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¿Qué hacer? Quince autores en busca de una solución

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Por Branko Milanovic

La pregunta es si existe un camino intermedio para la izquierda que combine el internacionalismo y la redistribución nacional.

En un delgado volumen editado por Heinrich Geisenberger, The Great Regression, quince de los pensadores sociales de izquierdas más importantes de la actualidad plantean la siguiente pregunta:  ¿cuál es el futuro de la socialdemocracia ahora que el neoliberalismo mundial se desmorona y el poder del nacionalismo y la xenofobia están en alza? No estaría confiando un gran secreto, y tampoco considero que menoscabaría el interés del libro, si digo que no tienen la respuesta; ni individual ni colectivamente. La razón es simple: la respuesta, por el momento, es difícil de dilucidar e incluso podría parecer que no existe.

 

Las personas que han colaborado en este magnífico volumen que, como ya he señalado, ofrece una excelente visión del pensamiento intelectual de la izquierda son (por orden alfabético): Arjun  Appadurai, Zygmunt Bauman, Donatella della Porta, Nancy  Fraser, Eva Illouz, Ivan Krastev, Bruno Latour, Paul Mason, Pankaj Mishra, Robert Misik, Oliver Nachtwey, César Rendueles, Wolfgang Streeck, David Van Reybrouck y Slavoj Žižek.

No todas las colaboraciones revisten, en mi opinión, igual interés. Encuentro que, como siempre, la escritura de Zygmunt Bauman es muy enrevesada y difícil de leer. Ivan Krastev parece ser una excepción dentro de este grupo de escritores: discrepa de Trump y el Brexit pero desde lo que parece ciertas posturas neoliberales completamente dementes.

 

No debería sorprender al lector que en el volumen a menudo se mencionen los nombres de Polanyi y Gramsci, y que se recupere de un largo olvido a Erich Fromm y su libro El miedo a la libertad. Prepárense para ver cómo cada vez se cita más a Fromm.

Me gustaría destacar las tres colaboraciones que me parecen más interesantes. Nancy Fraser ha escrito un excelente y audaz ensayo sobre el trasfondo ideológico de la victoria de Trump. Considera que los mayores competidores son los "neoliberales progresistas" y los "populistas reaccionarios". Los neoliberales progresistas son obra de los "nuevos demócratas" de Clinton y sus innumerables triangulaciones que finalmente congregaron a los "progresistas" preocupados por la identidad, la igualdad de género y raza, y los derechos sexuales con los tipos más duros de Wall Street. En principio se trataba de una coalición improbable: activistas LGTBQ junto a Goldman Sachs. Pero funcionó. Los "progresistas" disfrutaban de esta influencia recientemente descubierta. Tenían a Goldman para llenarse la boca hablando de igualdad de derechos, ascender a unas cuantas personas de "color" a cargos directivos e incluso para constatar las ventajas, en su balance final, de mostrarse más receptivos a la diversidad de talentos*. Goldman Sachs ganaba dinero. Esto es lo que en la década de 1990 y comienzos de la de 2000 se conocía con el lema de "liberal desde el punto de vista social y conservador desde el punto de vista fiscal".

 

¿Quién representó el papel de serpiente en este paraíso "neoliberal progresista"? Los que quedaron excluidos de este éxito económico, es decir, los perdedores de la globalización, y los que no fueron capaces o no estaban dispuestos a aceptar las nuevas doctrinas del "progresismo". La alianza entre los progresistas y los neoliberales del sector financiero creó, casi por definición, su contraparte entre aquellos que no se habían adaptado: ya fuera económica o socialmente. Siempre que "los inadaptados" supusieran más o menos el 20% del electorado e hicieran mucho ruido con escaso éxito político ("The Tea Party"), la coalición vencedora podría hacer caso omiso de ellos. Una de las ironías de la vida es que "los inadaptados" encontraran en Donald Trump a alguien capaz de expresar, y utilizar dicho resentimiento.

 

Sin embargo, tal y como muestra Nancy Fraser, esta alineación de fuerzas ignoró completamente a la izquierda. La izquierda reclutó a la gran coalición de libertadores sexuales y recaudadores de dinero a las órdenes de Clinton y Obama, y siempre que amenazaba con abandonar esa coalición se enfrentaba al fantasma del horror que se avecinaba. Se convirtió en rehén de los neoliberales progresistas. Esto neutralizó totalmente a la izquierda. No podía abandonar la coalición clintoniana sin llevar al poder a los racistas y xenófobos, y no podía animar a la colación Clinton-Obama a que se acercara a la izquierda.

 

En este excelente análisis Fraser atribuye claramente la responsabilidad del ascenso de Trump a la "infame alianza entre 'emancipación' y 'financiarización". ¿Qué se debe hacer a continuación?: "Llegar a la masa de votantes de Trump que no son racistas ni 'derechistas' comprometidos, sino víctimas de un 'sistema manipulado'" (p.48).

