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Los otros somos nosotros. La oleada reaccionaria ante la decadencia de la clase media

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Por Gonzalo Velasco (*)

Han pasado ya seis años desde que Chavs se convirtiera en uno de los fenómenos editoriales más inesperado de los últimos años.

El éxito de este ensayo, firmado por el joven activista británico Owen Jones, resultó sorprendente porque sus tesis se basan en el análisis de fenómenos sociales y mediáticos específicamente británicos. Siguiendo la tradición de los estudios culturales del mejor Stuart Hall, Jones trataba de diagnosticar una de las principales secuelas del thatcherismo: el odio hacia la clase obrera, diseminado a través de las factorías de opinión y entretenimiento de las clases medias.

Su tesis principal, defendida mediante el análisis de tabloides y programas de entretenimiento, es que la cultura neoliberal del thatcherismo acompañó la financiarización de la economía y el abandono de la producción industrial con una ideología basada en el individualismo competitivo, el imperativo del éxito y la adquisición del estatus a través de la propiedad. En ese nuevo marco mental, que según Jones habría aniquilado la cultura de la cooperación propia de las ciudades obreras, los beneficiarios de las ayudas estatales son vistos como chabacanos, depravados morales y vagos incapaces de asumir el reto de formarse y pugnar por estar a la altura de los tiempos. Lo paradójico de todo ello, y esta es la aportación que querría rescatar, es que según Jones, esta clase media que reniega de su origen trabajador sí toleraría a los excluidos de otros orígenes culturales. El imperativo moral de la tolerancia y la multiculturalidad tendría como consecuencia que los mismos privilegiados que reniegan de las víctimas de la desindustrialización de Birmingham o Sheffield aceptarían, en cambio, al trabajador pakistaní, indio o árabe. 

Dicho en otros términos, la tesis principal de Chavs es que la clase media en Reino Unido habría perpetuado la lucha de clases al hegemonizar un discurso que naturalizaba su dominio sobre los trabajadores nacionales. Aunque la conclusión pueda parecer tautológica (la clase media funciona como una clase social), si lo pensamos detenidamente no lo es es tanto. La clase media nació, precisamente, para neutralizar los antagonismos de clase heredados por el primer tercio del siglo XX. La historia ha sido ya muchas veces contada, de modo que no merece la pena recrearse: el consenso de posguerra cimentó la reconstrucción en un incremento del gasto público y de la protección social que garantizase a amplios estratos de población una capacidad adquisitiva suficiente para dinamizar la producción a través del consumo. La tendencia al pleno empleo, las garantías estatales y el acceso a la propiedad tendría como resultado la disolución de la división de clases decimonónica. En lo que no se incide tanto, es en que esta política económica keynesiana fue acompañada por una universalización de la racionalidad liberal. Pese a que a los aculturados en el último tercio del siglo pasado nos cueste pensarlo, la educación en un formalismo ético basado en el respeto recíproco de la autonomía individual, en los derechos humanos y la tolerancia de la diversidad es un logro relativamente reciente en nuestra historia. Un sistema de ideas que avaló la globalización del comercio y de los movimientos de población, además de preparar para la posibilidad de sociedades interculturales.

El acierto del libro de Owen Jones, motivo por el que a mi juicio su éxito pudo exportarse a países como España, consistió en que fue el primero en diagnosticar que esa racionalidad liberal y universalista funcionaba como una ideología de clase. Su ensayo no niega que esas ideas tengan en teoría una legitimidad universal. Más bien explica cómo, de facto, han llegado a funcionar como un mecanismo de exclusión. Habrían servido, por ejemplo, para que las reclamaciones de protección para la economía local y los derrotados por la globalización neoliberal pudieran ser etiquetadas como injustificados arrebatos  nacionalistas, proteccionistas, incluso xenófobos.

Desde la distancia de estos años, podemos decir que Chavs podía leerse como una advertencia: ojo, que en esta postrera guerra de clases, el contraataque podría manifestarse en un odio a las clases medias. O lo que es lo mismo, al discurso con el que han buscado perpetuarse. La diferencia es de matiz, pero la consecuencia que de ella se deriva es relevante para entender el enorme apoyo popular a los partidos reaccionarios: ¿y si los votantes del Front National, de la Lega o de Alternativa por Alemania rechazan a los inmigrantes solo como derivación del odio que experimentan hacia el discurso que privilegia preceptos formales como la tolerancia y los derechos humanos, en lugar de atender a la precariedad de sus condiciones materiales? Dicho de otro modo, no se trataría tanto de xenofobia como de clasemediofobia.

Creo que este viraje interpretativo es crucial si queremos entender el éxito de los Bannon, Trump, Salvini, Le Pen, Farage o Wilders. Esta lista de nombres funciona como metonimia de un mal endógeno que buscamos cercar mediante conceptos heredados de otro tiempo: fascistas, populistas, racistas, xenófobos. A mi juicio, nos equivocamos al emplear odres viejos para fenómenos nuevos. ¿De verdad hay tantos fascistas en Italia? ¿Está tan extendido el suprematismo en Dinamarca u Holanda? ¿Casi un tercio de los franceses es racista? ¿Son todos los brexiters fervorosos e irracionales nacionalistas? Razonablemente podemos atrevernos a responder que no es así. Pero sí podemos apostar que lo que tienen en común todos estos militantes de la reacción conservadora, es la desconfianza en un discurso que otrora aceptaron como universal, y ahora asocian al establishment que cercena sus expectativas de seguridad y protección.

