bitacora
ESPACIO PARA PUBLICIDAD
 
 

Cartas desde Brooklyn

imagen

Por Álvaro Guzmán Bastida

El órdago Omar

La congresista musulmana de origen somalí calibra el nivel de profundidad de la emergente izquierda estadounidense.

El criminal de guerra no daba crédito. Había eludido el escrutinio público tras su enésima resurrección política. Desde que el presidente Trump lo nombrara representante especial para Venezuela, apenas se había hablado del papel de Elliott Abrams como encubridor en jefe de violaciones de derechos humanos. Los medios no habían sacado a colación El Mozote. La oposición no había reparado en los 80.000 muertos de El Salvador, ni en su defensa férrea de Roberto d'Aubuisson, asesino intelectual del arzobispo Óscar Romero. También permanecía en el olvido su papel de vocero de la guerra sucia en Nicaragua, así como su recaudación en bancos suizos de fondos del sultán de Brunéi para luchar contra el comunismo por encima del veto del Congreso estadounidense a financiar las Contras. Apenas surgieron reparos de su labor de pionero de la justificación de la mentirosa y cataclísmica Guerra de Iraq. Ahora, en su primera comparecencia parlamentaria, tocaba debutar como anestesista en jefe de la intervención en las aguas del Caribe, convenientemente salpicadas de petróleo. Todo marchaba viento en popa.

De pronto, el presidente de la comisión de Exteriores de la Cámara de Representantes dio la palabra a una congresista novata, con apenas dos meses en el cargo. "¿Señora Omar?"

La mujer, de 37 años, carraspeó mientras agradecía al resto de miembros de la comisión. Le temblaba algo la voz. Sus tiernas manos sujetaban la vara arqueada del micrófono, de apenas diez o doce centímetros y bien asentado al atril, como queriendo asegurarse de que los prohombres de la sala oyeran lo que estaba a punto de decir. "Señor Abrams", prosiguió. Poco a poco se iba soltando, levantando con más frecuencia la vista de sus notas. "En 1991 se declaró usted culpable de dos delitos de ocultar información al Congreso en relación con su participación en el caso Irán-Contra, de los que luego le indultó el presidente George H.W. Bush", arrancó con un leve acento del África oriental. Apenas un fino estampado blanco y un leve piercing en la nariz rompían la negritud que había elegido para la ocasión; también la no elegida: la de su vestido y su hiyab, la primera que se había visto en el Congreso de los Estados Unidos; la del esmalte de sus uñas; la de su delicada piel.

A Abrams se le arquearon las cejas. Sentado frente a Omar a apenas media docena de metros y un par de escalones por debajo de su interlocutora, el representante especial escuchaba con la mirada en alto y sin apenas parpadear. Su rostro, de costumbre altivo y dado a la sonrisa burlona, se había torcido en una mueca agria. De las mangas de su traje de raya diplomática asomaban, gemelos mediante, unas manos entrelazadas que apenas podían contener su rabia.

"No me entra en la cabeza", prosiguió Omar, ya sin consultar sus notas y con la mirada fija en Abrams "cómo los miembros de esta comisión y de la sociedad estadounidense podrían encontrar veraz cualquier testimonio que preste usted hoy".

"Si pudiera responder a eso...", espetó Abrams, saltando como un resorte de su postura de calma mal disimulada. Se incorporó sobre el micrófono.

"No era una pregunta". Le interrumpió Omar, que levantó su voz por encima de un Abrams cuyo micrófono apenas registró un "era un ataque", al tiempo que señalaba con el dedo a Omar. "Me reservo el derecho al uso de mi tiempo". Omar se detuvo unos segundos para dejar hablar a Abrams -para entonces con el rostro enrojecido-, que protestó ante el presidente de la comisión: "No está bien que los miembros de la comisión ataquen a un testigo al que no se le permite responder", concluyó, dejándose caer repantingado de nuevo sobre el respaldo de la silla de cuero.

"No era una pregunta", recalcó Omar, con una sonrisa triunfante. "Gracias por su participación".

¿De dónde ha salido esta mujer?, parecía preguntarse Abrams.

Ilhan Omar en la comisión de exteriores de la Cámara de Representantes interrogando a Elliott Abrams. 

