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El progreso y la disparatada búsqueda de la pureza histórica

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Por Ben Ehrenreich (The Baffler) (*)

La idea de la superioridad moral de Occidente posee una historia legible, que está ligada desde el principio a la conquista y a fantasías de dominación racial.

A finales de noviembre de 1939, Walter Benjamin, un escritor judío sin empleo que había estado viviendo en París, fue liberado de un improvisado campo de prisioneros para ciudadanos alemanes que se encontraba en un castillo abandonado junto a la ciudad de Nevers, en el centro de Francia. Había pasado casi tres meses en confinamiento desde que Hitler invadió Polonia, lo que llevó a Francia a declarar la guerra a Alemania. Algunos amigos influyentes pudieron conseguir que lo pusieran en libertad. Benjamin regresó a su apartamento de una habitación en un séptimo piso de París, mientras Europa entraba en guerra, y comenzó a escribir lo que sería su última obra, los veinte fragmentos de un párrafo de longitud que componen entre todos las Tesis sobre la filosofía de la historia.

 

Tesis es un ensayo extraño que perdura en el tiempo, es denso y elíptico, y su intención, según el biógrafo de Benjamin, Bernd Witte, es servir como "consideración fundamental sobre la esencia del tiempo histórico". Sin embargo, a pesar de toda su abstracción, una gran parte parece estar de triste actualidad. En un fragmento, Benjamin expresa su desprecio por el "asombro por que las cosas que estamos viviendo 'todavía' sean posibles en el siglo XX". Como si quisiéramos darle la razón, bien entrado el siglo XXI, y con el fascismo avanzando paso a paso de Washington a Brasilia, nos hallamos preguntándonos atónitos de nuevo: ¿cómo puede estar esto pasando todavía?

 

Antes como ahora, el problema (uno de ellos al menos) fue, y es, una fe sin examinar en una noción profundamente irracional, que nos ciega frente a unos hechos y circunstancias que de otro modo resultarían palmarios, y que, contra toda evidencia en contrario, siguen dando forma a nuestros pensamientos y caracterizando nuestro discurso político. En síntesis, somos esclavos del fetiche del progreso: la creencia en que la historia posee una dirección y una finalidad, la fe en que la humanidad camina por una senda siempre ascendente, aunque tortuosa, hacia una mayor y mayor perfección.

 

Para rebatir este credo, Benjamin planteó una curiosa interpretación de un por entonces desconocido dibujo de Paul Klee, que se había dado el gusto de comprar en 1922 y que había colgado como un amuleto en la pared de todos los pisos en los que vivió. Representaba un ángel. Sus alas estaban extendidas y su cabeza estaba completamente girada para mirar de espaldas al espectador. Ese era, escribió Benjamin, el "ángel de la historia", impelido hacia el futuro, pero mirando hacia el pasado: "Donde ante nosotros aparece una cadena de sucedidos, él ve una única catástrofe que acumula sin cesar ruinas y más ruinas y se las vuelca a los pies". Un terrible vendaval empuja al ángel hacia adelante, sigue el texto: "Ese vendaval es lo que nosotros llamamos progreso".

 

SOMOS ESCLAVOS DEL FETICHE DEL PROGRESO: LA CREENCIA EN QUE LA HISTORIA POSEE UNA DIRECCIÓN Y UNA FINALIDAD

En 1940, cuando Benjamin se vio obligado a huir de su último piso en París, la idea de progreso llevaba más de un siglo suministrando el relato dominante que permitía a los europeos comprenderse a sí mismos. El siempre amenazado edificio de la civilización occidental (los temores actuales de la extrema derecha no son tan diferentes de los temores de la extrema derecha de hace 80 o 160 años) es inconcebible sin esa idea. El progreso describía para los europeos su pasado, su lugar en la senda hacia el futuro y su relación con todas las otras personas del planeta. Creaba una jerarquía sencilla en la que se podía encasillar cada tiempo, cada lugar y cada persona. Para mediados del siglo XIX, la fe en el progreso era ya tan ubicua que resultaba casi invisible para sus adeptos, se consideraran ellos mismos revolucionarios o tradicionalistas, y vivieran en la misma Europa, en los asentamientos rápidamente crecientes de las Américas o Australia, o en las colonias remotas de África o Asia. Ponerlo en duda con un mínimo de seriedad suponía marginarse a uno mismo por excéntrico, hereje o tonto. En la imaginación europea (que funcionaba cada vez más en términos raciales) el progreso definía el mundo.

