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Testimonio, dolor y chantaje

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Por Gonzalo Torné (*)

Donde se trata de averiguar qué mecanismos regulan la escritura y la promoción de las "memorias del dolor" y la literatura "de testimonio".

En una entrega anterior, pero no se me vayan al link que ahora mismo lo resumo, traté de explicar de una manera un tanto impresionista cuándo había aparecido la "autoficción" (mediados del siglo pasado) y de qué se trataba: de jugar a identificar al narrador (de manera más o menos sutil) con el autor. También señalaba que en España (aunque no es un fenómeno exclusivamente local) se habían estrechado las posibilidades de esta perspectiva narrativa hasta reducirla a un registro de actividades anodinas (conferencias, viajes de promoción...) y a una expresión de padecimientos, propios o interpuestos. Se establecía así una pasarela que permitía (y fomentaba) la confusión entre la "autoficción" y el "testimonio". Tanto es así que algunos críticos ya denominan "autoficción" a textos donde el autor ni siquiera se toma la molestia de sostener cierta incertidumbre, y salta y mueve las manos desde el primer párrafo para que se le identifique con la voz narrativa.

 

La "autoficción" y el libro de "testimonio" andarían revueltos hasta el punto de compartir "coartadas teóricas (que si ha pasado el tiempo de la ficción, que si el lector de "ahora" lo que busca es "la realidad"...), vocabulario crítico (brutal, patada en el estómago, la dichosa "franqueza"...) y estrategias de promoción (el relato de los propios padecimientos, ya sean vitales o de la escritura, en todas y cada una de las entrevistas)".

Antes de seguir debo reconocer que para que la identificación funcione no solo hay que estrechar las posibilidades de la autoficción, sino también las del testimonio, limitándolo al registro del dolor físico o la aflicción mental, personal o interpuesta. Al fin y al cabo, se puede ofrecer "testimonio" de una variedad imprevisible de asuntos, de amplitud flexible: individuales, familiares, locales, continentales.

 

Por supuesto, no me parece obsceno ni reprobable que se dé testimonio de una enfermedad o de una pérdida. No sabría cómo mejorar Una pena en observaciónNiveles de vida El desconcierto. Lo que si me parece reprobable y obsceno es un doble movimiento en el que coinciden numerosos testimonios o memorias del "dolor", y también las autoficciones que apuestan por confundirse con ellas (sin renunciar a la pasarela de prestigio que ofrece la novela). Avanzo que uno se da de puertas adentro y el otro de puertas afuera. Como no soy un lector exhaustivo del género (y los títulos en los que me baso tampoco son como para aporrearlos en público) planteo el asunto en términos generales, confiando en que cada cual contraste estas ideas con su experiencia, y dictamine si le sirven estas notas o si me extravío en el disparate. 

 

De puertas adentro me fastidia el ensimismamiento por el que el escritor-que-padece se presenta como si fuese el primero que pierde un padre, sufre una enfermedad o se le muere un hijo. Se disipa de manera casi mágica el inevitable carácter social (histórico, "de especie") de estas experiencias corrientes, en un intento de sobresalir y de enfocarse a sí mismo medio delirante y bastante vergonzoso. De puertas afuera se produce el efecto inverso: en las agotadoras promociones los autores apenas se cortan en presentarse como representantes (no siempre solicitados) de quienes han pasado por situaciones parecidas a las suyas. "He sufrido como nadie (y es la singularidad de mi "dolor" la que amerita la escritura del libro) pero me alzo en representación de todos ustedes": la inversión de lo público y lo privado es asombrosa. ¿Se imaginan a Julián Barnes intentando convencernos en las páginas de Niveles de vida de que es el primer viudo de la historia (o el primero que apura el dolor hasta el fondo, con toda la "brutalidad" y "honestidad" que exige la situación) y que luego se pasase la promoción atribuyéndose, entre lo vacilón y lo desgarrado, hablar en nombre de todos los viudos? 

La inversión es miserable y si nos la tomamos en serio su efecto puede llegar a ser degradante, pues desplaza el "valor" del libro fuera del texto: a su capacidad de representar grandes áreas de padecimiento, que puede ser evaluada sin necesidad de pasar los ojos por la página, o si se prefiere: nos induce a leerlo convencidos ya del merito (a priori) de la empresa. ¡Qué valiente el tío! ¡Qué valor la tía! ¡Por fin alguien descubre la orfandad! En esta escala de meritos, ¿qué más nos da el libro? Si la situación se afianza, el mejor consejo que se le puede dar a un joven escritor dispuesto a abrirse camino en la escena literaria peninsular es que se procure una buena desgracia personal (suerte que la vida es muy efectiva proporcionándolas).

 

Antes he escrito "desplazamiento", pero lo que se produce es un secuestro. La gestualidad es tan ostentosa, el desgarro de las carnes tan explícito y la representatividad tan amplia que se nos está pidiendo a gritos (en realidad, se nos está intimidando) que suspendamos el juicio crítico. ¿Cómo vamos a decir que un libro está mal escrito, es melodramático, cursi, no tiene pies ni cabeza, es impostado, cutre, precipitado, meloso, tramposo, pacato, un pestiño, miope o huero (añadan aquí su improperio favorito)... si habla en nombre de todas las enfermedades renales, de todos los suicidios vecinales, por el amor de Dios, si habla en nombre de todos los padres que han perdido un hijo? ¿No tiene usted corazón? No, ¡no tiene usted corazón! 

 

La autoficción y el testimonio así entendidos (y sus campañas promocionales) se plantean como un chantaje. Pretenden sustituir el valor literario por el supuesto carácter representativo de sus "doliendas". Pretenden imponer las "condiciones de producción" del texto (todas supuestas, sentimentales, subjetivas e incontrastables) a su resultado público. Pretenden que valoremos a priori, protegerse de antemano del juicio, anteponer e imponer su valor (¡ejemplar!) a nuestra lectura. Operando así no solo desmerecen el arte literario sino que abaratan ese mismo dolor del que pretenden erigirse como representantes, pues insinúan (acaso inadvertidamente) que una aflicción escrita, por el hecho de ser escrita, cobra más valor que el dolor o la aflicción silenciosa, privada o inadvertida. Que su dolor es más meritorio gracias a la alquimia glamorosa de la palabra publicada. Mercadear con lo incalculable e impedir el juicio sobre lo que puede valorarse. De eso se trata. 

 

(*) Gonzalo Torné. Es escritor. Ha publicado las novelas Hilos de sangre (2010); Divorcio en el aire (2013); Años felices (2017).


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