Ilhan Omar nació en el seno de una familia relativamente acomodada de Mogadiscio a principios de los años ochenta. Tras morir su madre cuando tenía dos años, se crió en casa de su abuelo rodeada por su padre, sus hermanas, sus tías y el jolgorio melodramático de las películas de Bollywood. Su abuelo era un hombre progresista en una sociedad conservadora. "No permitía las normas de género en nuestro hogar", le contó en una entrevista al New Yorker a finales de marzo. "Y no le gustaban las jerarquías. Comíamos todos juntos, veíamos las noticias en familia. Se nos dejaba participar en todas las tertulias. Podíamos preguntar cualquier cosa. Y entonces llegó la guerra".

Omar tenía ocho años cuando estalló la guerra civil en Somalia. Su familia huyó a Kenia, donde se asentaron en el campo de refugiados de Dadaab, el más grande del mundo. "Mis primeros recuerdo están muy enraizados en la conexión profunda con el ruido del mortero al caer", relataba en el New Yorker. "Recuerdo las reacciones corporales que tienes cuando no sabes si meterte debajo de la cama para estar a salvo, o si eso hará que termines aplastada, por lo que quizá sea mejor quedarse de pie junto a la pared. Hoy veo un conflicto con esa violencia y pienso en lo que están pasando los niños pequeños. Y cuando no se habla de eso sino de otra cosa, me altero mucho".

"MIS PRIMEROS RECUERDO ESTÁN MUY ENRAIZADOS EN LA CONEXIÓN PROFUNDA CON EL RUIDO DEL MORTERO AL CAER", RELATABA OMAR EN EL NEW YORKER

Lejos de cesar, el conflicto armado en Somalia no paró de recrudecerse. Después de tres años en Dadaab, la familia de Omar empezó los trámites de reasentamiento de refugiados a través de las Naciones Unidas. El proceso, que duraría casi un año de intenso escrutinio, dio con Omar, por entonces una preadolescente, estudiando concienzudamente la historia y la cultura del que sería su nuevo país: los Estados Unidos. Omar cambió los culebrones indios por el cine de Hollywood, que visionaba en rupestres salas improvisadas del campo de refugiados, a menudo sin permiso de sus profesores. Es en esta experiencia formativa de joven refugiada, ansiosa de probar la libertad y la abundancia prometidas por el American way of life donde germinó el instinto político de la futura congresista. Acostumbrada a la América edulcorada que había deglutido en celuloide, Omar desembarcó en el Nueva York de 1992, sucio, descarnado y plagado de yonquis, delincuencia e indigencia.

"En las clases a las que asistí durante el proceso para llegar a este país no había gente sin casa", le contó Omar al New York Times años después, recordando aquel momento. "Había un Estados Unidos que extendía libertad y justicia a todo el mundo. Un país en el que la prosperidad estaba garantizada, sin importar dónde naciera uno ni qué aspecto tuviera, ni a qué dios rezase. Esa hipocresía me resultaba muy incómoda".

Omar y su familia no tardaron en abandonar Nueva York y reubicarse en el extrarradio de Washington, escenario más parecido al de las películas que habían supuesto el primer acercamiento de la joven al que iba a ser su nuevo país, para terminar definitivamente en Minneapolis, franqueados por la mayor colonia somalí en la diáspora. Pero el traumático bautizo estadounidense dejó huella: arrancó de cuajo la imagen idealizada que el país proyecta de sí mismo hacia fuera y cuajó en la joven una capacidad innata de tomarle la temperatura al sueño americano, midiendo la distancia entre lo que el país promete y la cruda realidad de lo que esconde para enormes capas de su población.

Mientras su padre se ajustaba a su nuevo estatus socioeconómico, trabajando como taxista primero y funcionario de correos después, Omar descubría la 'otredad' por primera vez en su vida, como mujer negra y musulmana. Una noche, después de que unos compañeros de clase la empujaran por las escaleras del colegio y le azotaran cuando se cambiaba de ropa en el vestuario después de clase de gimnasia, su padre le dijo: "Mira, esta gente no te trata así porque les caigas mal. Te lo hacen porque se sienten amenazados por tu existencia".

 CUAJÓ EN LA JOVEN LA CAPACIDAD DE TOMARLE LA TEMPERATURA AL SUEÑO AMERICANO, MIDIENDO LA DISTANCIA ENTRE LO QUE EL PAÍS PROMETE Y LA CRUDA REALIDAD

Ilhan Omar tuvo que pedir dinero prestado para ir a la universidad. Como 44 millones de estadounidenses, que deben en su conjunto un billón y medio de dólares (1,34 billones de euros), su pasaporte a la promesa de la clase media tenía principal e intereses de demora. Cuando era estudiante, el país sufrió el shock de los atentados del 11-S, que dieron rienda suelta a dos décadas de guerra y bombardeos en países de mayoría musulmana y vieron a muchos de sus compañeros de fe recluirse ante un ambiente de represión latente, vigilancia y detenciones. Para Omar, que poco antes se había nacionalizado estadounidense, los atentados tuvieron un efecto inmediato prácticamente opuesto. Decidió empezar a vestir un hiyab, prenda que no se había puesto nunca, como declaración explícita de su identidad. Desde entonces, compagina un sinfín de pañuelos en tonos casi siempre vivos con el pintalabios oscuro y las joyas vistosas, igualmente sempiternas en su atuendo.

