuello hacia su propia destrucción y resurgimiento, ciegas de elitismo y autoanálisis: la pintura buscaba las maneras más retorcidas de romper con la figuración, la novela se esforzaba en el descrédito de las formas burguesas, la arquitectura internacional formulaba, directamente, su exclusión del sistema de las artes en pos del funcionalismo... "Es inquietante que en nuestros días la mayor parte de las obras ya no se hagan para la intimidad de una habitación, de un salón, sino para la frialdad de un museo o, peor todavía, para el tétrico almacén de un coleccionista. El artista ya no tiene la ambición humilde de contentar al cliente, sino la de enriquecer el patrimonio de la humanidad".

Aunque no faltaron aquellos que, movidos por impulsos afines, ya en la década de los años 20 reclamaban la necesidad de encontrar los mecanismos verdaderos del cine, ajenos a la narrativa y a la estructura narrativa clásica. La tradición era escasa y ofrecía poco material que quemar en esta hoguera purificadora. El cine resistió aquel embate y los siguientes. La vanguardia siempre ha estado y seguirá estando, le pese a quien le pese, en un segundo término de su historia. La de una mirada devota e idólatra a los mecanismos plásticos y formales, o al trabajo artesanal del cineasta sobre el celuloide. Como había dicho Rohmer en otro artículo polémico en Combat: "En el cine, el clasicismo no está por detrás sino por delante".

Junto al error de buscar lo verdaderamente cinematográfico, hubo también quien cometió el error inverso: el de entender el cine como materialización del deseo de un arte total, simple suma de todas las demás. Idea, recuerda Rohmer, peligrosa, porque pensar en el cine como suma de artes u oficios aplicados solo puede llevar a la evidencia de que una película siempre será menos poética que un poema, menos novelesca que una novela, menos musical que una sinfonía, menos pictórica que una pintura y, finalmente, solo se podrá reconocer la inferioridad del conjunto frente a las partes. Al nuevo arte no le bastó con desarrollar una gramática y unas reglas, un control de las otras artes. Tuvo que abandonarlas finalmente para inventar su propia historia. 

Ningún complejo es fácil de superar. De esta necesidad de legitimación surgieron muchos tópicos todavía hoy vigentes y problemáticos, como el carácter sacramental de la sala, espacio de comunión y de revelación compartida, o la obsesión por la experiencia iniciática de la infancia, las primeras películas vistas, casi místicas, que tantos directores han usado como motivo romántico. El mito de esta primera experiencia personal se hace equivaler a otro mito del origen a escala histórica: el de aquel fabuloso primer pase de las películas de los Lumière en el SalonIndien du Grand Café, el 28 de diciembre de 1895, donde, según se dice, el público gritó aterrorizado al creer que el tren proyectado en la pantalla se les venía encima. Un relato un poco ingenuo y conveniente: entre la alta sociedad parisina presente aquel día, milagros así debían ser más o menos comunes en una era de invenciones técnicas y descubrimientos. Lo demuestra el escepticismo de sus propios inventores sobre su futuro. Del mismo modo que ellos, ninguno de nosotros ha llegado a una sala en la infancia dotado de una pureza excepcional, que la primera película haya transformado para siempre. Cualquier mito de origen no es más que una forma un tanto torpe de convocar la inexistente integridad y pureza del cine. Más bien su lenguaje -y también en gran medida su interés- se presenta como una forma especial de confluencia de elementos abstractos conocidos de antemano: palabra, figura, ritmo, color, sucesión, formato, narrativa... 

NOS CUESTA RECONOCER QUE LA SUYA FUE UNA APARICIÓN CARENTE DE TODA ÉPICA, LENTA, TORPE Y TARDÍA, QUE NI SIQUIERA LLEGÓ A TIEMPO PARA SERVIR AL DESEO DE AUTORREPRESENTACIÓN DE LA NUEVA CLASE BURGUESA QUE HUBIERA SIDO EL MEJOR ALIADO DE SU NATURALISMO

Esa confluencia de elementos formales responde a otra confluencia técnica, que definió su nacimiento como artefacto o sistema. El desarrollo de los procesos fotomecánicos y fotoquímicos, la estabilidad de la imagen, la película en rollo... Contra el mito del origen como instante de revelación, se descubre la clásica discusión sobre si el cine fue en realidad invención de este o aquel pionero, de los Lumiére, de Edison, de Le Prince o de otros muchos. En suma, de ninguno. En realidad, nos cuesta reconocer que la suya fue una aparición carente de toda épica, lenta, torpe y tardía, que ni siquiera llegó a tiempo para servir al deseo de autorrepresentación de la nueva clase burguesa que hubiera sido el mejor aliado de su naturalismo. Como ha dicho Jean-LucGodard, el cine es un asunto del siglo XIX que se desarrolló con un siglo de retraso. 

