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El ascenso de la ultraderecha y las dudas de la socialdemocracia

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Por Santini Rose (*)

 "¡Dicen que somos de extrema derecha, y lo que somos es de extrema necesidad, para España y para Europa!". Nos volvemos locos. Algunos se sacan las dentaduras postizas y las lanzan a los pies de Javier. También vuelan fajas.

Los abanicos están guapos. Sobre una bandera de España difuminada, una leyenda: ESPAÑA LO PRIMERO. Son de cartón. Ligeros y resistentes. No los arruga ni un remolque de bombas atómicas. Encima, suena Braveheart. Hay que estar ciego para no ver que aquí mismo, en el centro del patio del campus de La Merced de la Universidad de Murcia, se va a luchar con abanicos. Le doy un codazo a Gonzalo. Encuentro los ojos del tipo. Digamos Ojos Piadosos. Mocasines de cuero marrón, pantalones rojos, polo blanco Spagnolo. Del brazo izquierdo le cuelga una bolsa de tela roja y amarilla con el contorno de la península Ibérica. Con la derecha sujeta los abanicos. 

- Valen un euro -dice Ojos Piadosos-, todo destinado a La Causa.

- Lo siento -responde Gonzalo mientras se frota con la palma de la mano el bolsillo del pantalón-, estamos pelaos.

- No me extraña -responde Ojos Piadosos.

En la puerta del paraninfo le pregunto a Gonzalo a qué cree que se refería Ojos Piadosos. Sonríe. Dice que no le extrañará que estemos pelados por la gravísima situación de España o quizá por nuestras pintas. Me veo reflejado en el cristal de la garita de seguridad. Se me ha olvidado mimetizarme. Hay que ser gilipollas: tanto flipar con GünterWallraff para presentarme en un acto de Vox en pantalones cortos -unos pantalones cortos que cualquiera diría que acaba de soltar un perro llamado Rambo-, camiseta negra de una editorial con nombre que te firma un grupo antifascista y mi ya habitual cara de sábado: ojeras  y pelo, no haré sangre, despeinado. Gonzalo, mi amigo abogado, se apuntó cuando leyó el título de la charla -Defender a España desde los tribunales-, pero dice que se larga "si sueltan tonterías". Él no canta tanto: zapatos Oxford, pitillos negros, camisa vaquera, barba arreglada y pelo largo recogido en una coleta. En el recibidor del paraninfo, una bandera de España, el anuncio de un número de lotería bajo el lema LA SUERTE QUE ESPAÑA NECESITA. Al otro lado, una mesa con abanicos, panfletos y un señor con gafas, bigote y barriga. No da abasto. A ambos lados de la cara le caen chorros de sudor. Levanta la vista. Sonríe. Pregunta. Apunta. Recoge pasta. Suelta el cambio. Apunta las reservas para el bus de lo del 7 de octubre: una concentración en Vistalegre para pedir elecciones generales. Una uña gris metalizado se me clava entre las costillas.  Pertenece a una señora de metro y medio. Los rasgos faciales se le amontonan alrededor de unas gafas descomunales. El peto le sobrepasa las rodillas. La palabra ORGANIZACIÓN le abarca el pecho entero.

 

- No podéis entrar -dice, sonriendo.

- Allí hay hueco -contesta Gonzalo, señalando la pared del fondo del salón de actos.

- No podéis entrar, está lleno -qué sonrisa, nos va a enterrar a todos-. Pero no os preocupéis, hay altavoces fuera. 

Estamos cruzando el salón de actos  cuando alguien grita desde el escenario "¡Yo soy Vox, yo soy España!" y una voz estertórea responde "¡Así se habla, me cago en diez!" y la sala rompe en aplausos. No sé Gonzalo, pero yo estoy a punto de hacer realidad un sueño de infancia: saludar y alzar un Balón de Oro imaginario. En la pared a la izquierda del escenario hay dos huecos separados por tres polos Ralph Lauren. Los ocupamos. La media de edad ronda unos lozanos 70 años. Hay una bandera de España en cada centímetro que permite apoyar una bandera. Levanto la vista. Las butacas de la planta superior están vacías. Alguien ha considerado preferible poder decir que se ha quedado gente en la puerta a abrir la segunda planta.

El escenario también está forrado con una bandera de España. En el centro está el tipo que es Vox y España. A su izquierda, una bandera de España. Por si le da un bajón de azúcar y necesita fuerzas. A la derecha, una mesa, con una -¡sorpresa!- bandera de España a modo de mantel. Detrás de ella, sentados, David Ibáñez, vicesecretario de juventud de Vox Murcia, y Javier Ortega Smith, secretario general. Detrás del tipo que es Vox y España hay veinte personas esclafadas en sillas. Asienten como perros de plástico en salpicaderos. Suena O Fortuna. En una pantalla, sobre ellos, aparecen unas imágenes que si no te emocionan es que no eres español: engominados en traje sonriendo y exhibiendo salvajes apretones de manos, fornidos subsaharianos rematando a mala idea pelotas de goma puestas al aire por nuestros cuerpos de seguridad y tipos en boinas y chalecos verdes acolchados disparando con escopetas a lo que parecen grajos. El vídeo termina. Tengo un balón de baloncesto en la garganta. Aplausos. Varios ¡Viva España! Miro a Gonzalo. Me sonríe, emocionado. Si no fuera tan hombre, estaría llorando. 