Omar lanzó su carrera política poco después de licenciarse. Lo hizo participando en campañas de divulgación de salud pública en la Universidad de Minnesota, que se centraban en asuntos como la desnutrición y las desigualdades raciales y de clase en el sistema de justicia criminal estadounidense, para desembocar rápidamente en campañas electorales locales, como voluntaria primero, y como ayudante y directora de campaña de un concejal después. En 2015, con apenas 33 años, lanzaba su campaña para las primarias demócratas de un escaño en la Asamblea de Minnesota, con una característica constante en su vida: se enfrentaba a un gigante, en este caso la octogenaria referencia del Partido en la región, Phyllis Kahn. Lo hacía al volante de un coche de segunda mano abollado con el que se disponía a recorrerse la circunscripción de cabo a rabo, y con el equipo de un documental a su estela, dispuesto a inmortalizar el intento de aquella diminuta David, enfundada en su hiyab, de enfrentarse a toda una Goliat. Omar se impuso en aquellas elecciones, como quedó reflejado en el filme Time for Ilhan.

DURANTE LA REPRESIÓN POSTERIOR AL 11-S, DECIDIÓ EMPEZAR A VESTIR UN HIYAB, PRENDA QUE NO SE HABÍA PUESTO NUNCA, COMO DECLARACIÓN EXPLÍCITA DE SU IDENTIDAD

La política somalí selló su elección para el Parlamento regional el 8 de noviembre de 2016. Su triunfo avasallador tuvo un sabor agridulce. Dos días antes, el candidato republicano a las elecciones, Donald Trump, hacía un acto de campaña en Minnesota. Sin nombrarla, Trump situaba a Omar en el centro de la diana, de la mano de otros 70.000 somalíes que viven en el Estado, en su mayoría refugiados. "Volveremos a ser un país rico", arengó Trump a las masas al borde de su avión privado, en plena pista de aterrizaje. "Pero para serlo tenemos que ser un país seguro. Y vosotros sabéis muy bien lo que está pasando ahí", prosiguió, señalando con el dedo a la ciudad cercana. "Hillary quiere admisiones de inmigrantes y refugiados virtualmente ilimitados de las regiones más peligrosas del mundo, para que vengan a nuestro país y a Minnesota. Con su plan entrarán generaciones enteras de terrorismo, extremismo y radicalismo en vuestros colegios y vuestras comunidades. ¡Ya pulula por aquí! Nosotros suspenderemos el sistema de refugiados y mantendremos al terrorismo radical islamista bien lejos de nuestro país".

Trump, que había anunciado unas semanas antes un veto a la entrada en el país de ciudadanos de siete países de mayoría musulmana, incluida Somalia, prosiguió, insistiendo sobre la cuestión de los refugiados, cuya admisión retrató como un caballo de Troya. "Aquí en Minnesota habéis visto de primera mano los problemas causados por la mala investigación de los refugiados, con grandes cantidades de somalíes que han entrado en vuestro Estado sin vuestro conocimiento, sin vuestro apoyo o aprobación, y con algunos de ellos que luego se han unido al ISIS y han diseminado sus opiniones extremistas por todo nuestro país y por todo el mundo".  

Dos días después, Trump se alzaba con la victoria en las elecciones presidenciales, sacudiendo al mundo entero. Sin la misma repercusión, Omar sacudía por primera vez la política de Minnesota, al lograr su escaño de diputada regional. Como ying yang de un país enfrentado sobre su esencia misma -uno el aullido del mundo que se resiste a morir y la otra el puñetazo desafiante de otro que afirma su existencia- los dos no harían sino acercarse en los dos años siguientes.