Lo que sí mantuvo de aquel ideario burgués del siglo XIX fue su modelo estético, antes prerrafaelita que impresionista o vanguardista. Aunque posterior a las otras artes cronológicamente, era anterior en sus posicionamientos. El colmo del naturalismo: "La existencia precede a la esencia" (André Bazin), una inversión histórica de los términos. En esta máxima, los teóricos más importantes del nuevo lenguaje encontraron su esencia: un arte hecho de presente, que captaba una realidad del modelo sin manipular. El cine obligaba a releer las categorías, hasta ahora antitéticas, de arte y naturaleza. Desde esta formulación, finalmente, se atrevió a mirar a los ojos a sus hermanas sin complejos. 

2. Veintitrés años más tarde, en 1983, ÉricRohmer concedió una entrevista a Jean Narboni a propósito de una edición de sus textos escogidos, El gusto por la belleza. El catálogo de textos incluidos en esta antología era excepcional, pero Narboni se preguntaba sobre una peculiar omisión a demanda expresa de Rohmer: precisamente la de aquel ensayo fundacional, El celuloide y el mármol, en el que el que el nuevo gusto cinéfilo se había atrevido a desafiar abiertamente al sistema de las artes. Rohmer respondía:

"Actualmente aborrezco la cinefilia, odio la cultura cinéfila. En El celuloide y el mármol sostenía que estaba muy bien ser un puro cinéfilo, no tener otra cultura, estar cultivado únicamente por el cine. Ahora, por desgracia, ocurre que hay gente que la única cultura que tiene es la cinematográfica, que piensa únicamente en el cine, que hace películas en las que hay seres que solo existen en el cine. Tanto si son reminescencias de viejas películas como si son personajes cuya profesión es el cine. ¡El número de películas de principiantes que ponen en escena historias de cineastas es espantoso! Creo que en el mundo hay otras cosas además del cine, y que el cine necesita alimentarse de ellas. El cine es el arte que menos se puede alimentar de sí mismo". 

A LO LARGO DE LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XX, HORDAS DE INTELECTUALES FORMADOS ÚNICAMENTE EN EL CINE RECLAMARON LA SOBERANÍA DE ESTE ORGULLOSO ESPACIO RECIÉN DESCUBIERTO

¿Que había ocurrido entre un momento y otro, para que Rohmer criticara con tanta firmeza la consolidación de un modelo cultural que él mismo había defendido? La respuesta no es sencilla. La entrada del cine en su etapa de madurez había provocado una serie de lentas y desacopladas transformaciones, asimilaciones, conveniencias y novedades (nuevamente: en la historia del arte no existe la épica), y entre ellas la más importante: el prestigio recién descubierto del individualismo creador a través de la invención de una nueva figura totalitaria, la del auteur, el autor, que venía a oponerse a un viejo sistema de producción marcado por un modelo jerárquico de aplicación de normas y convenciones. Convenciones, diría Rohmer, cuya superación significaba un punto de no retorno, incluso aunque el modelo industrial siguiera su propio rumbo, porque habrían perdido "toda su virtud salvadora en el momento en que ya no se imponen por la fuerza, sino por derecho; una vez que el artista, consciente de sus ventajas, las acepta de buen grado, en lugar de someterse a ellas". 

La transformación del cineasta en autor no estaba libre de contradicciones. Se trataba de una adaptación un tanto artificial de un modelo propio de la literatura, que Alexandre Astruc había teorizado en 1948 en su famosa teoría de la caméra-stylo (la cámara-pluma), a través de una potente metáfora: si el autor literario escribe con la pluma, el autor de cine lo hace con la cámara. De esta forma, la figura solitaria del escritor se imponía a un arte caracterizado por la división de oficios. La finalidad de esta teoría era reclamar la existencia del genio creador, ideador y ejecutor de la obra como expresión de la voluntad.

