bitacora
ESPACIO PARA PUBLICIDAD
 
 

Obituario. Bertolucci y su quesero

imagen

Por Pilar Ruiz (*)

En él se encuentra todo el cine italiano, es decir, europeo: Rosselini, Antonioni, Visconti, De Sica, Monicelli, hasta Sergio Leone. Y sobre todo Pasolini, su alma máter

La Antica Cacciara Trasteverina es un negocio centenario de embutidos y quesos en la calle de San Francesco a Ripa, muy cerca de la iglesia donde yace la beata Ludovica de Bernini en un orgasmo de mármol aún más escandaloso que el de Teresa de Jesús, también fruto del genio napolitano. Parada obligatoria para todo el barrio, en esta quesería encontramos éxtasis de pecorino, mozzarella, ricotta hecha en el día y un dueño que atiende a sus parroquianos con exquisitez: don Roberto. "¿Se dedica usted al cine? Pues el señor Bertolucci vive aquí, en el Trastevere y es buen cliente" decía don Roberto a quien esto escribe mientras envolvía un trozo de pecorino. Su voz sonaba llena de orgullo.

Roma es lo que hicieron de ella artistas legendarios: sus habitantes lo saben y hacen gala de ello. Una ciudad que valora a sus cineastas, en la que la calle del actor Nino Manfredi ofrece una de las vistas más impresionantes de la ciudad: el parque Savello, en el Aventino. A Bernardo Bertolucci también: hay que paladear sus películas como se paladean los mejores quesos de Italia, imprescindibles para cocinar la Historia del cine. Porque en él se encuentra todo el cine italiano, es decir, europeo: Rosselini, Antonioni, Visconti, De Sica, Monicelli, hasta Sergio Leone. Y sobre todo Pasolini, su alma máter, a pesar de que terminaron enemistados quizá por culpa de un partido de fútbol. Bertolucci no puede ser más italiano, pero también es un francés de la Nouvelle Vague desde que llegó a París con 18 años y se coló en la Cinémathèque.

"Busco la libertad en un sitio cerrado": las líneas del plano, lo cerrado del objetivo de la cámara, la pantalla trascendida en una búsqueda sin límites que no se reduce a quienes lo tildan de provocador o polémico. Nada de eso. Ilsignore Bertolucci no tiene miedo a morder en las partes blandas de los biempensantes, lo suyo es la dialéctica histórica de aquella cosa llamada marxismo -Antes de la revolución (1964), La estrategia de la araña (1969), El conformista (1970), Novecento (1976)- pero tampoco se reduce a eso;  empuña una cámara que indaga en los miedos, debilidades incluso alguna que otra grandeza del alma humana -La Luna (1979), El cielo protector (1990), Soñadores (2003)- en una busca continua con más preguntas que respuestas (In cerca del mistero; se titula su poemario de juventud) y camina siempre por lugares de riesgo aunque gane 9 Oscar con El último Emperador (1987) o se hunda en el millonario desastre de Pequeño buda (1993).

El hijo del poeta don Attilio hacía cine como sorteando los agujeros de los sanpietrini (adoquines) que faltan siempre en el Trastevere, incluso en su silla de ruedas eléctrica, echando pestes de Alemanno en su día y después de los Salvini y Beppe Grillo: el fascismo se transforma pero siempre acaba teniendo el rostro de Attila (Donald Sutherland) en Novecento; a pesar de lo que pudiera parecer, su película más viscontiana: no hay más que ver en ella a Burt Lancaster remedando a un Gatopardo suicida.

Cuando los jueces italianos condenaron El último tango en París (1972), al autor, a los actores y al productor por ofensa al pudor con penas que incluían la prisión y aunque finalmente consiguieron la condicional, Bertolucci perdió el derecho de voto durante cinco años. Mucho tiempo después llegó una polémica aún más desafortunada: María Schneider denunció la humillación que sufrió en una escena mítica y terrible. El narcisismo y egomanía de muchos cineastas, le tocó también a él: aquellos años 70 pasados de rosca y un oficio donde el maltrato es, demasiadas veces, moneda de cambio, explican muchas cosas. Sin ir más lejos, Coppola emborrachó a Martin Sheen en la secuencia de inicio de ApocalypseNow (1979) a pesar de su alcoholismo y siguió rodando cuando el actor estrelló el puño contra un espejo y se hizo cortes graves. Sheen también sufrió un infarto: cuando el director se enteró tuvo un ataque de pánico y luego dijo: "Martin se morirá solo cuando yo lo diga". Una dinámica de machos -como toda actividad económica en la que se mueven grandes cifras, el cine sigue dominado por lo masculino- unida a la vieja máxima de "un rodaje es una guerra" donde la primera víctima es la ética.  

Pero nada de esto borra el inmenso placer de la imagen sensual y barroca, "berniana", de Bertolucci -ni la de Coppola-. En esa imagen grandiosa y total, tiene parte contratante Vittorio Storaro y su genialidad fotográfica: el director cuenta con su encanto de seductor de la luz para provocar al espectador un éxtasis parecido al de contemplar las iglesias barrocas llenas de trampantojos, las pinturas del Caravaggio con sus modelos de pies sucios, la carne atrapada entre los dedos de mármol de un dios. Esa belleza que tanto le obsesionaba y tantas veces persiguió con su cámara.

"Recuerdo las palabras que me dijo Jean Renoir cuando fui a visitarle a Los Ángeles en 1974: "Siempre debes dejar una puerta abierta, porque nunca sabes cuando querrá entrar alguien". Esa frase resume a la perfección la filosofía que ha guiado mi carrera cinematográfica desde entonces".

Un cine con la puerta siempre abierta, como la quesería trasteverina que le gustaba frecuentar y que fue fundada en 1900, es decir, Novecento. La memoria del cine camina por una strada con el nombre de Bernardo Bertolucci, un artista al que admiraba hasta su quesero. Y eso es mucho decir. 

(*) Pilar Ruiz. Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y después escribió dos novelas: El Corazón del caimán y La danza de la serpiente (Ediciones B).


Atrás

 

 

 
Imprimir
Atrás

Agrandar texto

Achicar texto

linea separadora
rss RSS