Omar no tardó en ponerse un reto más difícil todavía. En apenas 18 meses, impulsada por la reacción popular ante las andanadas del ya presidente Trump contra inmigrantes, trabajadores y mujeres, se postulaba como candidata al Congreso de los Estados Unidos por el quinto distrito de Minnesota. La circunscripción es territorio demócrata sin apenas disputa, por lo que el desafío consistía una vez más en asaltar al aparato del partido en las primarias. Se medía a otros cuatro candidatos, entre ellos un mastodonte que llevaba 44 años como diputado. Omar se los llevó a todos por delante, arrasando por más de 20.000 votos sobre 135.000 emitidos. Lo hizo conectando con las bases en torno a una defensa de "la política de la alegría" frente a la del "miedo y la escasez" y movilizando a capas de un electorado reacio a votar, hasta el punto de lograr un récord de participación.

En su campaña, logró encandilar especialmente a los jóvenes al hilar sus experiencias personales con un programa marcadamente a la izquierda del de todos sus rivales, que recogía la sanidad universal gratuita, el apoyo al ambicioso programa de inversiones públicas en política medioambiental, el llamado Green New Deal, la prohibición de las cárceles privadas, el recorte del presupuesto "para la guerra y la agresión militar perpetua", una ley específica contra la discriminación basada en la raza o el credo, o la inclusión automática en el censo electoral de todos los ciudadanos que cumplan los 18 años.  Al reclamar que se reinstituya el programa de refugiados desmantelado por Trump y se aumente la cifra de admisiones anuales previa a su elección, recordaba su experiencia en el campamento keniano de Dadaab; al propugnar un sistema de guarderías públicas universales, sacaba a colación la dificultad de compaginar el cuidado de sus tres hijas con el trabajo; cuando proponía condonar la deuda estudiantil recordaba al electorado que ella todavía debía parte de sus préstamos; al reclamar una carta de derechos nacional para los inquilinos y un plan de inversión en vivienda pública, dijo en un mitin: "Soy la única candidata que todavía paga el alquiler de su hogar"; del mismo modo que desmantelar la policía migratoria que infunde el miedo en barrios trabajadores de todo el país con redadas masivas casi a diario es "algo personal", ya que la agencia, creada a partir del 11-S, "surgió del miedo y se convirtió en una herramienta para deshumanizar a los musulmanes y tratarlos como ciudadanos de segunda en este país".

Omar no había hecho más que empezar. Superado el escollo de las primarias, tocaba cumplir el trámite de la elección al Congreso, que superó con casi el 80% de los votos. El día de su investidura en enero se convertía, junto con la también recién elegida Rashida Tlaib, en la primera mujer musulmana en ocupar un escaño en Washington. Omar formaba también parte de un contingente -en su mayoría de mujeres jóvenes como Alexandria Ocasio-Cortez, la propia Tlaib o Ayanna Pressley- dispuestas a empujar al Partido Demócrata hacia su izquierda en asuntos como el cambio climático, la sanidad y la educación pública. El día de su investidura juró el cargo sobre un ejemplar del Corán, convirtiéndose en la primera congresista en llevar velo en sede parlamentaria. Lo hizo después de obligar a reformar una norma de 181 años de antigüedad que prohibía cubrirse la cabeza en la Cámara, y generando de paso escalofríos en el 'trumpismo' sociológico.

LA MERA EXISTENCIA DE OMAR -MUJER, MUSULMANA, REFUGIADA, EN UNA CÁMARA CON UN 51% DE MILLONARIOS- SUPONE UNA AMENAZA PARA LA ESTRUCTURA DE PODER ESTADOUNIDENSE

Ante tamaño ultraje, el pastor protestante Earl Walker Jackson no dudó en proclamar en su programa de radio el principio del fin de la civilización occidental: "El pleno del Congreso va a parecer ahora una república islámica. Somos un país judeocristiano. Somos un país enraizado y asentado en el cristianismo, y punto. A quien no le guste eso, que se vaya a vivir a otro lado. Es así de fácil. No intenten convertir a nuestro país en una especie de república islámica basada en la ley de la sharia". Omar respondió al mensaje divino desde su terrenal cuenta de Twitter, uno de sus medios de comunicación predilectos, para afirmar una vez más su sueño americano, por más que este se aparezca como pesadilla en determinados altares: "Mire, señor"- escribió- "el pleno del Congreso se va a parecer a los Estados Unidos, y usted ya puede ir acostumbrándose". Para entonces, la recién estrenada congresista ya había sido portada de la revista Time en una edición titulada "Mujeres que están cambiando el mundo", y había aparecido en programas de máxima audiencia de la televisión nocturna, como el Daily Show, desde el que invitó públicamente a Trump a tomar el té, y hasta había bailado en un videoclip del grupo Maroon 5 (nadie es perfecto).