El desarrollo, en cierto modo inevitable, de la teoría del autor, fue el punto culminante de su definición como arte. Alrededor de esta idea levantó sus amplios dominios el mito de la cinefilia. La expresión cine de autor, opuesta a un pretendido cine comercial o de oficio, se convirtió en la forma de etiquetado del producto de esta nueva tendencia cultural, ajena por fin a las viejas disputas entre el cine y el arte. Definida la supremacía del genio creador, ahora se podía hablar de una película de Orson Welles como se habla de un cuadro de FraAngelico. La independencia del cine como lenguaje, como mito y como tradición parecía finalmente consumada. Perdió su traumático contacto con el resto de las artes, de no ser por breves metáforas. A lo largo de la segunda mitad del siglo XX, hordas de intelectuales formados únicamente en el cine reclamaron la soberanía de este orgulloso espacio recién descubierto. 

Pero la cinefilia, quizás el movimiento cultural más importante del último medio siglo, se convirtió en algo más que el amor al cine: una fuerza activa y manipuladora, abundante en caprichos y en melancolías. Se desarrolló como una cultura paralela, que ya únicamente refería al cine como espacio interior, encerrado en sí mismo, cada vez más introspectivo. No se entendía como reflejo de la vida, sino como sustitución. El cine era la vida, decía Truffaut. Curiosa contradicción para un arte proyectado. Pronto, el cine de autor se olvidó de hablar del mundo y solo supo hablar de sí mismo. La cinefilia transformó el material de sus obsesiones, lo adaptó a sus principios, ocupó finalmente su lugar. 

PRONTO, EL CINE DE AUTOR SE OLVIDÓ DE HABLAR DEL MUNDO Y SOLO SUPO HABLAR DE SÍ MISMO. LA CINEFILIA TRANSFORMÓ EL MATERIAL DE SUS OBSESIONES, LO ADAPTÓ A SUS PRINCIPIOS, OCUPÓ FINALMENTE SU LUGAR

La idolatría de los cinéfilos generó un sorprendente universo de estereotipos, que abandonó las preocupaciones por la ontología del medio y las sustituyó por una irracional melancolía por un tiempo mítico, una Arcadia perdida de las imágenes. Porque, por encima de todo, la cinefilia es una cultura de la melancolía, que se reduce cada vez más a un catálogo de clichés e ideas procesadas, que ponen en escena artificialmente lo que alguna vez fue la promesa de un arte futuro. El cine de autor actual se ha vuelto completamente hermético, está hecho únicamente para cinéfilos. En su esfuerzo por emanciparse de las otras artes, ha llegado a perder su contacto verdadero con el mundo. 

3. Habría que esperar otros veintiséis años para que el ciclo iniciado en 1955 con la publicación en Cahiers du cinéma de aquel mítico ensayo en cinco partes se cerrara finalmente. Apenas dos meses antes de su muerte en 2010, ÉricRohmer concedió una larga entrevista a Noël Herpe y PhilippeFauvel que acompañaría la reedición póstuma de El celuloide y el mármol.

Si en el ensayo original Rohmer reflexionaba sobre el futuro de la cinefilia, y en la entrevista de 1983 reflexionaba sobre su presente, en esta entrevista tardía, a sus 89 años, se negaba a hablar de otra cosa que del pasado del cine, reconociendo: "Mi pesimismo de aquella época se ha extendido también al cine: ya no son sólo las otras artes las que se lanzan hacia el fin del mundo (en fin, de su propio mundo), es más grave: también lo hace el arte cinematográfico".

En el núcleo de este arco teórico de más de medio siglo, el reconocimiento de la decadencia del cine no era sino un desenlace natural: reescribiendo la historia para convertirlo en un arte, se lo condenaba también a terminar sufriendo el destino trágico de las otras artes. Una tendencia al desastre que él mismo había primero alimentado y después reconocido, a través del de la implantación hegemónica de la cultura cinéfila. Ahora Rohmer criticaba incluso las obras de sus viejos compañeros de generación, de Truffaut y de Godard, por haberse convertido también en comentarios filmados sobre cine. 