 

La granificación de la humanidad

A pesar de su pretensión por querer alcanzar una inalterabilidad cósmica, la idea de progreso en Occidente posee una historia legible, que está ligada desde el inicio a la conquista y a fantasías de dominación racial. El consenso general es que su primera articulación explícita apareció en un discurso que pronunció en 1750 el brillante economista político Anne Robert Jacques Turgot, que por entonces contaba solo con 23 años. Seguramente no sea una coincidencia que un temprano evangelizador de la libertad económica ("todas las ramas del comercio tendrían que ser libres, equitativamente libres y totalmente libres", escribió en 1773) fuera también el primero en exponer la ideología que acompañaría en todas partes la proliferación del capitalismo.

Turgot contaría con numerosas oportunidades para probar sus teorías económicas, quizá incluso su convicción, en que la humanidad estaba destinada a deshacerse de todos sus defectos. En 1774, cuando ocupaba el cargo de inspector general de finanzas de Luis XVI, emitió un edicto que abolía las restricciones que regulaban el comercio de cereales en Francia. La cosecha de ese año no fue buena. Los comerciantes, libres de las leyes que prohibían el aprovisionamiento, acumularon trigo para que subieran los precios. A esto le siguió la hambruna y después vinieron los disturbios. En un alzamiento que más tarde los historiadores considerarían un preludio de la Revolución Francesa, masas de gente, muchas de ellas lideradas por mujeres, obligaron a los terratenientes y a los comerciantes a vender sus cereales a precios razonables. La Guerra de la Harina, como pasaría a conocerse, terminó con una feroz represión, cuando el Gobierno movilizó a veinticinco mil efectivos militares. En 1776, las intrigas de palacio provocaron el despido de Turgot, y rápidamente se anularon todas sus reformas. Quizá fue afortunado, ya que falleció en la intimidad, de gota, doce años después de que el monarca pasara por la guillotina.

 

SI LA HISTORIA IBA A SER CONCEBIDA COMO LA HISTORIA DEL PERFECCIONAMIENTO CONSTANTE DE LA HUMANIDAD, ¿CÓMO SE EXPLICA LA EXISTENCIA DE TODOS AQUELLOS QUE PARECÍAN ESTAR ATRASADOS?

De cualquier modo, su discreta caída supone un drástico contraste con sus casi milenarias visiones sobre las expectativas del progreso humano, siempre y cuando la humanidad en cuestión fuera blanca y europea. Al comienzo de su discurso Una revisión filosófica de los sucesivos avances de la mente humana, Turgot dio un paso sorprendente. Después de haber establecido la principal diferencia entre el tipo de tiempo que rige la humanidad y el que rige la naturaleza (lealtad inagotable a la regla cíclica de muerte y regeneración en el caso de la segunda, mientras que los acontecimientos humanos se sucedían los unos a los otros en un "espectáculo siempre cambiante" y lineal a medida que nuestra especie pasaba titubeante de la "infancia" a la "mayor perfección"), evocó el espectro de "los americanos". Su aparición llega en la segunda página. Al mencionarlos no estaba pensando en los ciudadanos bien armados del actual orden político estadounidense, sino en los habitantes originales del hemisferio, cuya presencia planteaba una especie de problema. Si la historia iba a ser concebida como la historia del perfeccionamiento constante de la humanidad, ¿cómo se explica la existencia de todos aquellos que parecían estar atrasados, las tribus denominadas primitivas, que estaban repartidas por las junglas, llanuras y desiertos?

 

Se podría pensar que el progreso es una forma de pensar sobre la historia y, por ende, sobre el tiempo, pero casi lo primero que hizo Turgot fue intercambiar el tiempo por el espacio al referirse a América como el lugar del pasado. Explicó el desarrollo aparentemente desigual de la humanidad, y la existencia anacrónica de la gente que él consideraba salvajes, como el resultado de desigualdades que ocurrían de forma natural: "La naturaleza, que distribuye sus dones de manera desigual, ha otorgado a ciertas mentes una abundancia de talento que ha negado a otras personas". Las distintas condiciones medioambientales permitían que se desarrollaran estos talentos originales con distinta rapidez: "[...] y de la infinita variedad de condiciones nace la desigualdad en el progreso de las naciones".