La mera existencia de Omar -mujer, musulmana, refugiada, política trabajadora en una Cámara con un 51% de millonarios- supone una amenaza para la estructura de poder estadounidense.  Su elección podría haber sido un hito sin especial recorrido más allá del triunfo de la representación, algo parecido, a otra escala, a la de Barack Obama como primer presidente negro. Pero la congresista pretende trascender la política identitaria, y propulsar desde sus identidades otrora silenciadas una verdadera enmienda a la totalidad de los bastiones de poder del Imperio.

Desde que llegase al Congreso hace apenas dos meses, Omar ha apoyado propuestas de ley para proteger de la deportación a los jóvenes inmigrantes Dreamers, además de otras sobre salud reproductiva, para establecer un plan nacional contra la indigencia o establecer por ley las bajas por enfermedad en todo el país. Entre las dos propuestas de ley que llevan su firma está una que blindaría bajas por paternidad de los empleados públicos a nivel federal y otra para limitar el poder de los lobbies.

Es precisamente en este tema donde -de rebote- Omar se metió en uno de los charcos más fangosos de su carrera política, uno en el que no pocos se han ahogado. No puede decirse que lo hiciera involuntariamente, sino más bien guiada por sus principios inquebrantables.

A mediados de febrero, cuando apenas llevaba un mes en el cargo, Omar respondió a un tuit del periodista Glenn Greenwald, que se lamentaba por el aluvión de críticas que venía sufriendo Omar por su apoyo a la causa Palestina. Greenwald escribía: "El líder del Partido Republicano Kevin McCarthy amenaza con castigar a Ilhan Omar y Rashida Tlaib por sus críticas a Israel. Es alucinante cuánto tiempo pasan los líderes políticos de Estados Unidos defendiendo a un país extranjero, aunque eso suponga atacar los derechos a la libre expresión de los estadounidenses". Omar replicaba el tuit de Greenwald, añadiendo de su cosecha una cita de colmillo afilado: "Es todo por los Benjamines, baby". El tuit, una referencia al título de la canción de 1997 del rapero Puff Daddy It's all about the Benjamins, baby, hacía alusión a los billetes de cien dólares, que tienen impreso el busto del expresidente Benjamin Franklin. La respuesta de Omar corrió como la pólvora, especialmente entre quienes la estaban esperando con el cuchillo entre los dientes desde hacía meses. Un redactor de opinión del periódico judío The Forward respondió al tuit, interpelando directamente a Omar: "Me encantaría saber quién cree @IlhanMN que paga a los políticos estadounidenses para que estos sean pro Israel, aunque creo que podría adivinarlo. Muy mal, congresista. Es el segundo tropo antisemita que tuitea". Lejos de esconderse, Omar recogió el guante del reportero: "AIPAC". Y el micro escándalo tuitero se tornó crisis de Estado.

EL COMITÉ PARA ASUNTOS PÚBLICOS DE AMIGOS ESTADOUNIDENSES DE ISRAEL ES UNO DE LOS GRUPOS DE PRESIÓN MÁS PODEROSOS DE WASHINGTON

El Comité para Asuntos Públicos de Amigos Estadounidenses de Israel (AIPAC, en sus siglas en inglés) es uno de los grupos de presión más poderosos e influyentes de Washington. Al contrario que sus homólogos que defienden a la industria armamentística y practican el monocultivo republicano, AIPAC destaca por su capacidad de influir casi por igual en políticos de ambos partidos y su inmunidad a la crítica. Omar estaba en apuros. Con Israel había topado. O peor, con el lobby proisraelí en Washington.

La historia parece dar la razón a Omar sobre AIPAC. A principios de siglo, Steven Rosen, entonces director de política exterior del lobby, salió a cenar con el periodista del New Yorker Jeffrey Goldberg en un restaurante de Washington. Ufano, y presuntamente bien provisto de vino reserva, Rosen le soltó a Goldberg: "¿Ves esta servilleta? En 24 horas, AIPAC podría tener la firma de 70 senadores en ella". (El Senado de los Estados Unidos, pilar de la democracia más antigua del mundo moderno, cuenta con cien escaños).

Años antes, en 1992, el jefe de Rosen, el presidente de AIPAC David Steiner, fue descubierto en una grabación secreta alardeando de haber "logrado un pacto" con George H.W. Bush para dotar con 3.000 millones de dólares al paquete de ayuda a Israel al tiempo que se vanagloriaba de estar negociando con el futuro gobierno Clinton el nombramiento de miembros proisraelíes. AIPAC, decía su presidente, "tiene una docena de personas en la campaña de Clinton, en su cuartel general... Y van a tener cargos importantes".