El efecto de una revolución no dura eternamente, porque es en gran medida fruto de la ilusión. A estas alturas, el presagio de Rohmer se muestra cada vez más verdadero. El cine parece condenado a convertirse en un pobre reflejo de sí mismo. Basta un vistazo rápido al panorama actual para comprender que, de seguir su ruta actual, la cinefilia se revelará muy pronto como un ejercicio de canibalismo cultural. Las carteleras están llenas de reestrenos, remakes, reclamos de estéticas pasadas, el público bascula nuevamente hacia los grandes relatos de un tipo anterior a la modernidad, que hoy han encontrado un campo de cultivo excepcional en las series televisivas, un nuevo canon de qualité. Por todas partes, el cine retrocede a sus bellezas más vulgares: el pintoresquismo, la ruptura formal, una tendenciosa y reaccionaria puesta en escena de debates morales, lo referencial, lo transnacional y lo virtual, el valor del cuerpo y de la experiencia, el gusto por los frames robados de películas con frases ingeniosas o melancólicas... Hace unas semanas se estrenaba Once Upon a Time in... Hollywood de Quentin Tarantino, una película reveladora en este sentido, donde la cinefilia se entiende como un artefacto absorbente, que niega la realidad y que desplaza finalmente la humanidad de sus personajes para transformarlos en dobles, en reflejos, en fantasmas.

¿Qué queda del reconocimiento del cine frente a las otras artes, de esa vieja y fructífera batalla de las artes, que transformó para siempre nuestra forma de mirar, y de la que Rohmer fue un soldado ejemplar? Con contadas excepciones, nada o casi nada, apenas pobres metáforas. La definición del cine como arte ya no nos interesa, o la damos orgullosamente por sentada. Hemos aprendido a disociar sus temas y sus formas, y ahora el único debate que acatamos con esmero es el de la destrucción de aquello que amamos. Una destrucción centrada en lo material: la decadencia de la industria, del talento, de las salas, de la distribución, del celuloide, de las formas de consumo. En un tiempo de especialización, apenas existe un debate sobre el arte, sobre la idea misma del arte como unidad superior del conjunto de las artes, que es donde debe centrarse una renovada querella de lo antiguo y lo moderno. 

Si el cine parece en cierto modo condenado a su mercantilización y a su degradación, es también porque hemos definido sus límites con excesiva claridad. Ya pocos aspiran a definir un espacio común donde los temas de la pintura se mezclan con otros literarios, y sus argumentos son espaciales o escultóricos, donde los grandes pasajes literarios son musicales o paisajísticos, y en suma, no existen límites entre las artes en sus momentos más altos. No me refiero a aquellos viejos momentos trascendentales, místicos, próximos a la eternidad, sino de aquellos de una belleza más humana. El arte se unifica en su humanidad, y esto es algo que no tenemos derecho a olvidar. 

El gran error de la cinefilia ha sido darle prioridad a la devoción del cine, y no a su comprensión como un medio en un constante proceso de transformación y contaminación, en una constante redistribución de sus valores de uso y de cambio, que necesita, cada muy poco tiempo, de una consiguiente destrucción de sus principios. La melancolía es un lastre demasiado pesado, la cinefilia corre el peligro de convertirse en un ejercicio endogámico. Reconozcamos que existe más que en otras artes la tendencia a una cultura de la veneración sin compromiso, basada en la acumulación excesiva de visionados acríticos, en el juicio de valor y en la idolatría. 

No basta con mirar y con escuchar, no basta con recurrir a la moral o a la emoción, la naturaleza del cine no es experiencial, ni sensorial, ni se limita al ámbito de su lenguaje. Lo puramente cinematográfico no existe; este arte ha aparecido en un estado lo bastante avanzado de la cultura como para reclamar un ideal tan ingenuo. Tampoco puede buscarse su identidad únicamente en su historia. Las grandes transformaciones de los últimos años en el seno de las imágenes y en sus modelos de reproducción y distribución son innegables, y no necesariamente nocivas. Somos nosotros los que nos negamos a cambiar. No se trata tanto de un estancamiento de las formas como de una resistencia de la mirada. La cinefilia se ha negado a dejarse transformar espiritualmente por este nuevo orden. Por todas partes siguen vigentes los prejuicios y los juicios de valor de otro tiempo, la dialéctica de lo bueno y lo malo, la superficialidad de una búsqueda de la moral y la voluntad autoral en unos gestos absolutamente pervertidos y estereotipados. El debate está desplazado, fuera de foco. La famosa pregunta, ¿qué es el cine?, propuesta por André Bazin con revolucionaria sencillez, se ha convertido en un chiste ingenioso, en una curiosidad, el Doctor Livingstone, supongo de la cultura cinéfila, antes que en la cuestión que debe guiarnos en todo momento. ¿Qué es el cine? Ni lo que ha sido, ni lo que va a ser, sino la reiteración constante de la pregunta, sin esperar una respuesta.


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