Javier Ortega empieza fuerte: "¡Queridos compatriotas, gracias por formar parte de la España viva!" Rompemos en aplausos. Saco el móvil para inmortalizar este momento, quizá uno de los más jubilosos de mi existencia, y leo un whatsapp de Gonzalo: "Tengo a uno detrás amenazándome". Giro el cuello. Mi amigo aplaude y asiente cuando Javier dice que lo más importante de España es su unidad. Como tiene que ser. De la espalda de Gonzalo ha brotado una bola de sebo rapada, polo azul marino con los ribetes de la bandera de España.

 

Javier dice que los catalanes son una organización criminal. Mi mirada se cruza con la de un tipo, digamos Ojoloco Facha. Manos entrelazadas a la altura del ombligo, mirada adusta, camisa blanca remangada un palmo, pantalón rojo y mocasines. Una franja de calor recorre mi cuerpo. Y no es patriotismo, no: Ojoloco Facha me está escaneando. Javier grita: "¡Lo que no sabía la organización criminal catalana es que, frente a sus lacitos amarillos, nosotros tenemos una franja amarilla, fuerte y silenciosa, una franja amarilla que madruga!". Echamos la breva. Ojoloco Facha aprovecha y se coloca a mi lado. Y oye, es oler su pasión por el rojo y el amarillo y me siento liberado: cuando Javier repite lo de que somos la España... Me anticipo con el puño en alto y grito: "¡La España viva, somos la España viva!". Entonces, mis dedos, que siempre han velado por mi supervivencia, se ponen de acuerdo, deshacen el puño y vuelven al bolsillo del pantalón.

Alguien se acerca a Javier. Supongo que le dice que no pasa nada si entre el micrófono y su boca hay más de dos milímetros. Javier asiente. Las señoras que han venido con el suero se pueden despegar, por fin, las manos de las orejas. Lo cierto es que el secretario general destila tal violencia que podría hablar sin micrófono. España es lo primero para ellos, y ni siquiera hay un segundo puesto: habla como si estuviera ligando con una chica llamada España, la hubiera cagado y ahora solo le quedara la carta de la épica. Javier matará dragones por España. Rescatará a España de su peluquería y se la llevará a vivir al barrio residencial. El relato es tan maniqueo y pueril que resulta sobrecogedor ver a doscientas personas al borde del paroxismo.

En Vox saben que sin un relato fundacional no vas a ningún lado. El suyo consta de seis pilares que repiten hasta que les das la razón si te quieres ir a casa a cenar: la unidad de España, aquí no aborta ni Rita, los inmigrantes pretenden invadirnos y lo que tienen que hacer es buscarse la vida -"¡Entrará en España quien nosotros queramos!"-; los mantras "Somos la España viva" y "Defendemos los intereses generales de los españoles", la trilladísima crisis de valores -"¡Ya no hay respeto!"-  y la recuperación de un nacionalismo obsceno en su versión imperialista. Javier grita: "¡Creían que había muerto la España que cruzaba océanos sin que nadie se atreviese a rechistar, y solo estaba adormecida!". Nos volvemos locos aplaudiendo. Sabe que ha tocado una fibra y -no seré yo quien le culpe- se viene arriba: "¡Vamos a ir a Europa a explicarles las cosas, porque sin España, sin nuestro humanismo católico, Europa no existiría!". Más aplausos, claro. 

Entonces explota una bomba: estoy esperando el turno de preguntas -mi momento favorito en cualquier evento político- y Javier se saca de la manga un: "¡Dicen que somos de extrema derecha, y lo que somos es de extrema necesidad!". Borbotones de espuma salen de mi boca. Algunos se sacan las dentaduras postizas y las lanzan a los pies de Javier. También vuelan fajas. Yo me acuerdo del barón Munchausen y me dispongo a desenroscarme la cabeza para ofrecérsela cuando suena el himno de España. Todo Cristo se pone de pie y saca pecho palomo y las lágrimas alcanzan los tobillos y el himno acaba y muchos gritan "¡Viva España!". Me pongo a la altura de Ojoloco Facha y flipo: sus ojos locos disparan lágrimas en todas direcciones. 

- Aquí no hay turno de preguntas, está todo claro -me susurra Gonzalo al oído.

- ¿Qué te ha pasado antes, tío?- le pregunto, ya en el patio. 

- Pues nada, viene el tío que estaba detrás de mí -compruebo su espalda; la bola de sebo era un tío-, me agarra del brazo y dice: "¿A qué habéis venido tu amigo y tú? ¿A reventar el acto?". Le he dicho: "O me sueltas, o te denuncio". Ahí se ha relajado. No esperaba que le contestara así. Se ha tirado toda la charla metiéndome pecho.

Reímos. Ojos Piadosos no ha vendido ni un abanico. Me fijo en su bolso, en la silueta de la península. No sé cómo pretende vender abanicos llevando un bolso que insinúa que España es solo la península Ibérica. Coloca el mapamundi, hombre. Una señora que vio la muerte de la generación beat pero no verá la del trap, le dice a otra: "Nena, pues había muchos jóvenes". 

- Cuando os he visto tan pegados he pensado que mañana desayunabais juntos -le digo a Gonzalo a la altura del Maraña.

- Quién sabe, tío, la vida es rara.

 

(*) Santini Rose, seudónimo bajo el que escribe Santos Martínez (Fuente Librilla, 1992), es periodista. Hubo un tiempo en que las abuelas de su pueblo pensaban que tenía en sus manos el futuro, pero eso ya no lo piensa nadie. Autor del libro de relatos Mañana me largo de aquí (La marca negra ediciones).


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