 

Nosotros, los supremos

Antes de ser ninguna otra cosa, el progreso fue una doctrina ligada a la supremacía: una nueva y reciente fe en una época naciente de dominación europea incontestable, una forma de celebrar la hegemonía europea anclándola en el tiempo, y una forma de convertir a Europa, y sobre todo a la Francia borbónica, en la apoteosis misma de los logros humanos. De forma paralela, tres cuartos de siglo después, Hegel reclamaría el mismo honor para la monarquía prusiana: "La historia mundial viaja de este a oeste", declaró, "para Europa es el final más absoluto de la historia, igual que para Asia es el comienzo". Un siglo y medio después de eso, pensadores como Francis Fukuyama propondrían casi el mismo argumento para un imperio todavía más al oeste: la democracia liberal estadounidense en su forma más agresivamente capitalista e inmediatamente después de que terminara la Guerra Fría. En tanto que ideología para las élites con exceso de confianza, el progreso demostraría ser extraordinariamente resistente.

 

 

Malinche con Cortes, obra del muralista Roberto Cueva del Río.

 

INCLUSO EN SUS ÉXTASIS MÁS TEMPRANOS Y MÁS EGOCÉNTRICOS, LOS PRIMEROS PROFETAS DEL PROGRESO TUVIERON QUE IGNORAR UNA GRAN CANTIDAD DE PRUEBAS EN SU CONTRA

No obstante, merece la pena recordar que incluso en sus éxtasis más tempranos y más egocéntricos, los primeros profetas del progreso tuvieron que ignorar una gran cantidad de pruebas en su contra. Por ejemplo, los primeros europeos que posaron su mirada en las grandes ciudades de América no las vieron igual que Turgot. Francisco Pizarro, el conquistador de Perú, escribió en una carta al rey Carlos V, que la capital inca de Cuzco, que Pizarro destruyó y saqueó casi en su totalidad: "Es tan hermosa que sería digna de verse aún en España, y toda llena de palacios de señores". Cortés se disculpó ante el mismo monarca por no disponer de las habilidades literarias para describir de forma adecuada las maravillas de Tenochtitlán, edificada al otro lado del lago Texcoco, con sus templos y sus amplias calzadas elevándose sobre el agua, aromáticos jardines y grandes plazas públicas y mercados repletos de infinitas riquezas. Los soldados de Cortés, escribió su teniente Bernal Díaz del Castillo: "Habían estado en muchas partes del mundo, y en Constantinopla, y en toda Italia y Roma", pero nunca habían visto nada tan prodigioso como la ciudad azteca. "Lo estuve mirando, y no creí que en el mundo hubiese otras tierras descubiertas como estas", escribió Díaz, pero "ahora toda esta villa está por el suelo perdida, que no hay cosa en pie".

 

¡Un paso al frente, Europa!

En marzo del año pasado, un equipo de arqueólogos británicos y brasileños publicó un artículo sobre las ruinas que descubrieron de pueblos, carreteras y poblados fortificados, ocultos por la vegetación del Amazonas desde hacía mucho tiempo, y concluyeron que eran vestigios de hasta un millón de personas que desaparecieron casi en su totalidad al mismo tiempo, aproximadamente cuando los europeos llegaron al continente. "Las enfermedades viajaban mucho más rápido que la gente", le explicó el arqueólogo jefe a TheGuardian. La población del Amazonas podría haber sido aniquilada en su mayoría antes incluso de que los portugueses llegaran a la zona. El genocidio ayudó también. La población indígena de América disminuyó probablemente en casi un 90 % en los primeros 150 años después de la conquista.

