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El Salón Eléctrico. Spielberg contra Scorsese

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Por Pilar Ruiz

Los dueños de las piscinas en forma de riñón en las que nadan tiburones, capaces de sacrificar a los suyos durante los tiempos de la caza de brujas, son un hueso muy duro de roer.

El olvido de la mención a Stanley Donen, fallecido unos días antes, en el "in memoriam" de la última edición de los premios de la Academia de las Artes y las Ciencias cinematográficas, Oscar para los amigos, quizá tenga algo de metáfora de la decadencia de la que una vez fue Meca del cine.

La cosecha anual de películas nominadas también certifica que han desaparecido los gigantes del arte más importante del siglo XX y levanta acta de defunción del que fue principal vehículo cultural contemporáneo. Respecto de la condición del cine como rey del espectáculo, la última gala da fe de cómo espantar al respetable. (Los innumerables haters de los Goyas patrios deberían de recordar este fiasco gringo: como diría un castizo, hasta en cagarla nos ganan.)

El notario de la irrelevancia actual de Hollywood tiene nombre: Steven Spielberg. Aunque quizá esté más cerca de registrador de la propiedad o abogado de Lehman Borthers como ha demostrado al ejercer su poderosa influencia para hacer ganadora a una tv-movie tan previsible y torpe como Green Book (Peter Farrelly, 2019) frente a una obra que es cine por derecho propio como Roma (Alfonso Cuarón, 2019), y ello a pesar de las críticas hípsters.

Cuarón no podía ganar más que el Oscar a mejor director, casi una obviedad. Porque el año anterior el premio gordo se lo había llevado otro mexicano, Guillermo del Toro, porque ya vale de darle caña a Trump -ahí sigue- y porque en vez de contar "una de indios" con épica, digamos Bailando con Lobos (Kevin Costner, 1990, siete Oscar de los buenos), la de Cuarón es "una de indias" que solo friegan suelos y cuidan de niños ajenos. Y abortan. Sin remordimiento, además. A pesar del Me Too, hay reglas no escritas. Por no hablar de otras reglas del canon hollywoodiense, como que la actriz protagonista no se parezca a Jennifer López, Salma Hayek ni mucho menos a las bellezas exóticas de antaño estilo Lupe Vélez. En el mismo México hubo una campaña de ataques racistas contra Yalitza Aparicio, su aspecto físico, su clase social y su origen -"estas pinches indias, ¿qué se han creído?"-revelando que lo que cuenta Cuarón sobre su país se queda muy corto.

 

Yalitza Aparicio en la alfombra roja de los Oscar.

La gran mayoría sospechamos que en estos premios -tampoco en otros- no hay interés en alguno en reconocer la obra más brillante o perfecta desde el punto de vista técnico-narrativo, sino aquella que de forma más eficaz apuntale el entramado industrial escondido tras el telón de glamur fantasioso. La fiesta de auto homenaje más famosa del mundo, modelo copiado con peor o mayor fortuna en el resto de países aunque en vez de industria cinematográfica sea "artesanía rural" (Jose Luis Cuerda dixit) sigue a rajatabla los preceptos que los viejos romanos y su heredera directa la Iglesia católica -santa patrona del glamur escénico- bautizaron como Propaganda. Por eso nada se puede dejar al azar. Entonces, ¿están los Oscar amañados? ¡Oh, sorpresa! La sombra de Weinstein es alargada y no solo por sus presuntos abusos sexuales, sino por haber arramplado con artimañas oscuras y dólares a porrillo unas cuantas estatuillas a su favor: recordemos aquella chorradita pazguata de Shakespeare in love (J. Madden, 1998). Pero no hay que escandalizarse demasiado; lo de premiar sinsorgadas es antiguo y la lista de errores no cabe ni en formato panorámico. Un ejemplo: Alfred Hitchcock recibió en 1968 su único Oscar, el honorífico; dijo "muchas gracias" y se fue.

No es el caso de Steven Spielberg (Cincinatti, 1946). Siete candidaturas al Oscar al mejor director, ganador de dos, nominado 10 veces a la mejor película, con el premio Irving Thalberg a la edad de 40 años, el niño de oro -ya ancianito áurico- formaba parte del establishment hollywoodiense desde antes de cumplir 30 años. A pesar de coincidir en el tiempo, en el espacio y en la casa de Stanley Donen, nunca perteneció a la "Nueva Ola americana" como Scorsese, Coppola, Bogdanovich y los demás. Ni toro salvaje ni motero tranquilo, cuenta Peter Biskind.

"La primera vez que oí hablar de él ya era un tipo de Hollywood, ya era parte del sistema, un tío sin segundas intenciones y ni pizca de espíritu rebelde." (Matthew Robbins, guionista de Tiburón y Encuentros en la tercera fase).

Su afán patológico de éxito era motivo de mofa en un Hollywood setentero lleno de autores "arty" desde su pelea con el mítico productor Darryl F. Zanuck (1902-1979), cuando el novato quiso hacer Loca evasión (1974) mucho más comercial de lo que pretendían los estudios. Zanuck le mandó a paseo. Pero ya no estamos en los tiempos de los Oscar de Zanuck: La barrera invisible (Elia Kazan, 1947) Eva al desnudo (J. L Mankiewicz, 1950), Qué verde era mi valle (John Ford, 1941). Tiempos muertos y enterrados.