El análisis que hace Wolfgang Streeck de Europa es muy parecido al que hace Fraser de Estados Unidos. Actualmente se están pagando los costes de la pensée unique [el pensamiento único] adoptada por los socialdemócratas de todo el continente, mediante la ausencia de una alternativa socialdemócrata creíble que pudiera atraer los votos de los "descontentos" y, en consecuencia, contrarrestar la escalada de la derecha. A juicio de la alianza de "los neoliberales progresistas", escribe Streeck, "el hecho de que el populacho, que durante tanto tiempo ha ayudado a promover el avance del capitalismo pasando el rato con las páginas de Facebook de Kim Kardashian... regrese ahora a los centros electorales, parece el síntoma de una regresión ominosa" (p. 161).

 

Streeck es muy crítico con el uso del término "populista". Lo considera, creo que acertadamente, una manera conveniente de rechazar "en bloque" a las personas que se oponen a TINA (acrónimo de la expresión inglesa "There Is No Alternative", "No hay alternativa" en castellano).  El término "populista" le resulta útil a la "alianza neoliberal-progresista" porque no hace distinción entre la derecha y la izquierda, y porque tanto Trump como Sanders pueden ser tildados de populistas que ofrecen "respuestas simples a una realidad compleja".  Todo excepto TINA es simple y erróneo porque esa realidad infinitamente compleja solo la comprenden los neoliberales. "El 'populismo' se diagnostica, según la costumbre común internacionalista, como un problema cognitivo" (p. 163). Dicho de otro modo, las élites consideran que cuestionar TINA es un síntoma de algún problema cognitivo profundo. No es sorprendente que haya llamamientos para desechar el sufragio universal y reemplazarlo por la "gnosocracia": conceder el voto únicamente a aquellos que puedan demostrar ser suficientemente inteligentes (Streeck cita tales ejemplos).

 

Solución: por el momento, ninguna. Estamos en el interregno gramsciano, en el que "las cadenas familiares de causa y efecto ya no están vigentes y, en cualquier momento, pueden ocurrir ciertos acontecimientos inesperados, peligrosos y grotescamente anormales" (p. 166).

 

Paul Mason (cuyo excelente Postcapitalism he reseñado aquí) ha escrito un hermoso ensayo inspirado en sus experiencias personales y en las de su padre. Se trata de una historia sobre la clase obrera inglesa unida por su desprecio hacia los ricos, los estafadores y el gobierno, abierta a los extranjeros como ellos y con fuertes vínculos sociales. Todo eso, según Mason, fue aniquilado por el thatcherismo. Las empresas quebraron, las minas de carbón se cerraron, el trabajo para el que estaban preparadas estas personas se hizo difícil de encontrar, los empleos se deslocalizaron, la solidaridad social se fracturó y se inició la atomización. Algunos abandonaron estos lugares ahora desolados en busca de mejores alternativas en las ciudades, otros abrazaron el nuevo dogma de la financialización y el dinero fácil. Los clubes de rugby locales cerraron sus puertas. En lugar de un tejido social rico, ahora había un desierto. 

 

La descripción es contundente y emotiva. Mason quiere que las cosas vuelvan a ser como lo fueron en las décadas de 1960 y 1970. Es sincero al afirmar que la izquierda debe revertir la globalización, recuperar los empleos, olvidarse de los países en desarrollo y deshacerse de los inmigrantes de la Europa del Este. Estos últimos reciben una crítica en particular, a diferencia de los inmigrantes africanos y del subcontinente indio porque, sin culpa alguna, llegaron al Reino Unido cuando el país estaba pasando de una economía fabril a una de servicios: de este modo, no podían incluirse en la ética fundamental de la clase obrera descrita por Mason porque para entonces ese mundo había dejado de existir. Sin embargo, a Mason no les gusta porque también los ve demasiado flexibles ante las demandas del capitalismo globalizado y demasiado tolerantes con los dogmas neoliberales. ¡Déjense de camareros polacos y rubios, devuélvannos ese trabajador keniata robusto e hinchado de cerveza!

 

Sin embargo, cabe preguntarse, ¿qué tipo de izquierdismo es ese, que tan poco se distingue del Frente Nacional de Marine Le Pen?

 

La pregunta que se hace al lector al final del libro es si la izquierda socialdemócrata debería mantener su internacionalismo, en cuyo caso tendría que volver a las élites de Wall Street y abandonar las políticas nacionales de redistribución, o debería centrarse en los descontentos patrios, en cuyo caso recurriría a políticas nacional-socialistas. O bien, si se encontrará un camino intermedio que combine el internacionalismo y la redistribución nacional.

 

Este artículo se publicó en inglés en el blog del autor. 

Traducción de Paloma Farré. 


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