 

EL PROGRESO FUNCIONÓ COMO EXPLICACIÓN DE LA DOMINACIÓN EUROPEA Y, AL MISMO TIEMPO, COMO JUSTIFICACIÓN DEL SACRIFICIO Y SAQUEO DEL QUE DEPENDÍA, Y CONTINÚA DEPENDIENDO

Siendo sinceros, no es un mal truco, tan impecablemente inteligente que Turgot y muchos otros millones de personas ni siquiera consideraron que fuera un truco: deja que los agentes biológicos te ayuden a conquistar la mitad del mundo, y luego sacrifica y esclaviza a los que los microbios dejen vivos. Más adelante podrás afirmar que lo poco que queda de las civilizaciones que has destruido son unos primitivos y unos salvajes, e interpretar la humillada manera en que muchas de tus víctimas sobreviven como prueba de tu superioridad intrínseca, tu derecho a reinar sobre ellos y a continuar explotándolos con el pretexto de fines civilizadores. En tanto que ideología que situó a la cultura europea en la cúspide de la historia humana y relegó a todos los demás al desierto inhabitado del tiempo, el progreso funcionó como explicación de la dominación europea y, al mismo tiempo, como justificación del sacrificio y saqueo del que dependía, y continúa dependiendo.

 

Turgot elaboró un relato que, con algunas modificaciones, se generalizaría poco tiempo después: la civilización pasó de las otrora grandes civilizaciones de Egipto, India y China, que terminaron ahogadas en su propio despotismo, y avanzó, a través de los fenicios (en sí mismos, meros "agentes de intercambio entre los pueblos") hasta llegar a Grecia y luego Roma. Este último imperio, víctima de su propio descenso hacia la tiranía, "al final se desintegró de repente" como consecuencia de los ataques de unas hordas oportunistas. Según Turgot, el auge del islam merecía una breve condena, casi parentética, por ser "un torrente furioso que arrasa con el territorio que va de las fronteras indias hasta el océano Atlántico y los Pirineos". Turgot pasa por alto las glorias de Bagdad y al-Ándalus y evita hacer comentarios al respecto, aunque reconoce que los académicos islámicos cumplieron la función de transmitir el pasado de Europa hacia su futuro, al diseminar "las débiles chispas" de sabiduría griega que habían conseguido conservar. Y con eso fue suficiente. "Los tesoros de la antigüedad, rescatados del polvo... convocaron al genio de las profundidades desde su retiro. Ha llegado la hora", se entusiasmó Turgot, "¡da un paso al frente, Europa, y sal de la oscuridad que te mantenía oculta!".

 

Su discurso concluía con una oda al rey, no para el que trabajó Turgot y que más tarde perdería su cabeza en la plaza de la Concordia, sino a su predecesor, el también llamado Luis, que falleció de viruela en su cama del palacio de Versalles. "¡O Luis, qué majestuosidad te rodea!", cantó Turgot. "El siglo de Luis el Grande, que tu luz embellezca el precioso reinado de su sucesor! ¡Que dure por siempre y se extienda por todos los rincones del mundo!".

 

Los hijos perfectos de Dios

Hoy en día resulta un acto reflejo considerar a las civilizaciones pasadas como estúpidas y supersticiosas (o al menos más estúpidas que nosotros), y es difícil imaginar el alivio que los pensadores de la época de Turgot tienen que haber sentido al librarse de la carga del pasado y lanzarse hacia un futuro sin límites. Las generaciones anteriores de seres humanos que se encontraban en casi todas las parcelas del planeta habían venerado a sus ancestros, y qué rollo tendría que haber sido cargar allá donde fueran con esos vejestorios y sus tontas ideas, y además hacerlo siempre con una sonrisa en la cara. El júbilo de Turgot se entreveía en su puntuación y en la impaciencia de su sintaxis: "¡Qué opiniones tan ridículas caracterizaron nuestros primeros pasos! ¡Qué absurdas fueron las causas que nuestros padres imaginaron para darle un sentido a lo que veían! ¡Qué monumentos tan tristes son para la debilidad de la mente humana!".

 

