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Síndrome Everest

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Por Paula López Montero

El fenómeno esconde un vacío nihilista del ser humano que sigue queriendo dar respuesta a eso del "sentido de la vida".

Se llena Twitter de una foto cuanto menos inquietante. No sé si ustedes habrán tenido esa misma sensación. El 22 de mayo varios diarios internacionales se abrían paso en la madrugada de las redes sociales con una foto que, de un primer vistazo, parece el típico montaje de photoshop: una cola interminable de espera de alpinistas enguantados y enfundados hasta la nariz con su equipo técnico de alta precisión y sus piolets haciendo fila para colmar el Everest, o mejor dicho, "colonizarlo". En un primer momento intuyo que se trata de una fakenews, incluso podría tratarse de un nuevo spot de Decathlon o de alguna de estas marcas técnicas. Pero no, no puede ser una noticia falsa infiltrada en la mayoría de los medios de comunicación de medio mundo. La noticia es real, es tan surrealista que es real, lo cual quiere decir que la realidad se ha vuelto surrealista, o lo que es lo mismo, que vaga bajo el rumbo de la super-realidad. A decir verdad, educados como héroes y heroínas, ¿cómo nuestro mundo circundante no iba a tildarse de super-real? Ya lo decía muy sabiamente Victoria Kent: "No se llega a ser Dios por el camino de los hombres, hay que ser hombre por el camino de los dioses", y mucho antes ya lo expuso la literatura grecolatina. Pero lo que entonces fue una meta, ahora es más un síntoma o padecimiento.

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El gobierno nepalí pronto anunciaba que el miércoles pasado, dadas las buenas condiciones meteorológicas, al menos doscientas personas colmaron la cima de la montaña más alta del mundo (8.848 metros) ofreciéndonos esa imagen espectacular y que, sin embargo, enseguida se pagaba con la vida de diez alpinistas en su descenso. Una situación que viene in crescendo desde la entrada del segundo milenio ya que, por lo visto, desde entonces ha ido en aumento el número de visitas. De hecho, la novedad de esta noticia es cuestionable puesto que en 2012 ya se batieron récords de escalada en un día. A pesar de la clara diferencia que nos separa, ahora hay una foto que acompaña al titular y eso la hace más llamativa.

ES TREMENDAMENTE DIFÍCIL SUBIR, PERO TAMBIÉN TREMENDAMENTE COSTOSO. 25.000 EUROS COMO POCO PUEDE LLEGAR A COSTAR EL ASCENSO AL EVEREST, HAY QUIENES PAGAN HASTA 100.000

No obstante, detengámonos un momento en el análisis: ¿acaso lo que llama la atención no es que no se haya producido antes este suceso? Bajo mi punto de vista padecemos este síndrome desde hace siglos, es más, probablemente esté impreso en nuestro ADN cultural. No hay un sociólogo marxista que hable de ello, aunque a este análisis le podrían acompañar un certero atino sobre la era de la hiper-positividad y la persecución del éxito y lo que esconde nuestro modelo de  sociedad, a saber, la ansiedad y la depresión. Las toxinas del éxito cubren a ritmo frenético la vida, y para una sociedad que lo quiere todo, y que además a ritmo de datáfono lo paga, subir al Everest es una de las nuevas trends que tachar de una auténtica checklist, porque eso de los insta-challenges ya está muy visto.

De una forma muy humilde y honrada ya lo advertía la experiencia personal de Edurne Pasaban que, tras ser la primera mujer en alcanzar los 14 ochomiles, se sumió en una tremenda depresión. La cara del éxito -heroicizado y literalizado por nuestra cultura- expone ya sus mismas consecuencias: que la gloria dura sólo un instante y que después uno tiene que seguir midiéndose entre la vida o la muerte. Un leitmotif exprimido en la posmodernidad por esta sociedad del desenfreno y del exceso para la que ya ni siquiera tiene sentido el esfuerzo encomiable que hace falta para enfrentarse a esta escalada tan vertiginosa.

