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Un domingo con Martínez. Sobre la cobardía.

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Por Guillem  Martínez (*)

El Concorde fue, sin duda, el avión más bello jamás imaginado y construido. Se empezó a diseñar en los 60, cuando el mundo aún era valiente. La socialdemocracia, por ejemplo, aún tenía en sus programas la nacionalización de la banca. La idea genérica de aquel avión era algo parecido. Audacia. Valentía.

Recopilar la tecnología militar para fabricar todo lo contrario, un avión civil capaz de superar la velocidad del sonido y volar, como así fue, entre Europa y América en sólo 3 horas y 30 minutos. El diseño y la experimentación fueron una aventura costosa, repleta de expectativas. Antes de llegar a ser fabricado en serie hubo un gran interés, que se tradujo en una lluvia de encargos. Pero todos fueron anulados en 1973, ese año histórico en el que se inició la crisis petrolera. Y también algo que ya no recordamos. El ciclo revolucionario de la derecha, que aún no ha acabado, y que ha acabado con tantas cosas. Finalmente, pese a que nadie ya lo esperaba, el Concorde despegó en su primer vuelo regular transatlántico en 1976. Hasta que se decidió clausurar sus vuelos, en 2003, sólo se llegaron a construir 20 unidades. Poco. Nada. Nadie lo quiso. Era, desde su nacimiento, un estorbo, un símbolo de otra época, y no de esta época, en la que aún vivimos. El simbolismo rechazado eran unos segundos, que transcurrían en su despegue.

El Concorde era un avión complicado, estilizado, meditado. Superar la barrera del sonido tan sólo era una de sus dificultades resueltas. Pero, sin duda, la más inusitada y perceptible se producía en el momento del despegue. En ese momento, todo el peso de la nave, descomunal, reposaba sobre sus dos trenes de aterrizaje posteriores. Era mucha presión sobre esas ruedas, que construían un momento de fragilidad absoluta. A los pocos minutos, esos segundos de fragilidad y riesgo llevaban al milagro de viajar más rápido que el sonido. Más rápido que un susurro, o que el sonido de un beso. Esos segundos demostraban, en cada viaje, que la valentía tenía premio. Grandioso. Y que todo, todo, es posible, tras unos segundos de fragilidad y valentía y decisión. Esos segundos de fragilidad, en los que el Concorde reposaba sobre dos puntos, eran como esos segundos en los que estábamos en equilibrio, de puntillas, para robar la caja de las galletas. Eran una prueba de que, tras ese golpe de decisión, era posible lo imposible, volar como nunca antes, asaltar los cielos, robar las galletas, conseguir lo que es nuestro por derecho de nacimiento, repartir la riqueza, la propiedad, construir la libertad más densa jamás vivida, comernos la boca más dulce, pronunciar palabras inimaginables junto a un cuello que jamás habíamos sospechado en su suavidad. 

Para que no lo supiéramos, para que lo olvidáramos, acabaron con un avión al que siempre temieron, el Concorde, sin duda el avión más bello jamás construido. Me ha venido a la cabeza todo esto estos días, cuando asistimos a la negociación de un gobierno de izquierdas, que nunca jamás se pondrá de puntillas, o se expondrá a un momento de fragilidad y de valentía. Que ha olvidado, como todo el mundo, que se puede viajar a América en 3 horas y 30 minutos. O, incluso, a la Luna. Que lo imposible es un instante.

 

(*) Guillem Martínez es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo) y de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo).


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