Desde esta nueva premisa, sería muy tentador interpretar la oleada reaccionaria como una alianza entre los excluidos y los poderosos. El obrero de la metalurgia de Pittsburgh y el multimillonario Trump, unidos contra el buenismo irresponsable de la clase media californiana o neoyorkina. No podemos negar que este diagnóstico es en buena medida acertado, si atendemos al éxito de estos partidos en las poblaciones alejadas de las grandes capitales económicas y culturales, así como en las zonas desindustrializadas (sirvan de ejemplo las manifestaciones neonazis en Sajonia, o la pregnancia del Front National en las provincias mineras de Pas-de-Calais). Sin embargo, tampoco podemos obviar que muchos ciudadanos que en clave socioeconómica se encuadrarían en la clase media, están impugnando el discurso liberal que hasta ahora legitimaba su posición. La piedra de toque de esta tendencia es el rechazo de la "ideología de género", que los nuevos reaccionarios (y aquí el aprendiz Casado) retratan como una frivolidad de las vanguardias "progres", en lugar de entenderlo como una avance para la consecución de la igualdad universal. Por consiguiente, nos equivocaríamos al interpretar exclusivamente este giro conservador como una reacción errada pero comprensible de los desempleados y los desfavorecidos por la estructura económica. En las circunstancias actuales, la batalla discursiva contra lo políticamente correcto (que no es más que un modo de designar una ideología liberal que ahora se identifica como un discurso de clase) es anterior e independiente de las condiciones económicas en las que pueda arraigar. Y esta es la novedad específica del fenómeno: como la apelación formal a los derechos humanos y a la libertad individual ya no parece tan natural como el aire que respiramos, como ahora el Trump o Salvini de turno pueden decir que eso es el discurso con el que los privilegiados ocultan la desigualdad y perjudican frívolamente a los desfavorecidos nacionales, es posible posicionarse como oponente, con independencia de que el que así se posiciona padezca esa desigualdad o pertenezca a las propias clases medias. O lo que es lo mismo, no hace falta sufrir o haber sufrido penalidades materiales para, por resentimiento o deseo de cambio radical, posicionarse en contra del discurso de la tolerancia. Ahora, una vez la posición universalista ha perdido su hegemonía, la contraria es una opción entre otras tantas, con la que mucha gente se puede identificar sin que sea necesaria una experiencia previa de precariedad, injusticia y rabia. . 

La aporía a la que lleva este cuadro de situación, en la que en la actualidad estamos atrapados, es que cualquier intento de defender ese proyecto civilizatorio ilustrado refuerza los motivos de su oposición. Quizás Trump sea el que mejor haya entendido esa lógica: si 300 periódicos estadounidense se asocian para defender la libertad de prensa, para él y sus seguidores es síntoma de que el establishment se rearma para defender sus privilegios. Por consiguiente, de nada sirven nuestras loas a la sociedad abierta frente a sus enemigos, ni mucho menos la división entre racionalistas ilustrados e irracionalistas autoritarios, de nuevo reciclada de otras coyunturas históricas. La campaña de propaganda en favor de valores democráticos básicos solo tiene como efecto lo que se quiere evitar, a saber, que estos resulten desnaturalizados y aparezcan como el discurso de una facción. Cuando la propia identidad es el problema, es imposible escapar siendo uno mismo.

En esta trampa está encerrada la clase media, incapaz de reaccionar a la pérdida de una hegemonía discursiva que no había sido nunca cuestionada. El atisbo de solución, por todo lo argumentado, debería pasar por tres vías. La primera sería una mejor redistribución de la riqueza que compense la desigualdad, que se manifiesta de manera creciente en la cesura entre grandes metrópolis y el resto del territorio. Pero no nos engañemos. Como con acierto suele advertir Jorge Moruno, la redistribución sin reconocimiento simbólico es inútil. No en vano, el auge de la derecha reaccionaria demuestra que puede haber reconocimiento sin redistribución. La segunda vía, por ello, sería una visibilización que dé carta de normalidad a otros modos y expectativas de vida, que dignifique los temores y demandas de los que consideran que la sociedad abierta les cierra sistemáticamente sus puertas. Si, como hemos defendido en este texto, la oposición al universalismo liberal no puede explicarse solo por la precariedad material, mejorar los mecanismos redistributivos no va a impedir mecánicamente que muchos ciudadanos se identifiquen con el discurso reaccionario. Es necesario, por ello, generar prácticas de reconocimiento, fundamentalmente desde las instituciones, pero también desde las factorías de nuestro imaginario colectivo, para que no haya países, ni regiones, ni profesiones ni identidades, que se sientan invisibilizadas por el discurso que les invita formalmente a participar en la deliberación colectiva.

Por último, la tercera vía, que sería la condición de posibilidad de las anteriores, tiene que pasar por una epistemología de la clase media, un ejercicio de autorreflexividad y prudencia que nos permita entender que el lugar desde el que producimos discurso ya no es (si es que alguna vez lo fue) neutral. Nuestro lugar de enunciación, el de la pretensión de universalidad válida para todos, es hoy un motivo para la reacción. Sin cambiar el contenido y el lugar de nuestra propia posición, por tanto, difícilmente podremos dejar de producir los efectos que buscamos prevenir. 

(*) Gonzalo Velasco es doctor Europeo en Filosofía de la Historia. Profesor de Humanidades y Pensamiento Crítico en la Universidad Camilo José Cela.


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