A veces me asombro de la raigambre romántica que tiñe aún, sin que nos demos cuenta, todo el espíritu tardomoderno -ya ni tiene sentido decir occidental en cuanto que el espíritu de occidente ha calado con sus nuevos imperialismos la vida y modo de hacer oriental-. Nos trajimos el yoga y las terapias ayurvedas, sí, pero nos llevamos la explotación en cadena allí, allí donde pensábamos que podíamos esconder nuestros residuos, fantasmas y deshechos. Por cierto, ¿acaso nadie se ha preguntado por qué los sherpas, los nepalís autóctonos que ayudan a los escaladores en su travesía y cargan su equipaje y que probablemente sean los más preparados para este tipo de ascensos, sin la llegada de los europeos y norteamericanos no se habían planteado subir al Everest? Quizá es que no tenemos datos de ello. Aunque claro está que para un riesgo así se hace necesaria mucha técnica, un avance que solo porta el occidente industrializado y tecnologizado. A decir verdad me gusta ver también que no sólo para el riesgo se necesita la técnica, sino que la técnica también supone el riesgo. Se me viene a la mente aquella sentencia romántica, escrita por el poeta Hölderlin y repetida hasta la saciedad, que sigue esta línea de pensamiento: "Donde está el peligro, crece también lo que salva", a la vez que recuerdo la imagen representada por Caspar David Friedrich en Caminante sobre un mar de nubes. Analogías del Everest. No hay nada de nuevo en ello. Bueno sí, a decir verdad sí, la multiplicación-reproducción de la soledad, del individualismo. Si bien aquella imagen del pintor alemán representaba la soledad, el alma de un solo hombre probablemente de espíritu aristócrata que busca contemplar desde las alturas la naturaleza, el mundo, ahora la soledad se reproduce haciendo cola, pero en esto creo que ya da igual que se trate del Everest o de la cola del Zara. El riesgo está en todas partes.

El síndrome Everest me parece que esconde un vacío nihilista del ser humano que sigue queriendo dar respuesta a eso del "sentido de la vida", la gran trampa metafísica para la cual nos cargamos la respuesta pero dejamos abierta la pregunta. Una humanidad que ha aprendido a ignorar o despreciar lo próximo, lo prójimo, encuentra en la lejanía, en las alturas, en el cloud, una conexión que le devuelve por instantes o instantáneas a la vida. Vaya por delante mi más sincero reconocimiento a los alpinistas, de hecho, yo misma me podría definir como animal de campo, pero lo que no tiene sentido alguno es esa necesidad de realizarse al otro lado del mundo, y bajo esto creo que no escondo ninguna utopía naturalista ni mucho menos, sino una pregunta trampa ¿para qué?  

No es que esté banalizando el ascenso y no quiero reducir al absurdo este tipo de logros porque creo que el esfuerzo y las metas sean estas u otras tienen sentido pero lo que quiero sacar de esto es la mecanización, la repetición, la impulsividad compulsiva, y consecuentemente, la explotación que hay detrás de todo ello. Es tremendamente difícil subir, vaya por delante ese hecho, pero también tremendamente costoso. 25.000 euros como poco puede llegar a costar el ascenso al Everest, hay quienes pagan hasta 100.000. Haciendo un recuento rápido, a priori si el miércoles pasado había unas 200 personas haciendo cola y tirando a la baja, el Gobierno de Nepal debió facturar en un solo día en ascensos 5.000.000 dólares, un ritmo exponencial teniendo en cuenta los datos de hace unos años y para el cual mi calculadora no tiene ceros suficientes que calculen la facturación mensual y mucho menos anual. A cualquiera le sorprenderá cuando, estando en Nepal, se perciben muchas cosas, pero sobre todo dos: pobreza, y también cierta felicidad ¿Cuál será la fórmula que nos hemos planteado que nos llevan al otro lado de la ecuación en la que la riqueza es igual a infelicidad? Creo que al ritmo que aparecen estas imágenes deberíamos acompañarlos con un poco más de sentido común, que como diría aquel, es el menos común de los sentidos. No se pide más.


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