A AIPAC no le está permitido por ley financiar campañas políticas directamente, pero actúa como multiplicador de fuerzas de grandes fortunas y grupos de influencia, que riegan de dinero a los políticos que defienden con más vehemencia a Israel y a los adversarios de los críticos del proyecto sionista, previa consigna de AIPAC. Y es tremendamente eficaz. Como cuenta Andrew Silow-Carroll, de la Jewish News Agency: "Su apoyo retórico a un candidato manda una señal a los grupos de acción política judíos y a los donantes individuales de todo el país para que apoyen a esa campaña en concreto".

En 1984, el senador Charles Percy, republicano moderado de Illinois, sufrió una derrota en su campaña para la reelección después de "recibir toda la ira de AIPAC". Aquella derrota terminó con la carrera política de Percy. ¿Su pecado? Negarse a firmar una carta de AIPAC que llamaba la atención sobre quienes osasen referirse al líder de la OLP Yasser Arafat como "más moderado" que otras figuras de la resistencia palestina. Los contribuyentes de AIPAC recaudaron más de un millón de dólares para tumbar a Percy. Cómo celebró entonces Tom Dine, el director ejecutivo de AIPAC, en un discurso poco después de la derrota del senador: "Todos los judíos, de costa a costa, nos unimos para echar a Percy. Y los políticos estadounidenses -los que tienen cargos públicos ahora y los que aspiran a tenerlos- captaron el mensaje".

Pocos han definido tan gráficamente al lobby como Uri Avnery, antiguo paramilitar sionista, que antes de morir se redimió como activista por la paz y en 2002 declaraba: "Si AIPAC redactase una resolución aboliendo los diez mandamientos, 80 senadores y 300 congresistas se apresurarían a firmarla". Tampoco se andaba con tapujos el columnista judío del New York Times y ardiente defensor de Israel, Thomas Friedman, que en 2011 describía como "comprada por el lobby israelí" la ovación con la que el Congreso estadounidense recibió en pleno al primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu.

Esta vez, sin embargo, se trataba de Ilhan Omar. Durante semanas, a la diputada de origen somalí le llovieron críticas abrasivas de las más altas esferas de la política y los medios estadounidenses. Se sacó a colación su apoyo al movimiento de boicot y sanciones a Israel, que el lobby del AIPAC ha logrado criminalizar por ley en gran parte del país. Sin duda, el tono desmedido y estilo críptico del mensaje de Omar se prestaban al equívoco y a asociaciones escabrosas: en un tiempo en el que circulan (también en la izquierda) las teorías de la conspiración que acusan al "dinero judío" de controlar el mundo y de financiar todo tipo de escaramuzas, desde la "invasión" de occidente por parte de refugiados a la "farsa" del cambio climático o el ascenso de movimientos de derechos civiles como Black Lives Matter, sus palabras pudieron ser más claras. En una sociedad todavía temblando tras la matanza de la sinagoga de Pittsburg, las sensibilidades estaban a flor de piel.

La propia Omar no tardó en disculparse y borrar sus tuits, que sin duda hirieron sensibilidades. Al hacerlo, declaró que sentía haber causado daño a ciertos miembros de la comunidad judía y agradeció a sus aliados y colegas judíos que "me estén educando sobre la dolorosa historia" de su pueblo.

Y, sin embargo, el nivel de fariseísmo de los aspavientos de sus críticos, que no cesó tras sus disculpas públicas, saltaba a la legua. Kevin McCarthy, el líder del grupo republicano en la Cámara de Representantes y origen del tuit que desató la polémica, hizo público un comunicado en el que condenaba los "tropos hirientes y estereotipos" vertidos por Omar. El mismo McCarthy había tuiteado unos meses antes, en la misma semana de la matanza de la sinagoga de Pittsburg, y sin demasiado escándalo, un mensaje mucho más explícito sobre el dinero judío y sus supuestas intenciones de subvertir la democracia: "No podemos dejar que Soros, Steyer y Bloomberg COMPREN estas elecciones", escribía en referencia a los magnates semitas George Soros, Tom Steyer y Michael Bloomberg, que financian campañas de candidatos demócratas.


Atrás

 

 

 
Imprimir
Atrás

Agrandar texto

Achicar texto

linea separadora
rss RSS