Según muchos historiadores del cine y cinéfilos de medio mundo, Spielberg podría ser el principal sospechoso -junto a George Lucas- de un buen thriller: el asesinato con enseñamiento del cine de autor a manos del cine de entretenimiento, suceso luctuoso ocurrido a finales de los 70. Ambos cómplices acabaron con casi todos sus compañeros de generación, uno por uno. Desde entonces la Fábrica de Sueños ya no pare obras maestras ni delicatessen que sujeten la producción de ingentes -e indigentes- productos industriales en forma de clones, secuelas y sagas disneyrizadas. O Tv-movies. Un abogado sagaz tipo Paul Newman en Veredicto final (Sidney Lumet, 1982) podría esgrimir aquello que dijo Spielberg respecto a la su, muy a su pesar, mejor película: "Me identificaba más con el tiburón que con las víctimas". 

Mr. Spielberg as himself y como miembro de la junta gobernadora de la Academia, hizo campaña entre los académicos más relevantes con un solo objetivo: impedir que Netflix se llevara un Oscar a mejor película.

"Spielberg sostiene que las películas que debuten en servicios de streaming o permanecen en una corta franja de tiempo en cartelera no deberían ser elegibles por la Academia para lo que propone endurecer los requisitos, medidas que afectarían no solo a las producciones de las plataformas de streaming sino también a muchas películas independientes, sobre todo aquellas que cuenten con un menor presupuesto y de habla no inglesa." (Agencias, 4-3-2019)

Una polémica nacida en el festival de Cannes 2018 tras décadas de Palmas de oro sin distribución y declaraciones altisonantes a favor y en contra de la inclusión de las películas marca Netflix, que decidió retirase del mercado de cine más importante del mundo. Hollywood es otro cantar: los dueños de las piscinas en forma de riñón en las que nadan tiburones, capaces de sacrificar a los suyos durante los tiempos de la caza de brujas, son un hueso muy duro de roer; o sea: el Oscar Gordo debía ir la simpleza mal contada de Farrelly. Curiosamente, no a otra candidata más digna en un palmarés desnutrido de talento como La favorita (Lanthimos, 2019) suponemos que por demasiado cultureta y dirigida por un europeo raro: para muchos académicos WASP aún peor que ser mexicano.

 

Olivia Colman, reinona indiscutible, en La favorita.

Netflix se ha defendido y no por razones altruistas; al fin y al cabo quiere lo mismo que los demás: ganar dinero. Las malas lenguas murmuran que Cuarón luchó a brazo partido para mantener el blanco y negro, la protagonista indígena, los idiomas español y mixteco. Pero los llenazos de Roma en las 100 salas en las que se estrenó en EEUU para poder acceder a los Oscar -la paradoja es que cada uno de sus planos pide a gritos pantalla grande- puede hacer replantear a la plataforma sus propias directrices, algunas tan opacas como no revelar datos de audiencia o taquilla. Si quiere alcanzar el prestigio que dan los premios, Netflix dará su brazo a torcer: la voraz pescadilla del sistema no puede dejar nada sin morder. Nadie en este negocio lo tiene fácil y menos cuando desembarque el verdadero coloso: Amazon o "un anillo para gobernarlos a todos".

Con todo, la resistencia numantina de la industria norteamericana ante las nuevas formas de acceder a las producciones audiovisuales recuerda el histerismo ante el cine sonoro, la televisión y el video. Nadie diría que allí se filmaron Sunset Boulevard o Cantando bajo la lluvia (el fantasma de Donen al fondo). Generaciones cinéfilas que descubrimos a los clásicos en la tele con cortes de publicidad y doblajes franquistas e incluso coloreados por Ted Turner, que luego vivimos la guerra Betacam versus VHS versus DVD y que ahora pagamos por plataformas -esas que han descuajeringado la plaga de la piratería- escuchamos atónitos que la única forma de ver cine es en un cine. Qué más quisiéramos. Sobre todo si las salas no hubieran desaparecido de las poblaciones que no son capitales o de los centros de las ciudades para convertirse en megatiendas low-cost, si la entrada no costara 9 euros o los exhibidores no nos estafasen con proyecciones tan cutres como la del Cinexin.   

De eso no se ocupa Steven Spielberg pero sí de afirmar que las películas producidas por plataformas no son cine sino televisión. Y eso cuando está por estrenar la próxima película de Martin Scorsese. El irlandés lleva el sello Netflix después de que Hollywood abandonara el proyecto del neoyorquino: "Hago con ellos lo que los estudios no han querido hacer".   

¿Se avecina otra noche de cuchillos largos como la que acabó con la New Wave americana? ¿Podrá Spielberg dejar a Scorsese fuera del juego de los Oscar? ¿Le acusará de destruir el cine y de hacer productos televisivos? ¿Qué hará Marty? Un duelo épico, un western, una película de mafiosos o una peli de autor como El juego de Hollywood (1992) de Robert Altman, otro devorado por los tiburones. Ya sea en un cine o en el salón de casa, pagaríamos por verlo.

 

(*) Pilar Ruiz. Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y después escribió dos novelas: El Corazón del caimán y La danza de la serpiente (Ediciones B).


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