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¿Sueñan los marxistas con ovejas soviéticas?

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Por Xandru Fernández

¿Qué oscuros intereses se esconden detrás del estreno de 'Chernobyl', la serie de televisión que reconstruye el accidente de la central nuclear ucraniana de 1986?

Las autoridades rusas y algunos habituales de la izquierda occidental han alertado de la voluntad de demonización del régimen soviético que irradia la serie de HBO y Sky, e incluso se ha difundido que la cadena rusa NTV va a hacer su propia versión, una con espías de la CIA y todo. A grandes rasgos, los detractores de la serie señalan que en ella se responsabiliza a las autoridades soviéticas tanto del accidente nuclear como de los intentos de ocultarlo a los ojos del mundo y de la población civil, y se preguntan por qué sus productores no se interesaron por dar a conocer el accidente de Three Mile Island de 1979 o el de Fukushima de 2011.

No es la primera vez que Chernóbil protagoniza una obra de ficción. En 2007 se lanzó S.T.A.L.K.E.R.: Shadow of Chernobyl, un videojuego en primera persona que traslada a la ciudad abandonada de Pripyat, cercana a la central, la trama de la película de Andréi Tarkovski Stalker (1979). En esta última, inspirada a su vez en la novela Picnic extraterrestre (1972), de Arkadi y Boris Strugatski, varios personajes se adentran en un paraje desolado y prohibido al que llaman "la Zona". Se supone que en la Zona aterrizó una vez una nave alienígena, o cayó un meteorito, el caso es que todo quedó descoyuntado, como al margen de las leyes de la física, una especie de País de las Maravillas radiactivo donde solo algunos aventureros, los stalkers, se atreven a hacer de guías para almas en fuga que buscan una misteriosa habitación en la que supuestamente se cumplen todos los deseos. Los creadores del videojuego sustituyeron esa habitación por la central de Chernóbil, habida cuenta de las similitudes visuales entre los escenarios postapocalípticos de la película de Tarkovski, rodada en una central eléctrica abandonada, y el entorno de la central ucraniana.

Los stalkers que imaginaron los hermanos Strugatski eran saqueadores que entraban ilegalmente en la Zona y vendían en el mercado negro los objetos que los extraterrestres habían dejado atrás después de abandonarla. Algo así, se dice, ocurrió con las pertenencias que los habitantes de Pripyat dejaron en sus casas tras ser evacuados. Las similitudes se acaban ahí, en adelante es otra Zona la que se yuxtapone a la de Stalker: la propia Unión Soviética, cuya disolución en 1991 hizo emerger un continente contaminado de ideología y ajeno a las convenciones de la historia. Como si fuera una radiación de origen desconocido, un paradójico proceso de conversión religiosa afectó a buena parte de los hasta entonces detractores marxistas de la URSS, haciéndoles mutar en esforzados defensores del régimen soviético. Si hasta la caída del Muro de Berlín el carácter intrínsecamente perverso de la Unión Soviética había sido un tópico hegemónico entre la izquierda marxista de Europa occidental, a partir de 1991 algunas de esas mismas voces críticas con el sistema soviético y su capitalismo de Estado empiezan a emitir nostalgia y remordimiento a partes iguales.

Pero esa especie de reedición del mito freudiano del parricidio original no tiene demasiado recorrido. Digamos que ni la consciencia de que la desaparición de la URSS colocaba al marxismo en una posición incómoda ni la constatación de que en la propaganda occidental "comunismo" y "Unión Soviética" hacían de sinónimos fueron razones suficientes para elevar a la URSS a los altares de la memoria. La potenciación de la iconografía soviética posterior a la Segunda Guerra Mundial llega unos años más tarde, después de Boris Yeltsin, con la ascensión de Putin a los cielos del Kremlin. Es entonces cuando entra en juego una suerte de fuerza nuclear débil que empieza a amalgamar significantes y contenidos de difícil maridaje: sobre una base de nacionalismo pan-ruso, autoritarismo Stalin-style y capitalismo de amiguetes con derecho a dispararte en la rodilla, la intelligentsia putiniana añade al lote un antifeminismo feroz, tres o cuatro clichés geopolíticos con los que enfrentarse a dramas humanos convenientemente lejanos tanto de Rusia como de Europa occidental (léase Irán, Siria, Venezuela o lo que toque) y un gratinado obrerista que reduce cualquier causa democrática a un lavado de cara del capitalismo. En ese contexto, hasta las alertas sobre el cambio climático son leídas como una conspiración para frenar la recuperación del poderío militar ruso y la expansión industrial de sus aliados chinos.