LA TAREA DE DESPOJAR DE AGENCIA Y DIVINIDAD AL MUNDO NATURAL PARECÍA SER ALGO IMPORTANTE Y NO PODÍA SER DESDEÑADA

La primera cosa que se apresuró a descartar fue la idea de que todas las cosas están vivas y dotadas de divinidad. Esta idea (muy extendida por aquel entonces en todas las creencias animistas de los pueblos conquistados y no conquistados de todo el mundo, en las creencias folclóricas de Europa y en las vertientes más panteístas de sus esotéricas teologías) era, en opinión de Turgot, una de "esas engañosas analogías a las que se abandonaron por inmaduros los primeros hombres, sin haber reflexionado mucho". Al igual que los niños, explicó Turgot, imaginaron que todas las cosas que percibían y que "eran independientes de sus propios actos, habían sido producidas por seres parecidos a ellos, aunque fuesen invisibles y más poderosos". Por ese motivo supusieron, con superstición, que "todos los objetos de la naturaleza tenían sus dioses". Para contrarrestar esto se alió, aunque sin mucho entusiasmo, con un monoteísmo estéril, que se inclinaba por la deidad cristiana en la parte final de su discurso, aunque solo de pasada y sin una pizca del fervor que confirió a temas como la razón, Europa y Francia. Sin embargo, la tarea de despojar de agencia y divinidad al mundo natural parecía ser algo importante y no podía ser desdeñada. Para que pudiera avanzar la gran procesión del progreso, primero había que despejar la escena de rivales. Todo el mundo tiene que morir y solo puede vivir el hombre, que se dirige apresurado hacia la gloria de su destino.

 

Esta extraña idea aparecería de nuevo, con mayor fuerza si cabe, en la obra del amigo y biógrafo de Turgot, Marie Jean Antoine Nicolas Caritat, más conocido como el marqués de Condorcet. Un ardiente defensor de la República, Condorcet ocupó el cargo de secretario de la Asamblea Legislativa durante los primeros años de la Revolución, hasta que se disolvió ese órgano y se destronó al rey en 1792. Con toda seguridad, en aquellos días el mundo debió haber dado la impresión de acabarse o comenzar de nuevo. Condorcet dio la bienvenida a su renacimiento. Sin embargo, estaba en desacuerdo con las facciones más radicales de la Revolución y se mostraba profundamente crítico con la constitución que redactaron en junio de 1793 Robespierre y Saint-Just. En julio, se dictó una orden de arresto en su contra.

 

Condorcet pasó los seis meses siguientes escondido y encerrado en una casa situada en una pequeña calle de París ubicada al norte de los jardines de Luxemburgo. A los tres meses de estar recluido, le condenaron a muerte por rebeldía. Había empezado el terror. A pesar de las presiones, Condorcet siguió trabajando en el texto por el que pasaría a ser más conocido, un extenso tratado sorprendentemente optimista titulado Esbozo para un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. "La perfectibilidad del hombre es realmente infinita", escribió en la introducción, y "los progresos de esta perfectibilidad [...] no tienen más límites que la duración del globo al que la naturaleza nos ha arrojado".

 

No viviría para ver esta obra publicada. A principios de abril de 1794 le informaron de que su captura era inminente y Condorcet huyó de París. Dos días más tarde, entró en la posada de un pueblo a las afueras de la ciudad, sangrando por una herida en la pierna y zarrapastroso por dormir al raso. Pidió una tortilla francesa. Cuando el propietario le preguntó cuántos huevos quería, Condorcet, que probablemente hacía días que no comía, despertó la sospecha del mesonero al contestar "una docena": solo un aristócrata se atrevería a pedir una tortilla de doce huevos. Lo llevaron a rastras a la cárcel de la comuna de Bourg-la-Reine, que por aquel entonces era conocida como Bourg-l'Égalité o, lo que es más o menos lo mismo, Igualburgo. Los relatos varían, pero a la mañana siguiente o la que vino después, lo encontraron muerto en el suelo de su celda.

 

Condorcet, mientras permanecía escondido en París y trabajaba en el Esbozo, confinado en las habitaciones de la pequeña casa de la Rue Servandoni, con su país en guerra contra la mayor parte de Europa, y al escuchar las frecuentes noticias de cómo sus amigos y colegas eran decapitados, sin duda tuvo que haber sospechado que su propia muerte, y no muy agradable, probablemente no estaba muy alejada. Sin embargo, estaba convencido, con un fervor que solo puede describirse como eufórico, de que no había otro camino para la humanidad que no fuera el de la perfección siempre en aumento. El último capítulo del texto estaba dedicado a pronosticar un esbozo de ese brillante futuro. Todas las personas del planeta, predijo, "un día llegarán a alcanzar el estado de civilización al que han llegado los pueblos más ilustrados, los más libres, [...] los franceses y los anglo-americanos". Y esto supondrá el fin de "la servidumbre de los indios, de la barbarie de los pueblos africanos, de la ignorancia de los salvajes".


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