¿Forma parte la serie Chernobyl de esa conspiración internacional contra el recrecimiento ruso-chino? Sus detractores creen que sí. No ven realistas las caracterizaciones de los burócratas soviéticos que aparecen en la serie, atribuyen a una voluntad propagandística las frecuentes alusiones a la tecnología norteamericana y detectan un cierto maniqueísmo en el tratamiento de los personajes, como si solo hubiera dos categorías de ellos, por un lado los insensibles e ignorantes dirigentes del Estado y por otro la sociedad civil sometida a punta de pistola.

Pero no hay nada en Chernobyl que insinúe una diferencia esencial entre el tratamiento de un accidente nuclear en el bloque comunista y la misma circunstancia en un contexto de libre mercado. Tampoco los estilemas a los que nos tiene habituados Hollywood justifican que veamos en la serie una diferencia sustancial con respecto a las intrusiones significativamente violentas de los aparatos del Estado norteamericano en situaciones de ficción homologables a un accidente nuclear. Así, en Estallido (1995) la decisión adoptada por las autoridades estadounidenses es bombardear la localidad afectada por la alarma biológica. En Avengers (2012), la solución final al ataque alienígena que toman los altos mandos es barrer Nueva York del mapa con un misil. Incluso Los Simpson (2007) fantasea con la posibilidad, no del todo inverosímil para el espectador medio del otrora "mundo libre", de que un Springfield hipercontaminado fuera aislado del resto del planeta mediante una cúpula de vidrio. Ninguno de esos tres ejemplos procede de una oscura factoría de contrapropaganda bolchevique.

Tampoco en Chernobyl faltan esos elementos que, por cierto, inauguró en 1979 El síndrome de China, un verdadero blockbuster estrenado pocos meses antes del accidente de Three Mile Island (con Jack Lemmon y Jane Fonda, dos desconocidos): la incomprensión de los burócratas, la inocencia de la población civil, el heroísmo empecinado del científico que empieza siendo parte del sistema y acaba abriendo los ojos y haciendo que los abran los demás. Es la tradición occidental del cine de catástrofes la que provee a Chernobyl de sus presuntos clichés, no una difusa conspiración anticomunista. Que esos clichés dejen de serlo y se conviertan en una poderosa herramienta de fabricación de emociones se debe al acierto con que guionistas y realizadores los han bombardeado con elementos procedentes de otra veta cinematográfica: el cine de terror.

La reacción legítima a una amenaza nuclear no debería ser muy diferente a la que provoca en nosotros cualquier monstruo atávico. La radiación invisible, la incertidumbre con respecto a la magnitud del desastre, la imposibilidad de acercarse al núcleo de la explosión, la necesidad de sacrificar vidas o la inconmensurabilidad de la tragedia, que anula todos los modelos previos de horror y piedad con los que compararla (ese es el sentido específico que tiene, a mi juicio, la escena de la anciana, el soldado y la vaca), son ingredientes que remiten al cine de terror antes que al cine político de conspiraciones y tramas de poder. Chernobyl tiene mucho más de Alien que de La caza del Octubre Rojo, mucho más de Halloween que de El informe Pelícano, mucho más de Zodiac que de JFK.

El verdadero drama de nuestro imaginario colectivo no es que sea demasiado sensible a los clichés heredados de la guerra fría, sino que no ha sabido construir un discurso antinuclear inseparable del de los peligros de la industria armamentística. El miedo a una catástrofe nuclear, característico de la cultura popular y de la agenda política de los años 80 del siglo XX, pareció remitir después de la caída del bloque soviético, como si con la URSS hubiera desaparecido aquella tecnología (y los silos de misiles correspondientes). No fue así. La crudeza con que Chernobyl aborda el accidente es sobrecogedora porque recoge un elemento de reflexión que no debería haber desaparecido de la esfera pública y que tan solo se reactiva en los últimos años debido a la preocupación cada vez más generalizada por los efectos del cambio climático. De hecho, esa nueva conciencia ecológica empieza a constituir el equivalente contemporáneo de lo que E.P. Thompson llamó "economía moral de la multitud": de un modo análogo a las demandas de pan que motivaban los motines populares del siglo XVIII europeo, la exigencia de un entorno ecológicamente seguro y sostenible no puede ni debe estar sujeta a modulaciones en función de coordenadas político-ideológicas. Seguramente este nuevo paradigma, además de la difusión de la obra de Svetlana Alexievich desde que se le concedió el premio Nobel de literatura de 2015, estén en la base de la producción de Chernobyl, y en todo caso son causas más verosímiles que ninguna cruzada mediática contra los rusos alentada por las élites occidentales.


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